Más allá de interpretaciones de unos y de otros acerca de la ordenación de mujeres o la persecución de cismas, herejías y apostasías, lo cierto es que
las nuevas normas publicadas por el Vaticano para luchar contra la pederastia suponen el fin de la impunidad.
Para los sacerdotes pederastas y los que consumen pornografía infantil, o abusan de discapacitados adulos pensando que la pena es menor.
Ay de aquellos que abusaran de los niños, decía el Señor... También para los obispos y cardenales que encubran y silencien a los pederastas o nieguen el pan, la sal, y la justicia, a las víctimas. Y, cómo no a la sociedad, a la que se hace corresponsable de perseguir y castigar a estas flores del mal.
Los gestos ya se han dado. También se han puesto las herramientas. Ahora resta la actuación decidida de los tribunales, la condena más dura para los culpables, la colaboración sin ambages con la justicia civil... y el abrazo necesario para las víctimas.
Benedicto XVI ha dado un paso por la dignidad, la autenticidad y el mensaje del Evangelio. Una gran herencia -esperemos que tarde- para su sucesor.
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