DECIRES, CENSURAS, VERDADES O MENTIRAS (Pedro Zabala)
Son reflexiones de Pedro Zabala, amigo admirable, profesor y jurista, que se mueve en la alta cultura escrita, pero, al mismo tiempo, en el arte y empeño de la palabra directa,bien hablada, aquella que brota del hondo contacto con la realidad...un hombre que sabe (como decía Jesús) que ser rey es decir la verdad.
Con esta reflexión de Pedro os dejo (¡gracias Pedro!). Buen día para todos.
Desde muy joven me enamoré del arte del buen decir. A fuerza de leer, releer, toda clase de libros y autores, confieso mi pasión irrefrenable por la buena literatura. No ha menguado con los años, sino que se ha incrementado. Es mi vicio o mi virtud, según se mire.
De la literatura voraz se llega enseguida al escribir. Mas con la misma sinceridad he de reconocer que no paso de ser un escribidor del montón, muy lejos de las alturas de esos escritores, antiguos y modernos, a los que admiro y cuya estela deseo seguir.
Afincado en la prosa, soy devoto de la poesía. He leído de ella mucho menos. En parte porque creo que está emparentada con la música y para paladearla he de hacerlo en voz alta, a un ritmo mucho más despacio que el que empleo para mis lecturas.
En éstas, alterno ensayos de temas diversos con obras de ficción, novelas. De éstas, las que sondean el alma humana, las históricas y las de viajes, son mis predilectas.
El domingo último cayó en mis manos la obra Patagonia Express del escritor chileno Luis Sepúlveda. La devoré, gozando de cada capítulo y párrafo. Me maravilló la riqueza de su vocabulario, tanto en expresiones cultas como modismos chilenos y argentinos o las formas coloquiales de los diálogos de las gentes del pueblo. Es bueno leer a escritores americanos para curarnos del necio complejo de superioridad de quienes por haber nacido en la Península nos creemos superiores lingüísticamente a los hispano- parlantes de allende el océano. Su lectura nos enriquece y nos enseña a ampliar nuestro tosco horizonte.
Hay un capítulo en el libro que cuenta cómo en un pueblecito se celebraba un concurso de mentiras: el ganador sería quien hilvanase la mejor fabulada. Y establece la distinción entre mentira, trola inocente que ayuda a pasar un rato agradable entre risas y bromas y el engaño basado en una intención torticera de sacar provecho a costa de incautos ingenuos. Engaños mendaces -digo yo- en los que picamos, una y otra vez, en la propaganda política y en la comercial. Nos venden promesas falsas de felicidad, si les damos nuestros votos o compramos sus mercancías.
Quien habla puede decir verdad o engañar, halagar, censurar o insultar. Emplear los medios escritos o audiovisuales para lanzar falsedades, negar hechos históricos con miles de víctimas inocentes, justificar atrocidades, incitar al odio o simplemente exponer dudas y lanzar preguntas que ayuden a reflexionar. Puede hacerlo en serio o en broma, en clave de humor con ironía teñida de ternura o o con sarcasmo cruel.
Por esto, se plantea la cuestión de la censura. ¿Tiene límites la libertad de expresión?. De tenerlos, ¿de qué clase y quiénes están legitimados para imponerla?. Las revoluciones burguesas del siglo XIX tenían como bandera dos libertades básicas, la de expresión -llamada entonces de imprenta- y la propiedad privada.
La libertad de expresión, como cualquier actividad humana, tiene límites éticos. Límites que no pueden ser definidos coactivamente por ningún sector social -religioso o laico-, sino por el conjunto de la sociedad. Reglas mínimas de buen comportamiento, basadas en el respeto a la dignidad de todas las personas humanas. No son fijas, ni atemporales, sino que mudan conforme va cambiando la sociedad. Quien viola esas reglas se expone al reproche social. Una sociedad que no ejerce ese reproche y confunde la ética con la mera legalidad, ¿no es una sociedad patológicamente enferma?.
El problema se plantea más polémicamente cuando se trata de imponer límites jurídicos a la libertad de expresión. Si es la administración, el poder ejecutivo, quien ejerce esa potestad, la arbitrariedad política impera. ¿Puede tipificarse como acto punible en el código penal y atribuir la sanción al poder judicial?. Pensemos en que hay países en que la negación del holocausto judío por los nazis es delito. ¿Corresponde al Estado la negación de esa falacia histórica?. La burla pseudo poético-musical de las víctimas del terrorismo ¿debe llevar consigo sanción penal?. Parece que hay unanimidad en considerar delito la incitación al odio. Pero se niega que la propaganda pacífica de valores ideológicos contrarios a la Constitución pueda perseguirse. ¿Y los atentados al honor e intimidad de las personas?. ¿No se advierten titubeos jurisprudenciales para encausarlos en función del grado de famoseidad de los ofendidos?.
Claro que hay otra clase de censura: la ejercida por los propietarios de los grandes medios de comunicación sobre los periodistas que trabajan en ellos. ¿Dónde queda la libertad de expresión de estos y el derecho a una información veraz que poseemos los ciudadanos?.
Del mundo anglosajón nos llegan esos acuerdos de confidencialidad que agencias gubernamentales y grandes empresas obligan a firmar a personas que trabajan para ellas, aunque se enteren de tareas con consecuencias fatales para la humanidad.
¿Podemos olvidarnos de la autocensura?. Todos -creo- la hemos practicado a lo largo de nuestra vida. Por miedo, por evitar daños a otras personas… ¿Cuándo es legítima y cuándo contraproducente?. ¿Tenemos una conciencia formada al respecto o tratamos de formarla?.