La soledad del Papa

La labor de un Papa, uno de los pocos líderes mundiales en nuestra sociedad globalizada, ha de ser dura, difícil y arriesgada. Con unas profundas dosis de soledad y continuos sentimientos de incomprensión. El mundo exterior no comprende, y cada vez se esfuerza menos por aceptar, la figura de un hombre al que no pocos ven como un "semidios". El "Santo Padre". Las agresiones externas son contínuas. Pero "entran dentro del sueldo". Duelen más, y tardan más en cicatrizar, los ataques desde el interior de la Iglesia, en especial entre los que se supone son los más íntimos colaboradores del Pontífice.
Benedicto XVI acaba de escribir la que probablemente sea la carta más personal, y dolorida, de su vida. Dentro de la Iglesia "se muerde y se devora", ha dicho el Papa. Recuerda, y mucho, el momento que estamos viviendo, a aquella escena (1523) en la que Adriano VI, el Papa que pudo parar el Cisma luterano, se encuentra en sus aposentos, con la sola luz de una vela, inmerso en sus pensamientos. La práctica totalidad de los cardenales ha abandonado Roma por la peste, y traman desde fuera la caída del Pontífice.
Cinco siglos después, por desventura, continúan existiendo clanes: antes fueron los Borgia o los Médici, ahora... Y también, como hace quinientos años, el Papa se encuentra bajo la luz de un candil, tentado de apagar el fuego con la palma de su mano. Sufrimiento y soledad. Muy propios de la Pasión que a punto estamos de rememorar. El Papa se siente solo. Y muchos deberían preguntarse por qué.
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