La "hoja de ruta" de los seguidores de Jesús

(De la presentación en La Coruña).- Buenas tardes, y muchas, muchas gracias por acompañarnos en este día. La Historia, de vez en cuando, nos ofrece personajes de todo tipo y condición. Héroes, villanos, descubridores, ladrones, poetas… incluso Papas, Emperadores y herejes… o buscadores de la verdad, que de todo hay en la viña del señor. Resulta extraño pero, en ocasiones, la casualidad, la fortuna o el destino, te permiten conocer, incluso tratar, a algunos de estos personajes que, con el tiempo, acabarán siendo reconocidos por esa misma Historia. Y, quién sabe, si convertirse en protagonistas de una novela. Yo he tenido la suerte de conocer a unos cuantos: la madre Teresa, Vicente Ferrer, el padre Ángel, el cardenal Amigo, Juan José Cortés, el padre de la pequeña Mari Luz… Y también, la vida, a la que nunca sabremos agradecer lo suficiente las oportunidades que nos da cada día, nos permite encontrar pequeños –grandes- tesoros al doblar una esquina. Esos hallazgos que nos hacen la existencia más interesante. Gracias, José Ramón, por ser uno de esos descubrimientos.

Algo similar ocurre con la literatura: a veces, sólo a veces, encontramos en un libro a personajes, relatos y fantasías que nos hacen pensar en otra realidad, tan lejana y tan cercana, al corazón del lector. Imaginen por un momento que nos encontramos en una librería, que es de noche, y que al cerrar las puertas al público, Alonso Quijano comienza a guerrear con Ivanhoe (con el permiso de Alatriste, claro), o Proust y Saramago hacen buenas migas, o los poemas de Benedetti consiguen conquistar el amor de Jaen Austin o solucionar los problemas de Fermina Daza y su amor en los tiempos del cólera.

A mí me sucede, no sé a ustedes, que encuentras tesoros en la literatura, esos libros que cambiaron el mundo: el gran mundo, pero también nuestro pequeño universo. Aquellos que nos hicieron soñar, pero también los que nos cuentan cómo otros soñaron, mintieron, mataron, sufrieron, disfrutaron y creyeron. Como decía, cómo cambiaron el mundo. Aquellos que traían consigo grandes personajes, y grandes historias. Pues tan importante es lo uno como lo otro. Y, por supuesto, para el autor, tener algo que contar.

La novela que hoy presentamos, “Cisma”, cumple modestamente alguno de estos requisitos, si bien de forma sui generis. Me explico: no es una novela que vaya a cambiar el mundo, pero sí que relata los miedos, dudas, encuentros y desencuentros de aquellos que, en un momento determinado de nuestra Historia –el de la Reforma protestante-, contribuyeron a romper en mil pedazos la sociedad. O, al menos, tal y como se entendía en la Europa medieval. Que no es poco a la hora de cambiar el mundo.

Ésta es una novela de grandes reyes y campesinos, de Papas y de mendigos, de teologías y de poder, de mucho poder… pero también de mucha miseria. Es una historia de la Iglesia, del Imperio y del Nuevo Mundo. Pero, fundamentalmente, es la historia de una búsqueda. La de tres grandes hombres de nuestra Historia, que durante años han sido vituperados o halagados a manos llenas, en el caso de Martín Lutero o Carlos V, o condenados al más injusto ostracismo –como aquel libro que se va cubriendo de polvo en la más oculta estantería-, como ha sucedido, injustamente, con el Papa Adriano VI.

Es la historia, decía, de Martín Lutero, el monje agustino que se rebeló contra Roma y despedazó definitivamente el orden medieval. También es la historia de Carlos V, posiblemente el hombre más poderoso que jamás haya pisado la Tierra, uno de los primeros “líderes globales”, como se diría hoy.

Y, por supuesto, también es el relato de la vida de un Papa extraordinario y desconocido, Adriano, el primero en la historia de la Iglesia en pedir perdón por los errores cometidos por sus miembros… aunque el tiempo, la vida, y con ella los sueños de recomponer el puzle en el que se había convertido la Cristiandad se le escaparon demasiado deprisa. Pero vamos, que no les quiero destripar la novela.

Cisma es el relato de cómo se produjo la Reforma comandada por Lutero, de los intentos por frenar una ruptura que, 500 años después, hoy nos interpela con mayor fuerza. Porque… ¿se pudo frenar el Cisma luterano? Es más, ¿qué hubiera sucedido si Martín Lutero hubiera dado marcha atrás en su Reforma, que supuso la gran ruptura en la Cristiandad? ¿Qué papel jugó en la misma el Emperador Carlos V? ¿Pudo el Papa Adriano VI haber frenado el Cisma protestante?

Muchas incógnitas, que espero esta novela contribuya a resolver. Como decía, es una historia de luchas de poder en Europa, en un momento de cambio de paradigma, el final de una época –la Medieval- y el triunfo del Renacimiento. Del hombre por encima de Dios, que dirían algunos. De cómo la Iglesia tuvo la oportunidad de aprovechar esta crisis –toda crisis, y ahora estamos viviendo una experiencia mundial en este sentido, es una oportunidad- para volver a sus orígenes, al de los primeros cristianos, a los que sentían la presencia de Cristo cada vez que se reunían en su nombre… Y que sin embargo, no hizo sino fomentar la brecha y hacer un océano de diferencias, odios y resentimientos entre los seguidores de Jesús. Un abismo de prohibiciones y de Inquisición, de guerras entre estados y de incomprensiones mutuas. Y, si me lo permiten, de patadas al Evangelio.

Durante siglos, católicos y protestantes, seguidores de Cristo todos, nos hemos empeñado en agrandar ese foso de separación. Y sin embargo, en el tiempo en el que transcurre la novela, hubiera sido tan sencillo haber escrito la historia de otro modo… Los tres grandes protagonistas, poderosos y humanos al mismo tiempo, viven en sus propias carnes conflictos internos: tanto Adriano como Carlos o Lutero tienen en sus manos el destino de Europa y de la fe. Y, sin embargo, en los momentos cruciales, se sienten débiles como el más pequeño de los hombres, sin fuerzas para tomar unas decisiones que, sin lugar a dudas, hubieran configurado una civilización muy distinta a la de hoy.

Durante casi quinientos años, unos y otros, católicos y protestantes, nos hemos lanzado mutuas excomuniones y acusaciones de herejía. Eran muy pocos los que se atrevían a “pasar al otro lado”, y conversar con los hermanos separados. Afortunadamente, hace ahora cuarenta años, se produjo un acontecimiento histórico, que bien haríamos en no olvidar. Y no sólo eso: en hacer realidad en nuestros días. Me refiero al Concilio Vaticano II. Un encuentro en el que, entre otras muchas cosas, se puso especial énfasis en el diálogo interreligioso y, más en concreto, en el reconocimiento del ecumenismo como auténtica “hoja de ruta” para alcanzar la unidad entre los seguidores de Jesús.

Desde hace años, son cada vez más los cristianos que, en lugar de ahondar en las diferencias –más o menos dogmáticas, más o menos reales- que, cinco siglos después, siguen separando a católicos y protestantes, se preocupan por rescatar lo que nos une. Que, por cierto, es mucho más que lo que nos separa.

Los cristianos, y aún nos queda mucho camino por recorrer, debemos profundizar en lo que algunos denominamos “ecumenismo real”. Una expresión que, por cierto, me ha “robado” esta semana el obispo Vives en su carta pastoral con motivo de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, que ahora estamos celebrando. Y no es casualidad que estemos aquí presentando hoy esta novela. El “ecumenismo real”. Es decir: que lo relevante no es que unos “retornen” a Roma, u otros consigan que sus “oponentes” reconozcan que ellos estaban en lo cierto, sino caminar de la mano, y construir, en el hoy, y sobre todo en el mañana, nuevos senderos.

Hay muchos ejemplos de ese “ecumenismo real”. Desde comunidades como Taizé a proyectos comunes en el voluntariado en prisiones, con los desfavorecidos o en posicionamientos a favor de la vida y de la justicia social. Como decía pronto se cumplirán 500 años de la Ruptura luterana, en mitad de un cada vez más grande deseo de unidad, de hacer presente ese “ecumenismo real”, que no es más, ni menos, que una hoja de ruta de valores compartidos entre hombres y mujeres de bien, sean o no cristianos. Y, dentro de éstos, de los seguidores de Jesús, esa expresión que tanto gusta a mi admirado cardenal Amigo, sean católicos, evangélicos, ortodoxos o anglicanos.

Son muchas más las cosas que nos unen que las que nos separan. También lo eran hace medio milenio, cuando se produjo el Cisma. Un Cisma que ahora se convierte en una novela histórica, espero que rigurosa (ya me dirán ustedes) y, sobre todo, no tengan duda, escrita con honestidad. Como la de sus personajes, la del autor también es la historia de una búsqueda… Y no hay que cansarse de buscar.

Como sucede en todas las épocas de la Historia, los personajes pasan, y las fracturas tienden a agrandarse, y a hacerse crónicas, en virtud de falsos prejuicios, odios e incomprensiones mutuas.

Hace cinco siglos, los desmanes de los jerarcas de la Iglesia católica, la ambición de Lutero, los propósitos independentistas de los príncipes alemanes y las deudas –también las dudas- del Emperador hicieron factible el Cisma.

La Historia, durante muchos años, ha recordado a Lutero como un gran hereje, al Papa León como un cobarde y a Adriano como el hombre que quiso y no pudo frenar la segunda gran ruptura entre los seguidores de Jesús, después de la cruel experiencia del cisma ortodoxo. Tal vez vaya siendo hora de tomarse en serio el Concilio Vaticano II y apostar, decididamente, por el Evangelio, por la Palabra de Cristo y por su mensaje…

…y, en definitiva, va siendo hora de profundizar en lo mucho que nos une, y hacerlo vida. Y luego, habiendo hecho causa común, una vez nos hayamos reconocido como hermanos, como viejos amigos, ya discutiremos, en torno a un café, o a un buen vino, acerca de lo que nos separa. Y tal vez, sólo tal vez, cuando pase el tiempo necesario, la Historia nos lo reconozca.

No quiero terminar sin hacer referencia a un párrafo de los “Coloquios nocturnos en Jerusalén”, del cardenal Martini. Qué gran Papa se ha perdido la Iglesia… En él, dice lo siguiente, refiriéndose a los frutos del Concilio: “Las grandes religiones, y por supuesto, las diferentes confesiones cristianas, no quieren algo diferente que orientar a quienes buscan, curar a los heridos, empeñarse a favor de la justicia y por unas condiciones que hagan posible a todos los niños y jóvenes una buena educación y un futuro humano. Quieren anunciar la fe en el único Dios, a fin de hacer que cada ser humano tenga fortaleza y se sienta seguro de sí mismo por saberse creado, llamado y conducido por Dios. Bajo este único gran interés de los hombres encontramos a muchos hermanos y hermanas en el mundo, tanto entre los creyentes como entre los no creyentes”.


Jesús Bastante Liébana
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