Beato Juan Pablo II (1920–2005), un Papa que hablaba mucho de Dios

El 13 de enero ofrecí en este blog un juicio sobre la beatificación rápida de Juan Pablo II, como acaba de recoger Deia, periódico de Bilbao, en su edición del 24 de este mes.

No quiero volver sobre el tema, sino aportar algo positivo sobre el pensamiento del beato Wojtyla,en su larguísima reflexión y enseñanza sobre Dios. Antes de que fuera Papa (1878), yo había leído su libro sobre Juan de la Cruz (BAC) y su ensayo sobre Amor y Responsabilidad (FAX). A unos meses de su elección nos pidieron desde "arriba", en la Universidad Pontificia de Salamanca, una opinión crítica sobre su figura. Yo estudié su filosofía, en un texto que ha circulado por diversas manos, aunque no ha sido publicado (y parece que ya no es tiempo de hacerlo).

Por mi labor escolar, he debido trabajar más tarde sobre la visión de Dios de Wotyjla como Papa,y es eso lo que hoy quiero presentar a mis lectores:, un resumen de lo mucho que Juan Pablo II ha escrito y hablado sobre Dios. Será un post extenso. Podrá servir a los que quieren conocer de un modo esquemático la visión que este papa, ahora beato, tenía sobre Dios. Quien no quiera seguir con el tema déjelo ya aquí (o acuda al libro donde publiqué el tema: Enquiridion Trinitario, Sec. Trinitario, Salamanca 2005)

Introducción

Juan Pablo II fue profesor de filosofía en la Universidad de Lublin (Polonia) y estudió teología en Roma; fue nombrado obispo el año 1958 y Papa el 1978, eligiendo el nombre de Juan Pablo II. Es uno de los personajes más significativos de la segunda mitad del siglo XX y de principios del siglo XXI. Su estilo de pensar y actuar ha marcado de forma poderosa la vida de la iglesia.

Sus aportaciones sobre la Trinidad y el misterio de Dios son innumerables, dentro de una vasta obra que, contando sus discursos en público, sus encíclicas, exhortaciones y cartas, con otros textos más ocasionales, ocupan ya más de noventa mil páginas. Recojo aquí sólo unos pasajes centrales de sus encíclicas programáticas, una sobre el Padre, otra sobre el Hijo y otra sobre el Espíritu Santo, con otra sobre la misión del Redentor. Ofrezco después el número central del Orientale Lumen, donde Juan Pablo II reconoce y asume la riqueza del patrimonio trinitario de las iglesias orientales, para evocar, finalmente, algunos pasajes centrales de la Carta Apostólica Tertio Millenio Adveniente, sobre la preparación trinitaria para el Jubileo del año 2000.

Los Insegnamenti di Giovanni Paolo II, Città del Vaticano 1978ss, incluían, sólo hasta el año 1998, 21 volúmenes, en 45 tomos, por un total de casi 75.000 páginas. Una primera aproximación al tema trinitario en. J. M. DE MIGUEL (ed.), Juan Pablo II. El Padre de las misericordias y el Espíritu de Jesús, Secretariado Trinitario, Salamanca 1982; AAVV, La teología trinitaria de Juan Pablo II, STrin, Salamanca, 1988. JUAN PABLO II ha publicado muchos discursos y catequesis de tipo trinitario. Texto on line: ttp://www.trinitas.info/Italiano/BibliotecaTrin/aCateGPII.htm . www.mercaba.org/FICHAS/TRINIDAD/ diez_catequesis_de_juan_pablo_ii.htm.
www.mercaba.org/LIDERES/02_TRINIDAD.htm



Dives en Misericordia (Rico en misericordia, 1980)

El motivo quizá más importante del pontificado de Juan Pablo II ha sido la misericordia de Dios, entendida de forma inmanente (como atributo eterno) y también en perspectiva económica (como principio de un programa social que se expresa en de libertad, justicia y concordia entre los pueblos.


(Dios Misericordia). (2) Dios, que "habita una luz inaccesible" (1 Tim 6, 16), habla a la vez al hombre con el lenguaje de todo el cosmos: "en efecto, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras" (Rom 1, 20). Este conocimiento indirecto e imperfecto, obra del entendimiento que busca a Dios por medio de las criaturas a través del mundo visible, no es aún "visión del Padre". "A Dios nadie lo ha visto" (Jn 1, 18), escribe San Juan para dar mayor relieve a la verdad, según la cual "precisamente el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer". Esta "revelación" manifiesta a Dios en el insondable misterio de su ser -uno y trino- rodeado de "luz inaccesible" (1 Tim 6, 16). No obstante, mediante esta "revelación" de Cristo conocemos a Dios, sobre todo en su relación de amor hacia el hombre: en su "filantropía" (Tit 3, 4).

Es justamente ahí donde "sus perfecciones invisibles" se hacen de modo especial "visibles", incomparablemente más visibles que a través de todas las demás "obras realizadas por él": tales perfecciones se hacen visibles en Cristo y por Cristo, a través de sus acciones y palabras y, finalmente, mediante su muerte en la cruz y su resurrección... De este modo en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia, esto es, se pone de relieve el atributo de la divinidad, que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió como "misericordia". Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente "visible" como Padre "rico en misericordia" (Ef 2, 4).

(Un mundo sin misericordia). La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de "misericordia" parecen producir una cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado (cf. Gen 1, 28). Tal dominio sobre la tierra, entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la misericordia. A este respecto, podemos sin embargo recurrir de manera provechosa a la imagen "de la condición del hombre en el mundo contemporáneo", tal cual es delineada al comienzo de la Constitución Gaudium et Spes. Entre otras, leemos allí las siguientes frases: "De esta forma, el mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y lo peor, pues tiene abierto el camino para optar por la libertad y la esclavitud, entre el progreso y el retroceso, entre la fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado, y que pueden aplastarle o salvarle" (Vaticano II, Gaudium et Spes 9).

(Dios, Padre de misericordia: misericordia trinitaria). Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios como "Padre de la misericordia" (2 Cor 1, 13), nos permite "verlo" especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad. Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo, muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios. Ellos son ciertamente impulsados a hacerlo por Cristo mismo, el cual, mediante su Espíritu, actúa en lo íntimo de los corazones humanos. En efecto, revelado por Él, el misterio de Dios "Padre de la misericordia" constituye, en el contexto de las actuales amenazas contra el hombre, como una llamada singular dirigida a la Iglesia... En efecto, la revelación y la fe nos enseñan no tanto a meditar en abstracto el misterio de Dios, como "Padre de la misericordia", cuanto a recurrir a esta misma misericordia en el nombre de Cristo y en unión con El. ¿No ha dicho quizá Cristo que nuestro Padre, que "ve en secreto", espera, se diría que continuamente, que nosotros, recurriendo a Él en toda necesidad, escrutemos cada vez más su misterio: el misterio del Padre y de su amor?.

(Edición impresa: BAC, Madrid 1998; San Pablo, Madrid 1998
Edición virtual en http://www.elvaticano.org/ (encíclica) http://enete.gui.uva.es/~cuenca/enciclic/divesinm.htm).


Redemptor Hominis (Redentor del hombre, 1979)


Fue la primera encíclica de Juan Pablo II y su tema (Cristo redentor) ha seguido siendo uno de los motivos básicos de pontificado: el hombre necesita ser redimido y sólo existe un camino para ello: la gracia redentora de Cristo. Algunos piensan que el Papa tiene una visión hondamente pesimista de los hombres que, dejados en manos de sus propias fuerzas, son capaces de destruirse a sí mismos. Pero más fuerte que ese pesimismo es para el Papa la esperanza de la gracia, expresada en Cristo, Hijo de Dios.



8. (Jesús, revelación de Dios) ¡Redentor del mundo! En Él se ha revelado de un modo nuevo y más admirable la verdad fundamental sobre la creación que testimonio el Libro del Génesis cuando repite varias veces: "Y vio Dios que era bueno" (Gen 1). El bien tiene su fuente en la Sabiduría y en el Amor. En Jesucristo, el mundo visible, creado por Dios para el hombre – el mundo que, entrando el pecado, está sujeto a la vanidad –, adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del Amor. En efecto, "amó Dios tanto al mundo, que le dio su Hijo unigénito" (Jn 3, 16). Así como en el hombre-Adán este vínculo quedó roto, así en el Hombre-Cristo ha quedado unido de nuevo. ¿Es posible que no nos convenzan a nosotros, hombres del siglo XX, las palabras del Apóstol de las gentes, pronunciadas con arrebatadora elocuencia, acerca de la "creación entera que hasta ahora gime y sufre dolores de parto" y "está esperando la manifestación de los hijos de Dios", acerca de la creación que está sujeta a la vanidad? (cf. Rom 8, 22-23).

El inmenso progreso, jamás conocido, que se ha verificado particularmente durante este nuestro siglo, en el campo del dominio del mundo por parte del hombre, ¿no revela quizá él mismo, y por lo demás en un grado jamás antes alcanzado, esa multiforme sumisión "a la vanidad"? Baste recordar aquí algunos fenómenos como la amenaza de contaminación del ambiente natural en los lugares de rápida industrialización, o también los conflictos armados que estallan y se repiten continuamente, o las perspectivas de autodestrucción a través del uso de las armas atómicas: el hidrógeno, el neutrón y similares, o la falta de respeto a la vida de los no-nacidos. El mundo de la nueva época, el mundo de los vuelos cósmicos, el mundo de las conquistas científicas y técnicas, jamás logradas anteriormente, ¿no es al mismo tiempo un mundo que "gime y sufre" y "está esperando la manifestación de los hijos de Dios"?.

(Jesús, redentor de los hombres). El Concilio Vaticano II, en su análisis penetrante "del mundo contemporáneo", llegaba al punto más importante del mundo visible: el hombre bajando -como Cristo- a lo profundo de las conciencias humanas, tocando el misterio interior del hombre, que en el lenguaje bíblico, y no bíblico también, se expresa con la palabra "corazón". Cristo, Redentor del mundo, es Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su "corazón". Justamente, pues, enseña el Concilio Vaticano II: "En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rom 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación"... El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con el hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado". (Gaudium et Spes 22) ¡Él, el Redentor del hombre!
(Edición virtual en http://www.elvaticano.org/; http://enete.gui.uva.es/~cuenca/enciclic/divesinm.htm.
Edición impresa: San Pablo, Madrid 1996)

Dominum et Vivificantem (Señor y Vivificador, 1986)


Es teológicamente la encíclica más audaz y más rica de Juan Pablo II, tanto en plano ecuménico (de acercamiento a la Iglesia Ortodoxa), como de búsqueda del constitutivo personal del Espíritu Santo dentro de la Trinidad. Puede compararse con la de León XIII, Divinum illud munus, 1897, que hemos presentado en cap. 7, num 56. Esta la encíclica donde más se ha destacado el tema de la comunión de Dios y donde aparece con más fuerza el motivo de la Persona del Espíritu entendida en clave de persona-amor.


7. (Jesús y el Espíritu) Entre el Espíritu Santo y Cristo subsiste, pues, en la economía de la salvación una relación íntima por la cual el Espíritu actúa en la historia del hombre como «otro Paráclito» (cf. Jn 14, 16), asegurando de modo permanente la trasmisión y la irradiación de la Buena Nueva revelada por Jesús de Nazaret. Por esto, resplandece la gloria de Cristo en el Espíritu Santo-Paráclito, que en el misterio y en la actividad de la Iglesia continúa incesantemente la presencia histórica del Redentor sobre la tierra y su obra salvífica, como lo atestiguan las siguientes palabras de Juan: « El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros ».

8. (Personas trinitarias). Una característica del texto joánico es que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son llamados claramente Personas; la primera es distinta de la segunda y de la tercera, y éstas también lo son entre sí. Jesús habla del Espíritu Paráclito usando varias veces el pronombre personal «él»; y al mismo tiempo, en todo el discurso de despedida, descubre los lazos que unen recíprocamente al Padre, al Hijo y al Paráclito. Por tanto, «el Espíritu... procede del Padre» (Jn 15, 26) y el Padre «dará» el Espíritu (Jn 14, 16). El Padre «enviará» el Espíritu en nombre del Hijo, el Espíritu «dará testimonio» del Hijo (Jn 14, 26; 15, 26) El Hijo pide al Padre que envíe el Espíritu Paráclito, (Jn 14, 16) pero afirma y promete, además, en relación con su «partida» a través de la Cruz: «Si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Así pues, el Padre envía el Espíritu Santo con el poder de su paternidad, igual que ha enviado al Hijo (cf. Jn 3, 16s), y al mismo tiempo lo envía con la fuerza de la redención realizada por Cristo; en este sentido el Espíritu Santo es enviado también por el Hijo: «os lo enviaré». Conviene notar aquí que si todas las demás promesas hechas en el Cenáculo anunciaban la venida del Espíritu Santo después de la partida de Cristo, la contenida en el texto de Juan comprende y subraya claramente también la relación de interdependencia, que se podría llamar causal, entre la manifestación de ambos: « Pero si me voy, os le enviaré ». El Espíritu Santo vendrá cuando Cristo se haya ido por medio de la Cruz; vendrá no sólo después, sino como causa de la redención realizada por Cristo, por voluntad y obra del Padre.

9. (Revelación trinitaria). Así, en el discurso pascual de despedida se llega --puede decirse-- al culmen de la revelación trinitaria. Al mismo tiempo, nos encontramos ante unos acontecimientos definitivos y unas palabras supremas, que al final se traducirán en el gran mandato misional dirigido a los apóstoles y, por medio de ellos, a la Iglesia: « Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes », mandato que encierra, en cierto modo, la fórmula trinitaria del bautismo: «bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). Esta fórmula refleja el misterio íntimo de Dios y de su vida divina, que es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, divina unidad de la Trinidad. Se puede leer este discurso como una preparación especial a esta fórmula trinitaria, en la que se expresa la fuerza vivificadora del Sacramento que obra la participación en la vida de Dios uno y trino, porque da al hombre la gracia santificante como don sobrenatural. Por medio de ella éste es llamado y hecho «capaz» de participar en la inescrutable vida de Dios.

10. (Identidad del Espíritu Santo). Dios, en su vida íntima, «es amor» (1 Jn 4, 8. 16) amor esencial, común a las tres Personas divinas. EL Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto «sondea hasta las profundidades de Dios», (1 Cor 2, 10) como Amor-don increado. Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios «existe» como don. El Espíritu Santo es pues la expresión personal de esta donación, de este ser-amor (cf. Santo Tomás, S. Th. 1ª, q. 37-38). Es Persona-amor. Es Persona-don. Tenemos aquí una riqueza insondable de la realidad y una profundización inefable del concepto de persona en Dios, que solamente conocemos por la Revelación. Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación. Como escribe el apóstol
(Edición impresa: PPC, Madrid 1986. Virtual: http://www.elvaticano.org/)


Redemptoris Missio. Una misión redentora (1991).


Encíclica programática sobre la misión de la iglesia. Es muy valiosa su estructura trinitaria, por Cristo, en el Espíritu, como indicarán los números siguientes que citamos. Plantea la temática moderna de la relación entre misión cristiana y el diálogo de religiones, temática que deja abierta para la aportación y discusión de los diversos organismos vaticanos, como veremos en los números siguientes de este Enquiridion, en este mismo capítulo (núms. 63-65) y de un modo especial en el capitulo 14, con discusión teológica más detallada. Nos parece importante la forma en que el Papa pone de relieve la relación entre la Trinidad divina y la Universalidad de la misión cristiana. Pablo VI (Evangelii nuntiandi) había presentado ya el tema de la evangelización, en línea de liberación integral humana, pero sin acentuar de manera tan intensa los motivos trinitarios (cf. cap. 9, num. 73 de este Enquiridion). Juan Pablo II ha querido mantener las directrices de Pablo VI, pero ha marcado de un modo distintos los acentos y las prioridades: más que la liberación humana le importa la salvación religiosa, entendida en perspectiva trinitaria.


(Ocasión y tema). 2. A los veinticinco años de la clausura del Concilio y de la publicación del Decreto sobre actividad misionera Ad gentes y a los quince de la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi del Papa Pablo VI, quiero invitar a la Iglesia a un renovado compromiso misionero, siguiendo al respecto el Magisterio de mis predecesores. El presente Documento se propone una finalidad interna: la renovación de la fe y de la vida cristiana. En efecto, la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! La nueva evangelización de los pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la misión universal. Pero lo que más me mueve a proclamar la urgencia de la evangelización misionera es que ésta constituye el primer servicio que la Iglesia puede prestar a cada hombre y a la humanidad entera en el mundo actual, el cual está conociendo grandes conquistas, pero parece haber perdido el sentido de las realidades últimas y de la misma existencia (Juan Pablo II, Redemptor hominis).

(Mediación universal de Cristo y Trinidad). 5. Remontándonos a los orígenes de la Iglesia, vemos afirmado claramente que Cristo es el único Salvador de la humanidad, el único en condiciones de revelar a Dios y de guiar hacia Dios. A las autoridades religiosas judías que interrogan a los Apóstoles sobre la curación del tullido realizada por Pedro, éste responde: "Por el nombre de Jesucristo, el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se presenta éste aquí sano delante de vosotros... Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hech 4, 10. 12)... Esta afirmación, dirigida al Sanedrín, asume un valor universal, ya que para todos -judíos y gentiles-l a salvación no puede venir más que de Jesucristo. La universalidad de esta salvación en Cristo es afirmada en todo el Nuevo Testamento. San Pablo reconoce en Cristo resucitado al Señor: "Pues – escribe él – aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo, bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros" (l Cor 8, 5-6). Se confiesa a un único Dios y a un único Señor en contraste con la multitud de "dioses" y "señores" que el pueblo admitía. Pablo reacciona contra el politeísmo del ambiente religioso de su tiempo y pone de relieve la característica de la fe cristiana: fe en un solo Dios y en un solo Señor, enviado por Dios.

En el Evangelio de San Juan esta universalidad salvífica de Cristo abarca los aspectos de su misión de gracia, de verdad y de revelación: "La Palabra es la luz verdadera que ilumina a todo hombre" (cf. Jn 1, 9). Y añade: "A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado" (Jn 1, 18; cf. Mt 11, 27). La revelación de Dios se hace definitiva y completa por medio de su Hijo unigénito: "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos" (Heb 1, 1-2; cfr Jn 14, 6). En esta Palabra definitiva de su revelación, Dios se ha dado a conocer del modo más completo; ha dicho a la humanidad quién es. Esta autorrevelación definitiva de Dios es el motivo fundamental por el que la Iglesia es misionera por naturaleza. Ella no puede dejar de proclamar el Evangelio, es decir, la plenitud de la verdad que Dios nos ha dado a conocer sobre sí mismo.

Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres: "Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Éste es el testimonio dado en el tiempo oportuno, y de este testimonio – digo la verdad, no miento– yo he sido constituido heraldo y apóstol, maestro de los gentiles en la fe y en la verdad" (I Tim 2, 5-7; cf. Heb 4, 14-16). Los hombres, pues, no pueden entrar en comunión con Dios, si no es por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu. Esta mediación suya única y universal, lejos de ser obstáculo en el camino hacia Dios, es la vía establecida por Dios mismo, y de ello Cristo tiene plena conciencia. Aun cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, éstas sin embargo cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias.

6. Es contrario a la fe cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y Jesucristo. San Juan afirma claramente que el Verbo, que "estaba en el principio con Dios", es el mismo que "se hizo carne" (Jn 1, 2.14). Jesús es el Verbo encarnado, una sola persona e inseparable: no se puede separar a Jesús de Cristo, ni hablar de un "Jesús de la historia", que sería distinto del "Cristo de la fe". La Iglesia conoce y confiesa a Jesús como "el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). Cristo no es sino Jesús de Nazaret, y éste es el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos. En Cristo "reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2, 9) y "de su plenitud hemos recibido todos" (Jn 1, 16). El "Hijo único, que está en el seno del Padre" (Jn 1, 18), es el "Hijo de su amor, en quien tenemos la redención. Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos" (Col 1, 13-14. 19-20). Es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un significado absoluto y universal, por lo cual, mientras está en la historia, es el centro y el fin en la misma vida de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto, el que ama desea darse a sí mismo".

(Espíritu Santo y misión universal. Finalidad trinitaria). 22. Todos los evangelistas, al narrar el encuentro del Resucitado con los Apóstoles, concluyen con el mandato misional: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes. Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 18-20; cfr Mc 16, 15-18; Lc 24, 46-49; Jn 20, 21-23). Este envío es envío en el Espíritu, como aparece claramente en el texto de San Juan: Cristo envía a los suyos al mundo, al igual que el Padre le ha enviado a él y por esto les da el Espíritu. A su vez, Lucas relaciona estrictamente el testimonio que los Apóstoles deberán dar de Cristo con la acción del Espíritu, que les hará capaces de llevar a cabo el mandato recibido.

23. Las diversas formas del "mandato misionero" tienen puntos comunes y también acentuaciones características. Dos elementos, sin embargo, se hallan en todas las versiones. Ante todo, la dimensión universal de la tarea confiada a los Apóstoles: "A todas las gentes" (Mt 28, 19); "por todo el mundo... a toda la creación" (Mc 16, 15); "a todas las naciones" (Hech 1, 8). En segundo lugar, la certeza dada por el Señor de que en esa tarea ellos no estarán solos, sino que recibirán la fuerza y los medios para desarrollar su misión. En esto está la presencia y el poder del Espíritu, y la asistencia de Jesús: "Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos" (Mc 16, 20)... Juan es el único que habla explícitamente de "mandato" – palabra que equivale a "misión"– relacionando directamente la misión que Jesús confía a sus discípulos con la que él mismo ha recibido del Padre: "Como el Padre me envío, también yo os envío" (Jn 20, 21). Jesús dice, dirigiéndose al Padre: "Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo" (Jn 17, 18). Todo el sentido misionero del Evangelio de Juan está expresado en la "oración sacerdotal": "Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3). Fin último de la misión es hacer partícipes de la comunión que existe entre el Padre y el Hijo: los discípulos deben vivir la unidad entre sí, permaneciendo en el Padre y en el Hijo, para que el mundo conozca y crea (cf. Jn 17, 21-23). Es éste un significativo texto misionero que nos hace entender que se es misionero ante todo por lo que se es, en cuanto Iglesia que vive profundamente la unidad en el amor, antes de serlo por lo que se dice o se hace.

(Iglesia y misión. La obra del Espíritu). 24. La misión de la Iglesia, al igual que la de Jesús, es obra de Dios o, como dice a menudo Lucas, obra del Espíritu. Después de la resurrección y ascensión de Jesús, los Apóstoles viven una profunda experiencia que los transforma: Pentecostés. La venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (cf. Hech 1, 8; 2, 17-18), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima. El Espíritu les da la capacidad de testimoniar a Jesús con "toda libertad". Cuando los evangelizadores salen de Jerusalén, el Espíritu asume aún más la función de "guía" tanto en la elección de las personas como de los caminos de la misión. Su acción se manifiesta de modo especial en el impulso dado a la misión que de hecho, según palabras de Cristo, se extiende desde Jerusalén a toda Judea y Samaría, hasta los últimos confines de la tierra. Los Hechos recogen seis síntesis de los "discursos misioneros" dirigidos a los judíos en los comienzos de la Iglesia (cf. Hech 2, 22-39; 3, 12-26; 4, 9-12; 5, 29-32; 10, 34-43; 13, 16-41). Estos discursos-modelo, pronunciados por Pedro y por Pablo, anuncian a Jesús e invitan a la "conversión", es decir, a acoger a Jesús por la fe y a dejarse transformar en él por el Espíritu. Pablo y Bernabé se sienten empujados por el Espíritu hacia los paganos (cf. Hech 13, 46-48), lo cual no sucede sin tensiones y problemas. ¿Cómo deben vivir su fe en Jesús los gentiles convertidos? ¿Están ellos vinculados a las tradiciones judías y a la ley de la circuncisión? En el primer Concilio, que reúne en Jerusalén a miembros de diversas Iglesias, alrededor de los Apóstoles, se toma una decisión reconocida como proveniente del Espíritu: para hacerse cristiano no es necesario que un gentil se someta a la ley judía (Hech 15, 5-11. 28). Desde aquel momento la Iglesia abre sus puertas y se convierte en la casa donde todos pueden entrar y sentirse a gusto, conservando la propia cultura y las propias tradiciones, siempre que no estén en contraste con el Evangelio... Bajo la acción del Espíritu, la fe cristiana se abre decisivamente a las "gentes" y el testimonio de Cristo se extiende a los centros más importantes del Mediterráneo orienta para llegar posteriormente a Roma y al extremo occidente. Es el Espíritu quien impulsa a ir cada vez más lejos, no sólo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente universal.
(Edición virtual, además de : http://www.elvaticano.org,cf.
http://www.conferenciaepiscopal.es/documentos/magisterio%20Juan%20Pablo%20II/enciclicas/redemtoris).


Orientale lumen (Luz trinitaria de Oriente, 1995).

Juan Pablo II, el primer Papa eslavo de la historia católica, se siente especialmente vinculado a la tradición ortodoxa de gran parte de las iglesias eslavas. Por eso ha querido destacar la importancia del legado espiritual de la ortodoxia, que tanta importancia ha dado al misterio de la Trinidad. A juicio del Papa, las tradiciones de oriente y occidente (que hemos estudiado en cap. 5-6 y que volveremos a evocar en línea teológica en cap. 13) son complementarias. Este es, por ahora, el mayor reconocimiento oficial de la Iglesia de Roma a las iglesias hermanas de Oriente, desde la base común del misterio trinitario.


5. «En Oriente y en Occidente se han seguido diversos pasos y métodos en la investigación de la verdad revelada para conocer y confesar lo divino. No hay que admirarse, pues, de que a veces unos hayan captado mejor que otros y expongan con mayor claridad algunos aspectos del misterio revelado, de manera que hay que reconocer que con frecuencia las varias fórmulas teológicas, más que oponerse, se complementan entre sí» Llevando en el corazón las demandas, las aspiraciones y las experiencias a las que he aludido, mi pensamiento se dirige al patrimonio cristiano de Oriente. No pretendo describirlo ni interpretarlo: me pongo a la escucha de las Iglesias de Oriente que sé que son intérpretes vivas del tesoro tradicional conservado por ellas. Al contemplarlo vienen a mi mente elementos de gran significado para una comprensión más plena e íntegra de la experiencia cristiana y, por tanto, para dar una respuesta cristiana más completa a las expectativas de los hombres y las mujeres de hoy. En efecto, con respecto a cualquier otra cultura, el Oriente cristiano desempeña un papel único y privilegiado, por ser el marco originario de la Iglesia primitiva.

La tradición oriental cristiana implica un modo de acoger, comprender y vivir la fe en el Señor Jesús. En este sentido, está muy cerca de la tradición cristiana de Occidente que nace y se alimenta de la misma fe. Con todo, se diferencia también de ella, legítima y admirablemente, puesto que el cristiano oriental tiene un modo propio de sentir y de comprender, y, por tanto, también un modo original de vivir su relación con el Salvador. Quiero aquí acercarme con respeto y reverencia al acto de adoración que expresan esas Iglesias, sin tratar de detenerme en algún punto teológico específico, surgido a lo largo de los siglos en oposición polémica durante el debate entre Occidentales y Orientales. Ya desde sus orígenes, el Oriente cristiano se muestra multiforme en su interior, capaz de asumir los rasgos característicos de cada cultura y con sumo respeto a cada comunidad particular. No podemos por menos de agradecer a Dios, con profunda emoción, la admirable variedad con que nos ha permitido formar, con teselas diversas, un mosaico tan rico y hermoso.

6. Hay algunos rasgos de la tradición espiritual y teológica, comunes a las diversas Iglesias de Oriente, que caracterizan su sensibilidad con respecto a las formas asumidas por la transmisión del Evangelio en las tierras de Occidente. Así los sintetiza el Vaticano II: «Todos conocen también con cuánto amor los cristianos orientales realizan el culto litúrgico, principalmente la celebración eucarística, fuente de la vida de la Iglesia y prenda de la gloria futura, por la cual los fieles, unidos al Obispo, al tener acceso a Dios Padre por medio de su Hijo, el Verbo encarnado, que padeció y fue glorificado, en la efusión del Espíritu Santo, consiguen la comunión con la santísima Trinidad, hechos "partícipes de la naturaleza divina" (2 P 1, 4)». En esos rasgos se perfila la visión oriental del cristiano, cuyo fin es la participación en la naturaleza divina mediante la comunión en el misterio de la santísima Trinidad. Con ellos se delinean la «monarquía» del Padre y la concepción de la salvación según la economía, como la presenta la teología oriental después de san Ireneo de Lión y como se difunde entre los Padres capadocios. La participación en la vida trinitaria se realiza a través de la liturgia y, de modo especial, la Eucaristía, misterio de comunión con el cuerpo glorificado de Cristo, semilla de inmortalidad. En la divinización y sobre todo en los sacramentos la teología oriental atribuye un papel muy particular al Espíritu Santo: por el poder del Espíritu que habita en el hombre la deificación comienza ya en la tierra, la criatura es transfigurada y se inaugura el Reino de Dios.

La enseñanza de los Padres capadocios sobre la divinización ha pasado a la tradición de todas las Iglesias orientales y constituye parte de su patrimonio común. Se puede resumir en el pensamiento ya expresado por san Ireneo al final del siglo II: Dios ha pasado al hombre para que el hombre pase a Dios. Esta teología de la divinización sigue siendo uno de los logros más apreciados por el pensamiento cristiano oriental En este camino de divinización nos preceden aquellos a quienes la gracia y el esfuerzo por la senda del bien hizo «muy semejantes» a Cristo: los mártires y los santos. Y entre éstos ocupa un lugar muy particular la Virgen María, de la que brotó el Vástago de Jesé (cfr. Is 11, 1). Su figura no es sólo la Madre que nos espera sino también la Purísima que – como realización de tantas prefiguraciones veterotestamentarias – es icono de la Iglesia, símbolo y anticipación de la humanidad transfigurada por la gracia, modelo y esperanza segura para cuantos avanzan hacia la Jerusalén del cielo. Aun acentuando fuertemente el realismo trinitario y su implicación en la vida sacramental, el Oriente vincula la fe en la unidad de la naturaleza divina con la inconoscibilidad de la esencia divina. Los Padres orientales afirman siempre que es imposible saber lo que es Dios; sólo se puede saber que Él existe, pues se ha revelado en la historia de la salvación como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Tertio Millenio Adveniente (Trinidad y nuevo milenio, 1994)

Al acercarse el "jubileo del año 2000", Juan Pablo II presentó en la Carta Apostólica Tertio Millenio Adveniente (del 10, del XI de 1994), un ambicioso programa trinitario, que serviría para que los cristianos fueran avanzando por Jesús, en el Espíritu, hacia el Padre, para culminar el cuarto año (año 2000) en el jubileo en sí, expresado en forma trinitaria y eucarística. De esa manera, Juan Pablo II ha querido asumir y desarrollar una antigua tradición según la cual la Trinidad se expresa y despliega en la Celebración cristiana, es decir, en la comunión de fe y de vida (de oración y pan) de los creyentes, en gesto de apertura y comunión hacia todos los hombres. A cada persona de la Trinidad se le dedicará un año especial de oración, estudio y preparación, que culmina en la Eucaristía trinitaria, conforme al esquema que sigue:


(Año 1º: Jesucristo) .40. El primer año, 1997, se dedicará a la reflexión sobre Cristo, Verbo del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo. Es necesario destacar el carácter claramente cristológico del Jubileo, que celebrará la Encarnación y la venida al mundo del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género humano. El tema general, propuesto para este año por muchos Cardenales y Obispos, es: «Jesucristo, único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre» (cf. Hb 13, 8). Entre los contenidos cristológicos propuestos en el Consistorio sobresalen los siguientes: el descubrimiento de Cristo Salvador y Evangelizador, con particular referencia a Lucas 4, donde el tema de Cristo enviado a evangelizar se entrelaza con el del Jubileo; la profundización del misterio de su Encarnación y de su nacimiento del seno virginal de María...

(Año 2º: El Espíritu Santo). 44. El 1998, segundo año de la fase preparatoria, se dedicará de modo particular al Espíritu Santo y a su presencia santificadora dentro de la comunidad de los discípulos de Cristo. «El gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio... tiene una dimensión pneumatológica, ya que el misterio de la Encarnación se realizó por obra del Espíritu Santo. Lo realizó aquel Espíritu que –consustancial al Padre y al Hijo– es, en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia... La Iglesia no puede prepararse al cumplimiento bimilenario «de otro modo, sino es por el Espíritu Santo. Lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia» (Dominum et Vivificantem 51). El Espíritu, de hecho, actualiza en la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares la única Revelación traída por Cristo a los hombres.

(Año 3º: Dios Padre). 49. El 1999, tercer y último año preparatorio, tendrá la función de ampliar los horizontes del creyente según la visión misma de Cristo: la visión del «Padre celestial» (cf. Mt 5, 45), por quien fue enviado y a quien retornará (cf. Jn 16, 28). «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3). Toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicionado por toda criatura humana, y en particular por el «hijo pródigo» (cf. Lc 15, 11-32)... El Jubileo, centrado en la figura de Cristo, llega de este modo a ser un gran acto de alabanza al Padre: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1, 3).

(Año 4º. Trinidad y Eucaristía). 55. Un capítulo particular es la celebración misma del Gran Jubileo (año 2000)... La celebración jubilar actualiza y al mismo tiempo anticipa la meta y el cumplimiento de la vida del cristiano y de la Iglesia en Dios uno y trino. Siendo Cristo el único camino al Padre, para destacar su presencia viva y salvífica en la Iglesia y en el mundo, se celebrará en Roma, con ocasión del Gran Jubileo, el Congreso eucarístico internacional. El Dos mil será un año intensamente eucarístico: en el sacramento de la Eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina. La dimensión ecuménica y universal del Sagrado Jubileo, se podrá evidenciar oportunamente en un significativo encuentro pancristiano...
(Edición impresa en Sígueme, Salamanca 1997. Entre las ediciones virtuales, además www.elvaticano.org es.catholic.net/comunicadorescatolicos/ 246/1912/articulo.php?id=17914 -.
www.ciberiglesia.net/documentos/tma.htm -).
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