Creer en Zaragoza 7-8: No violencia, el riesgo del infierno

He presentado en las dos postales anteriores las seis primera tesis de mi conferencia sobre Dios en los locales de la ASC de Zaragoza.

Hoy expongo las dos últimas que tratan del Dios de la no violencia activa ... y del juicio paradójico (con posible infierno) de Mt 25, 31-46 donde el mismo Dios que nos dice no juzguéis y que nos manda "liberar" de la cárcel/infierno de este mundo a los presuntos culpables (a quienes nunca podemos condenar), parece reservarse el juicio de condena eterna, para mandar a la cárcel del fuego sin fin a los que no responden a su mandamiento y no cumplen su palabra.

Ésta es quizá la paradoja central y de la Biblia. El mismo Dios no juzguéis "parece" que juzga y condena (y quizá de forma "alegre" y generosa) a miles y millones de personas. El Dios que nos pide responder sin violencia a los violentos (poner la otra mejilla, perdonar a los enemigos) aparece en la Biblia muchas veces como un Dios violento, que no sólo manda matar a los cananeos sino que manda al infierno a sus "enemigos".

Es como si Dios estuviera dispensado de cumplir el Sermón de la Montaña. Éste es un tema clave, que he querido plantear en la sede de la ASC (Acción Social Católica). En esa línea se sitúan los temas finales de mi conferencia sobre Dios en Zaragoza:


TESIS VII. NO VIOLENCIA ACTIVA
Creer en Dios significa optar por la creatividad, siguiendo el camino de Jesús crucificado, a través de un compromiso de no violencia que nos puede llevar y lleva hasta la reconciliación definitiva

TESIS VIII. DIOS, ESPERANZA. LA GRAN PARADOJA
Creer supone, finalmente, vivir ya desde ahora en la «substancia» o anticipo de aquello que se espera, en un camino en el que negando a Dios en sus pobres (hambrientos… encarcelados) podemos destruirnos a nosotros mismos


Buen día a todos los amigos y lectores.



TESIS VII. NO VIOLENCIA ACTIVA
Creer en Dios significa optar por la creatividad, siguiendo el camino de Jesús crucificado, a través de un compromiso de no violencia que nos puede llevar y lleva hasta la reconciliación definitiva


En ese sentido, creer en Dios implica crear con él, en un camino que la Biblia ha proclamado en su primera página (Gen 1): Creer significa abrir espacios de vida para que los otros sean, confiando en ellos; creer significa asumir la propia responsabilidad, entregando lo mejor de uno mismo y asumiendo la certeza de que, a través de la propia entrega, puede surgir y surgirá una vida plena de resurrección, como puede verse en la historia de Jesús.

Creer significa crear de un modo gratuito, sin violencia impositiva. Ciertamente, puede haber un tipo de esfuerzo casi violento, de tipo fuerte, que impulsa y anima a los demás, pero sin violentarles físicamente, sin impedir que ellos sean libre. Pero, en general, toda violencia es destructora, y que se muestra en aquellos que intentando destacar oprimen a los otros, poniéndoles a un servicio e impidiéndoles que sean ellos mismos. Quien emplea ese camino engaña a los demás y les destruye, no les hace creadores.

Creer en Dios implica estar abiertos a la reconciliación, por un camino de confianza en los demás y de entrega de la propia vida. Esta fe va en contra de un tipo de espiral de violencia que domina nuestro mundo, con su ley de talión, con su dictadura de los fuertes. Conforme a esa ley de violencia, parece que el hombre sólo puede realizarse cuando busca su propio triunfo egoísta y para ello oprime a los demás; no deja que se expresen, no les deja destacarse y los convierte en servidores de su propio egoísmo.

Estrictamente hablando, ese modelo de triunfo propio exige la negación de los demás: no puedo tolerar que el otro sea, tengo que negarle, suprimirle, dominarle. En esa línea se ha establecido una especie de reinado estructural de la violencia que consiste en impedir que el otro sea, presentándole a manera de chivo emisario o responsable de sus propios males y de los males de los otros. Esta es la violencia que se ha expresado en la condena y muerte de Jesús, a quien los poderes de este mundo (sacerdotes de Jerusalén, soldados de Roma) condenaron a muerte porque su manera de entender a Dios y encarnar su Vida en la vida de los hombres iba en contra de sus intereses.

Pues bien, para superar con Dios esa ley de violencia es preciso optar por la no-violencia activa, dejándose incluso matar, como hizo Jesús. Ciertamente, en un nivel, según ley, los hombres amenazados pueden y deben oponerse a un tipo de violencia, especialmente en defensa de los hombres. Pero, conforme a la palabra más honda del Sermón de la Montaña, no se puede vencer una violencia con otra del mismo tipo, sino subiendo de nivel: “Habéis oído que se ha dicho ojo por ojo, diente por diente, pero yo os digo…” (Mt 5, 38).

Creer en el Dios de Jesucristo significa renunciar a ese tipo de violencia y de venganza, subiendo de nivel y perdonando a los mismos agresores, no para que las cosas sigan igual, sino para cambiarlas desde un plano más alto de vida. En esa línea, debemos afirmar que el Dios de Cristo se revela y triunfa superando ese tipo de violencia de talión (ojo por ojo…).
Jesús no opone su violencia más alta (triunfadora) a la violencia de los otros, no responde con una nueva negación a las antiguas negaciones, sino que ofrece vida (su vida) allí donde le condenan a muerte, y responde con la afirmación de su libertad allí donde rechazan su libertad. Así instaura un proceso de transformación y vida creadora que desborda las fronteras de la muerte y puede condensarse en estos dos momentos:

-- Jesús acepta la violencia en el sentido de que la reconoce; no se evade del infierno de odio que ha ido surgiendo en este mundo, no se esquiva ni busca una salvación puramente interior, dejando ese mundo en manos de la muerte. Por el contrario, él se ha encarnado en esta historia de muerte, ha penetrado hasta la entraña radical de la violencia, conviviendo con enfermos, marginados, oprimidos, muriendo así como un ajusticiado peligroso, precisamente por no haber respondido con violencia a los violentos.

-- Jesús responde a la violencia con un gesto poderoso de amor que crea sin imposiciones. De esa forma, él va ofreciendo conversión (que los hombres puedan cambia de pensamiento), va regala vida, y de esa forma muere en actitud de ofrenda por los otros (superando con su amor la ley de sacrificios que imponía un tipo de religión organizada). Así transmuta de raíz las estructuras de la tierra. Es como si el chivo emisario, cargado con las culpas y pecados de los hombres (cf. Lev 16), volviera del desierto con el peso de pecados que le imponen, ofreciendo a todos su propio amor. De esa forma asume y sufre la violencia de los poderosos y responde a ella con su entrega no violenta. Sólo de esa forma resucita, sin vengarse de aquellos que le han asesinado.

En esa línea, la fe en el Dios de Cristo implica una superación de la violencia, pero en forma activa, en gesto de amor creador. Por eso, allí donde se eleve contra ellos la violencia de un mundo que quiere imponer su ley por la fuerza, los creyentes deben responder en actitud pacificadora, contestando así de un modo activo, esperanzado, como discípulos de un Cristo que ha entregado su vida por los otros. Esa respuesta es más que un simple gesto testimonial o de martirio; más que una actitud pasiva de evasión; esta respuesta viene a presentarse como revelación del mismo Dios de Cristo.

Todos los creyentes de Jesús deben unirse de esa forma en contra de la violencia del destino y de la violencia de otros hombres, para abrir un camino no-violento de creación gratuita de vida. En esa línea de no violencia activa, Dios mismo viene a revelarse como no violencia creadora. Dios es humildad y es cercanía, es vida que se ofrece sin imponerse, amor que se regala sin oprimir a los demás.

TESIS VIII. DIOS, ESPERANZA. LA GRAN PARADOJA
Creer supone, finalmente, vivir ya desde ahora en la «substancia» o anticipo de aquello que se espera, en un camino en el que negando a Dios en sus pobres (hambrientos… encarcelados) podemos destruirnos a nosotros mismos



Situada en la perspectiva, la fe en el Dios cristiano se relaciona con un tipo de utopía humana, pero sin identificarse con ella. En general, las utopías modernas tienden a destacar las posibilidades de una historia concebida de manera originalmente positiva; por eso ella no implica fe en la trascendencia sino simple confianza en los poderes de la historia. En contra de eso, la esperanza cristiana se funda en el don de Dios, y tiene un elemento esencial de gratuidad.

Las utopías clásicas de los siglos XVIII-XX habían vinculado elementos de la profecía mesiánica del cristianismo (y judaísmo) con principios e ideales del progreso de la ilustración. En general, ellas concebían el futuro de la historia como resultado de los principios creadores de la propia historia, incluyendo dos riesgos principales.

Ciertamente, hay utopías de diverso tipo, unos mejores otras que pueden ser peores, unas más violentas, otras de tipo idílico. En algún sentido, las utopías mesiánicas constituyen en trasfondo de la historia del Antiguo Testamento, desde Is 11, 6 (pacerán juntos el lobo y el cordero) hasta Dan 7 (serán destruidas las bestias de la historia, reinarán y vivirán en paz los hombres…). Pero ellas han sido resituadas por el mensaje, la muerte y la resurrección de Jesús, que no nos pone de inmediato ante un mundo feliz, sino que abre para nosotros un camino de fidelidad y entrega personal, en amor a otros, con esperanza de resurrección.

‒ En ese sentido podemos y debemos afirmar que la utopía cristiana se centra en la resurrección de Jesús,
que no es una esperanza para el simple futuro, sino una esperanza que empieza a cumplirse ya aquí, cuando los creyentes empiezan a compartir la vida como un don de gracia, como amor que supera la muerte. Hay un aspecto de gozo y plenitud: se ha cumplido el tiempo y en Jesús nos encontramos ya salvados; por eso la esperanza es firme y nunca puede confundirse con las metas conseguidas, ni negarse con ningún fracaso de la historia.

‒ Esa resurrección se expresa en un camino de transformación, que ha sido expresado de manera insuperable y paradójica en Mt 25, 31-46, cuando el mismo Jesús resucitado dice “tuve hambre, tuve sed, fue extranjero, estuve enfermo y en la cárcel”… y pregunta “¿me habéis dado de comer, me habéis acogido y cuidado…?”. Esa es la pregunta de la resurrección, la experiencia radical y la tarea de Jesús, que no cambia este mundo por la fuerza, con violencia, sino que nos sigue situando en este mismo mundo, para que aprendamos a ver a Dios en el hambriento, sediento, extranjero, enfermo, encarcelado…, y para que le ayudemos (le demos de comer…).

Aquí se invierte la historia de los hombres y la fe en el Dios de Cristo, de una forma que nos puede parecer insufrible, siendo de verdad insuperable. El tema al fin no es que creamos en un Dios separado de la historia de los hombres (¿cuándo te vimos hambriento, extranjero, enfermo…), sino que sepamos y queramos ayudar a los que están necesitados.

El problema de Dios no es un tipo de fe separada de la vida, sino en hecho de que sigan existiendo hambrientos de pan, enfermos y encarcelados, desnudos y extranjeros. El problema de Dios es su creación, con la gran paradoja que se plantea a partir de ese pasaje (Mt 25, 31), donde, por un lado, Dios nos pide que ayudemos/salvemos a todos los necesitados, mientas que parece que él condena sin más (envía al infierno, sin ayuda ni esperanza) a los que no han querido ayudar a los otros: ¿Puede Dios condenar al infierno final (es decir, a la cárcel eterna) a los “injustos” si él ha mandado a los hombres que no condenen a los encarcelados, sino que les ayuden y visiten? En ese contexto, Mt 25,31-46 plantea un tema que resulta teóricamente insoluble, pues nos sitúa ante el misterio del mal, con la posibilidad de una “destrucción eterna” de los malvados, es decir, de aquellos que no ayudan a los otros. El tema se plantea así:

‒ Por un lado, Jesús pide a los suyos que visiten/ayuden a los extranjeros, enfermos y encarcelados, no que les “castiguen” ni que les condenan para siempre. Por eso, los cristianos están llamados no sólo a perdonar en un sentido espiritual a los encarcelados (en el caso de que sean son culpables), sino también a cuidar de ellos, a ayudarles humanamente en gesto de visita/atención y recuperación, ofreciéndoles el perdón de Dios y el principio de una posible conversión. Eso significa que los cristianos no quieren “condenar” a nadie, mandándole a un tipo de “infierno” que es ya irrecuperable, sino que han de tomar la misma cárcel como espacio de ayuda a los necesitados y como lugar de terapia para los culpables.

‒ Pero, al mismo tiempo, en un sentido contrario, Jesús eleva su palabra contra aquellos que no ayudan a los encarcelados, amenazándoles con una condena sin fin (con un infierno entendido como cárcel total y para siempre: “apartaos de mi al fuego eterno…”: Mt 25, 41). De esa forma, da la impresión de que el mismo Dios (que ha de ser todo bondad, que sufre en los que sufren y perdona a todos los culpable) no cumple aquello que él pide a los hombres. Por un lado, él pide a los hombres que perdonen y ayuden siempre. Pero, al final del juicio, él no ayuda a los que mueren “en pecado”, creando una especie de cárcel eterna e inmensa (sin salida) para aquellos que no ayudan (no han ayudado) a los encarcelados.

El Dios de Mt 25, 31-46 sabe que las cárceles del mundo son obra de los hombres, y así pide a los creyentes que ayuden a los encarcelados (que les atiendan, que les perdonen). En esa línea, en un sentido radical, conforme al espíritu de Mt 25, 31-46 no ha podido crear el infierno (la cárcel suprema), sino que ha venido a superarlo (es decir, a evitarlo), y para eso ha enviado al mundo a su Hijo Jesucristo. Pero, al mismo tiempo, él ha dejado a los hombres en manos de su propia opción, de manera que aquellos que no ayudan/sirven a los demás quedan sometidos al poder de propia muerte, esto es, del mal que ellos mismos han creado.

‒ En un sentido, el Dios de la libertad tiene que dejar “abierta” la posibilidad del infierno, respetando así la opción de vida o muerte de los hombres. Pero, en otro sentido, cuando Jesús dice a los injustos “que vayan al fuego eterno” da la impresión de que está suponiendo que “ni Dios puede ayudarles”, dejándoles así bajo el poder de un tipo de talión o castigo final, que estaría por encima de su mismo poder de salvación.

Este Dios de la condena final sería como un “espectador” que deja a los hombres en manos de su maldad. En esa línea se sitúa y nos sitúa Mt 25, 31-46, conforma a la más dura teología de la alianza: “Yo te pongo ante el bien y el mal, ante la vida y la muerte, escoge…” (Dt 30, 19). Pero, en perspectiva cristiana, esa condena de Dios no puede ser la última palabra, pues aquel que dice “estuve en la cárcel y me (o no me) visitasteis…” podría y debería seguir diciendo “estoy en el infierno, para liberar a los encarcelados…”. En esa línea se sitúa la tradición (y palabra) del Credo Romano, donde se dice que Cristo bajó a los infiernos, a la gran cárcel de la historia humana, para liberar a los que estaban allí sometidos, es decir, para abrir al fin todas las cárceles.

Situado en este contexto, el gran texto del juicio (Mt 25, 31-46) nos deja en manos de la gran paradoja de la historia. Por un lado, el Dios de Jesús (Jesús-Dios) se hace presente en los que sufren (hambrientos, sedientos…), y de un modo especial en los encarcelados, en los que culmina esta lista de los males, y así quiere ayudarles (liberarles de su perdición). Pero, al mismo tiempo, ese Dios es fuente principio de libertad y no puede cambiar (liberar del infierno) a los hombres por la fuerza (si es que ellos no quieren dejarse liberar).

‒ Éste es, por un lado, el Dios del poder-supremo que entra (se encarna) en el lugar de mayor miseria de la humanidad (la cárcel), invitándonos a seguirle, visitando y liberando a los encarcelados. Éste es el Dios que libera a los encarcelados (Lc 4, 18-19) y perdona a los pecadores. En esa línea no se puede hablar de una cárcel para siempre, no se puede hablar de infierno.
‒ Pero éste es, al mismo tiempo, el Dios de la suprema libertad, que tiene que indicar el hombre el riesgo en que se encuentra, advirtiéndole que puede destruirse a sí mismo si no ayuda a los encarcelados. Éste es el Dios que ha de “avisar” a los hombres, diciéndoles que pueden condenarse, si no cumplen las obras de Mt 25,31-46, si no dan de comer al hambriento, acogen al extranjero y visitan a los encarcelados.

En ese contexto debemos añadir que Mt 25, 31-46 sólo habla del infierno (es decir, de la cárcel eterna) como “aviso” para aquellos que no ayudan a los encarcelados, de manera que aquellos que no dan de comer ni acogen ni ayudan a los presos pueden acabar destruyéndose a sí mismos. Ciertamente, el Dios de Cristo no quiere en modo alguno las cárceles de este mundo, y mucho menos el infierno de los condenados al fin de la historia, pero ha dejado al fin la “pregunta” abierta, para que sean los mismos creyentes los que respondan con su vida liberando a los encarcelados de este mundo.

Así debemos añadir que esta “fe en Dios” deja abierto el tema de la salvación final de la historia, dejando en nuestras manos la respuesta. Es clara la tarea (exigencia) de ayudar a los encarcelados, superando en general los infiernos de la historia humana. Pero Jesús no quiso destruir por la fuerza las cárceles de su tiempo (siglo I d.C.), ni pide a sus discípulos que destruyan por la fuerza las cárceles de ahora (s. XXI), pero introduce en este contexto carcelario (de infierno de este mundo) un principio superior de humanidad, a fin de que el mismo Dios de Cristo se exprese y revele en este mundo:

‒ El cristiano acepta en un sentido el orden judicial como expresión de justicia intra-mundana (cf. Rom 13,1-7). Eso significa que no quiere convertirse en guerrillero, para tomar por asalto la cárcel y liberar con violencia a los presos (como podría suponer una lectura sesgada de Lc 4, 18-19: He venido a liberar a los presos. Jesús se (nos) introduce en el contexto de injusticia de este mundo, pero no para cambiar las cosas de un modo violento, sino para ponernos al servicio de los hambrientos, encarcelados etc., haciendo así que venga el Reino.
‒ Según eso, el cristiano quiere transformar la injusticia actual (superar el hambre y sed, acoger a los extranjeros, ayudar a los enfermos y encarcelados…), pero sin utilizar unos medios de violencia opresora, sino transformando y elevando las condiciones personales y sociales de la historia. En esa línea, el cristiano visita a los encarcelados (es decir, va a ellos y les cuida: estaba encarcelado y vinisteis a mí: 15, 37.39), porque sabe que el sistema judicial en sí resulta insuficiente, no libera al ser humano, sino que se limita a controlar una violencia que parece incontrolada (o a-social) con otro tipo de violencia controlada. Por eso, aceptando en un plano la cárcel, el cristiano quiere superarla.

Creer en Dios implica ponerse al servicio de los oprimidos (en un camino que va de los hambrientos y encarcelados… de Mt 25, 31-46), superando un sistema judicial, que parece regido por el talión. El Dios que no quiere infiernos en la tierra no podrá condenar al infierno eterno a los “injustos”.

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