Asunción 1. María en el cielo, un dogma de vida

Para gran parte del pueblo católica, ésta es con la Inmaculada la fiesta de María. La Inmaculada marca el comienzo de su historia, la Asunción la Meta. Entre ambos términos queda el transcurso de su vida, que ha sido lo más importante, al lado de la vida de Jesús.

Este “dogma” de la Asunción se inscribe en el misterio de la Resurrección de Jesús, abierta a todos los creyentes, es decir, a todos aquellos que la aceptan. En la conciencia de la Iglesia Católica, María, su madre, ha sido la primera que ha resucitado con él (no en sentido cronológico, sino en sentido humano).

En esa línea, lo que se dice de María puede aplicarse de algún modo a todos los cr que nacen de Dios como personas (llamados a la Vida) para culminar (por un tipo de Asunción de cada uno)..

Significativamente, en esta fiesta de la Asunción de María la Iglesia proclama el evangelio de Magníficat, que no trata de la vida de María en el cielo, sino de la exigencia de transformación de los hombres en la tierra:

¡Derriba del trono a los potentados, eleva a los oprimidos,
a los hambrientos los colma de bienes, a los ricos los despide vacíos…


De ese Evangelio de la Asunción (de María en la tierra) trataré mañana. Hoy quiero comentar el sentido más teológico de esta fiesta, tomando como base los apuntes que he tomado para escribir el libro de Santa María de la Carne al que ayer aludí. Buena fiesta a todos.

(Imagen: Imagen 1. Grabado de María que me firmó Pedro García Lema (1906-1988), artista místico, gallego de origen, muerto en New York, tras una de nuestras conversaciones sobre el símbolo cósmico de María, hacia el año 1982, que dejé en el Convento de la Merced; al final otra pintura suya, que también me dedicó, recordando conversaciones amistosas sobre Dios y el Arte)


UN DOGMA ANTROPOLÓGICO, UN DOGMA DE MARÍA

Éste es como el de la Inmaculada un dogma antropológico, que nos permite entender la culminación de María, como definió para la Iglesia católica, en lenguaje de su tiempo, el Papa Pío XII, el año 1950:

Pronunciamos, declaramos y definimos que la Inmaculada Padre de Dios, la Siempre Virgen María, cumplido el transcurso de su vida terrestre, fue elevada (Asunta) en cuerpo y alma a la gloria celeste (Denzinger-Schönmetzer 3903).

De esa forma se completa y culmina el paralelo entre María y Jesús (en contraposición al formado por Eva y Adán), al que aludieron ya algunos antiguos Padres de la Iglesia, como Justino e Ireneo. De esa forma aplica a María el don y experiencia pascual de Jesús, algo que en principio no se afirma sólo de ella sino de todos los creyentes, y en el fondo de todos los hombres “salvados”, según el evangelio:

‒ Éste es un dogma pascual. El dogma de la Inmaculada insistía en el nacimiento sin pecado de María. Este nuevo dogma la vincula a la pascua: Resurrección y Ascensión al “cielo”. La declaración no dice cómo murió en sentido externo, de tal forma que algunos han podido afirmar que no murió, sino que fue arrebatada directamente a la Gloria del Cristo, como 1 Tes 4, 17 supone para los justos de la última generación, es decir, de la de Pablo. Pero ése es un tema secundario (aunque en otro tiempo haya sido muy discutido). De un modo u otro, María ha culminado su camino, siendo acogida con Cristo, y así se dice que ha sido asumida (Asunción) y no que se ha elevado por sí misma como Cristo (Ascensión), para destacar su condición de criatura. La iglesia sabe que ella ha culminado su camino, alcanzando así la gloria mesiánica de Dios.

‒ Éste es, también, un dogma anti-helenista, es decir, contrario a un espiritualismo que dividen al hombre, diciendo que en la muerte "el cuerpo vuelve al polvo y el alma vuela al cielo". En contra de eso, María ha vinculado en su vida cuerpo y alma, lo mismo que Jesús, Logos de Dios, de quien se dice que es carne (Jn 1, 14). María es carne, es decir, una vida histórica concreta, que ha nacido por gracia (Inmaculada) y que gratuitamente culmina su existencia, en manos de Dios, con Jesús. La tendencia helenista, dominante en la iglesia, ha venido afirmando que el alma de los justos sube al cielo tras la muerte, pero que el cuerpo tiene que esperar hasta el momento de la resurrección final. En contra eso, abriendo un camino nuevo de experiencia antropológica y de comunión pascual, este dogma afirma que María ha culminado ya su vida en Dios, por medio de Jesús, en cuerpo y alma, es decir, como carne personal, persona histórica. De esta forma, la mariología nos sitúa en el centro del misterio cristiano, sin separación de cuerpo y alma.

‒ Éste es un dogma abierto a la simbología teológica, como ha destacado la tradición de la iglesia en la escena de la "Coronación de María como reina del cielo y de la tierra". Evidentemente, se trata de una imagen, pero es muy significativa: María es recibida en el misterio de la Trinidad de manera que el Padre y el Hijo unidos la coronan con el Espíritu Santo (que puede aparecer en forma de paloma). De esa manera, ella que es humanidad, persona de este mundo, queda integrada en el misterio de Dios, pero no en nombre propio, sino en nombre y en lugar del conjunto de la historia humana.

Esta definición mariana de la Asunción ha completado el ciclo de las definiciones antropológicas marianas. El dogma de la Inmaculada suponía que Dios ha dirigido de manera personal el nacimiento y despliegue de María. El dogma de la asunción añade, de manera consecuente, que Dios mismo ha querido recibirla (en la pascua de Cristo) tras la muerte.

Según eso, María no ha sido un alma que ha descendido de la altura inmortal, sino una persona histórica, y de esa forma se ha venido realizando a lo largo de un tiempo concreto, que va del nacimiento hasta la muerte. De Dios ha nacido, naciendo de otros hombres y mujeres (de sus padres); en diálogo con Dios y con su entorno (especialmente con Jesús) ha realizado su vida, llegando a ser plenamente en su muerte, que no ha sido una vuelta a la nada, sino una plenitud personal, una apertura en manos de Dios, con Jesucristo:

‒ Jesús ha resucitado como un hombre, como mesías de la nueva humanidad reconciliada, culminando así su camino de Hijo de Dios, condenado por los hombres, pero vivificado por su Padre, que le acoge y transfigura, haciéndose así principio y centro de nueva humanidad reconciliada, mesiánica.

‒ María ha muerto también: ha entregado su existencia en Dios, y Dios le ha recibido en la gloria de su mismo Hijo Jesucristo, en el Espíritu. Así podemos afirmar, en lenguaje simbólico, que ella es la primera de los hombres ya resucitados en el Cristo, la primera (¡no la única!) de aquellos que culminan su camino personal, siendo así recibidos (¡culminados!) dentro del triunfo pascual de Jesús, Hijo de Dios.

El texto ya citado de la definición de 1950 presenta este misterio con palabras teológicas de entonces. Por un lado, para no adentrarse en controversias de carácter teológico, ha evitado hablar de la muerte de María, diciendo «cumplido el curso de su vida terrestre fue asunta...». Por otro lado emplea categorías de alma y cuerpo, para señalar de esa manera el sentido total, abarcador, de la asunción de María; ella culmina en Dios del todo (en alma y cuerpo) y no sólo en un aspecto separado o parcial de su existencia.

Este uso teológico está determinado por una tradición católica que emplea los conceptos de alma y cuerpo en relación a la persona y vida del cristiano: el hombre «es alma», es decir, un ser viviente espiritual, distinto de la pura materia; el hombre «es cuerpo», ser del mundo que se encuentra integrado en el proceso vital y material del cosmos. Esos conceptos se han solido emplear de muchas formas, aunque en términos normales han tendido a interpretarse de manera disociada: muchos han visto al hombre como un alma inmortal unida por un tiempo al cuerpo. Por la muerte cesa es unidad y el alma sube al cielo, por los méritos de Cristo, si es que ha sido justa sobre el mundo, mientras el cuerpo se corrompe sobre el mundo hasta la resurrección final. Así se podría decir que sólo María está en el cielo en cuerpo y alma.


TIEMPO DE MARÍA, EL FUTURO DE LA HISTORIA.

Al afirmar que María «ha sido asunta» (asumida, elevada) en la gloria de los cielos tras la muerte, este dogma supone que ella ha entrado en el tiempo pascual de la resurrección de los muertos; ella no es Dios ni tiene eternidad, pero ha recibido en Cristo la forma de existencia plena, como persona ya plenamente realizada. El tiempo no discurre para ella como sobre el mundo, en un camino que avanza sin cesar entre principio (nacimiento) y muerte, sino que se ha cumplido y, de esa forma, integrándose en el Cristo, ella participa de la nueva creación que es la plenitud de Dios para los hombres. En esa línea podemos distinguir tres tipos de «tiempo», si es que puede emplearse en cada caso esa palabra:

‒ Hay un tiempo eterno que es propio de Dios, como amor originario, encuentro de vida sin fin, en forma de Trinidad, antes de la creación y de la historia de los hombres, pero en el fondo de ella. Estrictamente hablando, este es un tiempo “abstracto”, pues de hecho, en la historia de la salvación, Dios se hace tiempo pascual (de plena encarnación) para los hombres.

‒ Hay un tiempo histórico, propio de la vida de los hombres en el mundo, como proceso que discurre del nacimiento hasta la muerte. También este tiempo es “abstracto”, pues los hombres no quedan encerrados en su propio tiempo, sino que se abren en Cristo al tiempo pascual de Dios (a no ser que escojan ellos mismos la muerte).

‒ Hay finalmente un tiempo pascual, que es la plenitud de Dios para los hombres, como unión de los tiempos precedentes; éste es el tiempo propio de Jesús resucitado (en cuanto humano) y de aquellos que acogen su camino y participan de su reino. Es el tiempo de María asunta al cielo.

El tiempo pascual es participación del tiempo eterno, si es que vale esa palabra: los salvados se introducen, siendo creaturas, en el ámbito fundante del misterio, en el campo del amor donde se encuentran y se abrazan el Padre con el Hijo en el Espíritu, por medio de Jesús resucitado. En este aspecto, toda salvación ha de entenderse como «participación trinitaria»: nos unimos a Jesús y desde el fondo de su vida filial, por medio del Espíritu, gozamos de la misma Vida pascual de Dios. Pero, al mismo tiempo, en otro sentido, el tiempo pascual es cumplimiento de la historia. Quizá pudiéramos llamarle «tiempo histórico cumplido», ya ratificado. Por eso, los salvados (o resucitados) son los mismos que han vivido sobre el mundo, pero ya no mueren, sino que comparten con Jesús el tiempo de la resurrección .

En ese sentido decimos que María ha resucitado de los muertos (de la muerte) y de esa forma ha culminado su camino personal, siendo acogida por Dios en la vida y victoria de su Hijo Jesucristo; por eso permanece (vive) desde ahora para siempre, en el tiempo de la pascua, como signo y principio de la nueva humanidad. Pero, al mismo tiempo, acompaña a los hombres que se mantienen todavía en el tiempo de la historia. En su Asunción intervienen, según eso, dos aspectos o niveles que debemos distinguir con cuidado.

‒ María ha muerto: ha culminado su camino y ha entregado vida y alma (o alma y cuerpo) en manos de Dios Padre. De esa forma acaba y ratifica el camino que había comenzado en la “concepción inmaculada” y que se había centrado en un «fiat» (hágase y hagamos) a lo largo de toda su vida.

‒ Dios la ha resucitado, transfigurando su existencia, ofreciéndole el «nuevo nacimiento» en Cristo. Ella no es la redentora (¡no es la resurrección de los muertos! Cf. Jn 11, 25), de manera que no puede presentarse como salvadora (no es el Mesías). Pero por la gracia de Dios, expresada por su Hijo Jesucristo, podemos afirmar que ella ha resucitad, que está Asunta ya en los cielos.

En ella se realizan, de manera ejemplar y fundacional, los aspectos básicos de la «antropología básica» cristiana, tal como fue descrita por de J. Ratzinger en un texto muy significativo:

La idea de inmortalidad expresada en la Biblia con la palabra resurrección indica la inmortalidad de la «persona», del hombre. Se trata de una inmortalidad dialogal (resurrección), es decir, la inmortalidad no nace simplemente de la evidencia de no-poder-morir sino del acto salvador del que ama y tiene poder para realizarlo... El amor pide eternidad, el amor de Dios no sólo la pide, sino que la da y lo es... Mediante la resurrección, la forma bíblica de inmortalidad ofrece una concepción completamente humana y dialógica de la inmortalidad: la persona, lo esencial al hombre, permanece; lo que ha madurado en la existencia terrena de la espiritualidad corporal y de la corporeidad espiritual permanece, de un modo distinto. Permanece porque vive en el recuerdo de Dios. Porque el hombre es quien vive y no el alma separada, el elemento co-humano pertenece al futuro; por eso, el futuro de cada uno de los hombres se realizará plenamente cuando llegue a término el futuro de la humanidad... La resurrección de la carne es la resurrección de las personas (Leiber) no de los cuerpos (Körper)... Pablo no enseña la resurrección de los cuerpos sino de las personas. Esto no se realiza en el retorno del «cuerpo carnal», es decir, del sujeto biológico, cosa según Pablo imposible («la corrupción no heredará la incorrupción») sino en la diversidad de la vida de la resurrección, cuyo modelo es el Señor resucitado .


Parece que J. Ratzinger cambió después su manera de enfocar el tema , pero su perspectiva anterior era coherente y refleja una experiencia básica cristiana que resulta muy valiosa para comprender el sentido de la Asunción de María. A partir de ella podemos condensar los dos aspectos de ese dogma, en clave de resurrección cristiana y de realización personal.

‒ La Asunción debe entenderse como resurrección, en el sentido que mostraba J. Ratzinger. María ha vivido en un constante diálogo de amor con Dios y tras la muerte (por la muerte) ese diálogo ha quedado culminado: Dios asume en su misterio de Vida la persona y vida de María por el Cristo, en la gracia del Espíritu; de esa forma ratifica su camino, comenzando a realizar en ella (María “asunta al cielo”) el mundo nuevo del Reino proclamado a través del evangelio.

‒ La Asunción ha de entenderse como culminación personal de María. En los momentos anteriores, ella se estaba realizando, no había llegado aún a su meta. Con la muerte ha culminado su camino: Ella se ha entregado en Dios y Dios ha recibido, en el camino y meta pascual de Jesucristo, toda la trayectoria de su vida a fin de culminarla. Por eso, lo que resucita es «la persona» de María, todo lo que ella ha sido, todo lo que ha ido realizando. No sube al “cielo” el alma «separada» del cuerpo o de los restantes hombres y mujeres de la historia, sino toda su persona, con aquellos que asumen su mismo camino.

Así culmina nuestra visión de los dogmas "católicos" de la Inmaculada y Asunción. Son dogmas que no han recibido, por ahora, el consenso de todas las iglesias, quizá porque nosotros (los católicos) no hemos sabido presentarlos, quizá porque otros (protestantes…) no ven fácil la manera de integrarlos en su visión de conjunto del misterio. Personalmente, pienso que son muy valiosos y que pueden ayudarnos a entender la historia y realidad (la plenitud) del hombre sobre el mundo, pero no pueden imponerse, ni ponerse en el centro de atención de todos los creyentes, especialmente en el diálogo ecuménico.

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