La Iglesia cristiana ante el riesgo de su destrucción

La tarea del Papa Francisco

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Evidentemente, no depende del Papa Francisco, sino del conjunto de las iglesias cristianas, de todos los que creen y caminan en la vía de Jesús.  Pero Francisco tiene una responsabilidad especial, como obispo de Roma y "papa" (animador y signo de unidad de la Iglesia católica). Así quiero ponerlo de relieve en la reflexión final de este curso que hoy dirijo en el Espacio Ronda de Madrid.

Actualmente, año 2019/2020, al comienzo del tercer milenio de la Iglesia, quedan pendientes o abiertas numerosas cuestiones, que deben plantearse de un modo radical, aunque su solución tarde en lograrse. Entre ellas, miradas desde la perspectiva del Papa y la curia Vaticana, las más significativas son a mi entender las siguientes:

1. Reforma (incluso supresión) del Vaticano actual. Recién elegido, en abril del 2013, Francosco nombró con ese fin una comisión de cardenales, llamada coloquialmente G8 (grupo de los 8), que se ha venido reuniendo con regularidad, sin haber alcanzado conclusiones significativas. La organización del Vaticano, como residencia papal y sede de los organismos de gobierno de la iglesia romana, es relativamente moderna, pues comenzó tras el retorno de Aviñón, a finales del XIV, y sólo se estabilizó con su basílica y plaza, con sus palacios, museos y oficinas, en los siglos siguientes (del XVI en adelante).

            Actualmente empieza a cuestionarse el mismo hecho del Estado Vaticano, y muchos piensan que la Iglesia debería renunciar unilateralmente su misma existencia, devolviéndolo a Italia para así expresar y realizar mejor su misión, no sólo porque las condiciones político‒sociales de la actualidad son muy distintas de las que había en su fundación (año 754), sino por radicalidad evangélica. Para ser católica, la Iglesia no necesita un Estado, con nunciaturas (embajadas), congregaciones, y funcionarios como los actuales. Un primer signo en esa línea podría ser no sólo la vuelta del Papa y de su grupo de “animador” a la sede de la Iglesia romana, que hasta el siglo XIV estuvo en Letrán, sino la búsqueda de un tipo distinto de “animación de la Iglesia en amor” (cf. Ignacio, Ad Rom, Introducción), sin necesidad de una independencia estatal, ni medios económico‒sociales de poder como los actuales.

 2. Sin poder patriarcal ni jerarquía de género. El estilo de gobierno del papado y de la iglesia católica actual (2020) sigue siendo patriarcalista (no evangélico), pues sólo los varones pueden ser obispos y presbíteros en ella. Éste es un problema de fondo, que no se resuelve con la simple ordenación presbiteral o episcopal de mujeres (cosa que podría hacerse con un simple decreto, como en otras iglesias episcopales, luteranas y anglicanas), sino que exige un cambio intenso, desde la raíz pascual del cristianismo. Ciertamente, algunos teólogos esgrimen argumentos ontológicos (de naturaleza) para mantener la situación, diciendo que sólo los varones como tales pueden ser ministros de un Cristo varón. Pero ellos resultan bíblica y teológicamente desafortunado, como he destacado al ocuparme de los últimos papas (Pablo VI, Benedicto XVI), pues no deriva del mensaje de Jesús ni de la vida de la Iglesia, sino de las condiciones socio‒económicas y antropológicas del siglo II dC, que actualmente han cambiado.

  Posiblemente, la superación del patriarcado no es el mayor problema de la Iglesia, pero es importante, y nos lleva hasta las raíces del movimiento de Jesús, pues sin la igualdad radical de vida y ministerio de varones y mujeres no puede hablarse de reforma de iglesia ni de apertura a un futuro de transformación mesiánica. No se trata de un simple cambio de organigrama, sino de una transformación de fondo de las comunidades, desde la experiencia de comunión liberadora de Jesús, a partir de los pequeños y excluidos, pues la autoridad de la Iglesia no jerárquica (como un “ordo” social helenista o romano), sino de identidad personal, en línea de evangelio, abriendo así espacios de comunicación y comunión directa, de varones y/o mujeres, desde y para los más pobres. Los cambios que esa transformación exige pueden resultar dolorosos, en una determinada línea de falso honor eclesial, pero resultan necesarios para que se despliegue y realice la mutación del evangelio.

 3.  Superar el poder económico, una Iglesia sin dinero. La economía ha estado al fondo de los problemas de Iglesia en los últimos siglos, desde la fundación de los Estados Pontificios (s. VIII) y en especial desde las crisis del XIII-XV, cuando los papas (Juan XXII) no sólo condenaron un tipo de franciscanismo radical (cosa que podía tener cierta razón), pero convirtieron su iglesia (Vaticano) en centro bancario importante de la nueva Europa, en una línea que no es cristiana. En la actualidad (siglo XXI) el problema del “dinero” del Vaticano es complejo y tiene matices que deberían precisarse mejor, pero es evidente que, en un plano cristiano, hay que actuar de un modo radical, apelando a principios de evangelio, como prometía la Comisión para asuntos económicos, creada por el Papa Francisco el año 2014, que no ha dado por ahora frutos significativos.

            Actualmente, la organización de la Curia y el mantenimiento del Estado Vaticano necesitan un soporte económico, que, ciertamente, no es inmenso, en comparación con algunas corporaciones multinacionales, pero resulta considerable y ha sido causa de escándalos en los últimos decenios, como es normal dentro de un organismo que se dice cristiano, pero que está vinculado a la banca mundial, y tiene además unos problemas añadidos, por su tipo de gestión, inclinada al secreto y al mal paternalismo. Éste es un problema de fondo, que no se arregla con pequeñas reformas, pues está vinculado a la misma constitución del Estado de la Ciudad del Vaticano, y puede (debe) exigir incluso que desaparezca, pues la encarnación de la iglesia en el mundo de los pobres (desde y para todos) es muchísimo más importante que la existencia del Estado Vaticano. 

            Es necesaria la transparencia económica (como parece buscarse ahora, año 2019/2020), cuando se diece que todo lo referente al dinero vaticano ha de saberse, pero también pueden ser transparentes a su modo los ladrones (como los del viejo templo: cf.  Mc 11, 27 par.), sino que es necesario un retorno a la pobreza de fondo del evangelio, en servicio a los más pobres, y en gratuidad fraterna.  Todo lo que hace la Iglesia ha de hacerlo por contacto directo de personas, no por dinero, por gratuidad y regalo de vida, no por compra‒venta de mercado. En esa línea podríamos añadir que la Iglesia en cuanto comunidad de creyentes no puede tener títulos de propiedad, pues todo en ella es común, se comparte (y ofrece a los necesitados).

Por eso, las propiedades económicamente significativas de la iglesia (edificios, colegios, hospitales, casas de caridad…) no pueden inmatricularse a nombre de ella, sino que han de hacerse siempre a nombre de fundaciones autónomas de cristianos, con el fin de compartir y animar unos bienes y unas obras de evangelio, siempre sin ánimo de posesión ni de lucro. En esa línea, la iglesia en cuanto tan es es una ONP (organización no posesora), y las fundaciones cristianas han de ser OSL (organizaciones sin lucro). Planteado así, el tema no es sólo la posible riqueza del Vaticano, ni de una diócesis como podría ser la de Roma o Chicago, sino el conjunto de las comunidades cristianas, que han de volver a la raíz de un evangelio que no se expresa ni propaga por dinero, sino por comunión de vida a partir y al servicio de los más pobres, como organización que en sí misma (como tal iglesia) no posee màs capital que el evangelio. 

 4. Nueva misión, recrear la Iglesia. He planteado el tema desde la perspectiva del Vaticano II, al ocuparme de las exhortaciones de Pablo VI (Evangelii nuntiandi) y de Francisco (Evangelii Gaudium), quienes ratifican que la acción misionera (evangelizadora) pertenece a toda la Iglesia, y que así fue realizada al principio (antes de ser asumida por reinos cristianos y congregaciones religiosas), antes que existiera la Congregación de Propaganda de la fe. Pues bien, en los últimos siglos, el vértice papal ha querido mantener y ha mantenido un control fuerte sobre la vida y misión de las iglesias, realizando una labor de coordinación y suplencia notable. Pues bien, q ha llegado el momento en esa misión evangelizadora la programen y realicen las mismas iglesias particulares, en comunión con Roma, pero sin dependencia de ella, con los medios que hoy existen de coordinación directa (sin pasar por un punto central).

Ciertamente, la acción centralizadora de la iglesia “vaticana” ha tenido muchos elementos buenos, pero en la actualidad puede y debe ser reemplazada por un nuevo estilo de comunión y acción en red, pues ha llegado el momento de crear, establecer y potenciar la vida y comunión de las iglesias de un modo directo, desde ellas mismas, en de comunicación directa, sin necesidad de un centro superior de dirección y control, como ha sido el de Roma en los últimos siglos, para volver de esa manera a lo que fueron las iglessias del principio, estructuradas en forma de comunión o comunidad de comunidades autónomas, vinculadas por amor, en red, entre todas ellas.

Ha llegado el tiempo de superar una visión jerárquica de la comunión entre las comunidades, con una iglesia por encima (o sobre) las demás, conforme al esquema feudal impuesto por Roma, al comienzo del segundo milenio (con la Reforma Gregoriana). Ese modelo ha podido realizar un tipo de “suplencia”, en tiempos duros de Iglesia. Pero ha llegado el momento de volver a un modelo de evangelio, propio del principio de la Iglesia, que era comunión de comunidades, un modelo que, por otra parte, responde mejor a la dinámica de la ciencia (de los medios de comunicación) y de la antropología moderna.

Eso significa que las iglesias particulares pueden y deben recuperar su identidad, su independencia, como herederas y portadoras del Reino de Cristo, cada una con autonomía bautismal y eucarística, de vida y misión, con responsabilidad sobre el conjunto de las iglesias. No se trata de “descentralizar”, ni de conceder más autonomía a las iglesias locales, sino de que ellas se centren y se impliquen en sí mismas, desde el evangelio, con autonomía total, para abrirse así en comunión, no porque les falte algo que han de recibir de arriba, sino porque quieren y pueden compartir con las otras iglesias lo que son y tienen.

  No se trata de que la función de unidad (de presidencia en el amor) del obispo de Roma, haya cesado, sino todo lo contrario. Esa función resulta más necesaria que nunca, pero de otra manera, no partiendo de la sumisión de las iglesias particulares (una iglesia nunca se somete a otra), sino de comunicación en amor de todas. Esa comunicación no puede realizarse (imponerse) desde arriba, desde un centro superior, que todo lo decide en jerarquía, sino que ha de concretarse y expresarse en forma de red de relaciones horizontales, de manera que Pedro (en este caso el obispo de Roma) pueda tomarse como referencia de unidad (retomando la tarea que le atribuye una parte del Nuevo Testamento).

En esa línea, surgirán, sin duda, nuevas misiones eclesiales, que no estarán ya controladas por el Papa, sino impulsadas, animadas y discernidas por iglesias particulares, en comunión con el conjunto de las Iglesiaa, entre las que el Papa es signo de unidad. No se trata pues de críticar el impulso misionero del papado, sino el de insistir en la responsabilidad y autoridad universal, pues todos los cristianos, por el hecho de serlo, son misioneros del evangelio, creadores de Iglesia, porque “allí donde estén dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos” (cf. Mt 18, 15‒20). Toda reunión mesiánica de dos o tres es ya iglesia, con plena autoridad, es decir, con responsabilidad misionera, no sólo para aumentar el número de creyentes (para tener así más poder), sino para vivir en gozo y independencia el evangelio.

 5. Poder ministerial, vida afectiva y misión del clero. De todas formas, el tema no se plantea en primer lugar desde las pequeñas comunidades domésticas de dos o tres miembros (como en el caso de Mt 18), sino desde las iglesias más extensas, que se reúnen en nombre de Jesús para ser presencia de evangelio y testimonio de esperanza mesiánica en el mundo. En ese caso habrá un momento en que, por simple exigencia social, las iglesias deberán organizarse, expresando y proclamando el evangelio de Jesús con su mismo estilo de vida común. En ese contexto han de surgir nuevas iniciativas, que marquen el futuro de vida de las comunidades.

            El problema fundamental para la iglesia católica vino dado en torno al año mil, con la crisis de identidad del paso del milenio, que se resolvió con la Reforma Gregoriana, en línea de jerarquía y superioridad papal, con el establecimiento de unos ministerios fuertes, con gran autoridad sacramental y social, en una línea feudal que más que evangélica. Pues bien, ahora, pasados mil años desde aquella reforma, el tema de los ministerios puede y debe replantearse, no sólo por imperativos externos (pérdida de poder civil del clero, posible riesgo de pederastia…), sino por la dinámica interior del mismo evangelio, con la vuelta a los orígenes y la nueva conciencia eclesial de las mujeres, en línea de comunión personal de todos (varones y mujeres), desde los más pobres y excluidos, al servicio de la nueva humanidad de Cristo.

Hay muchos problemas de fondo, pero en este campo se ha vuelto dominante y en algún sentido patológico el escándalo de la pederastia de una parte pequeña, aunque significativa, del clero, como lo muestra el hecho de que la Congregación para la Doctrina de la Fe se haya vuelto en la práctica una Comisión Anti‒pederastia, con “nuevos programas piloto” para resolver los casos. Pues bien, el tema de fondo no es la posible pederastia de algunos, sino la forma en que el clero se ha constituído como instancia de poder, en línea jerárquica y endogámica (de “clase” especial), como si el “pecado” de un clérigo particular fuera sea pecado y responsabilidad (incluso económica) de toda la Iglesia.  

Ciertamente, hay una responsabilidad de todos con todos en la Iglesia de Jesús, en amor y servicio a los más pobres (y desde los pobres), pero no es responsabilidad endogámica de poder o jerarquía, pues no existen en la iglesia poderes o jerarquías superior, sino fraternidad y servicio de todos con todos.  En principio, los ministerios de la Iglesia surgieron y siguen surgiendo de la palabra de Jesús y de la vida de las comunidades, capaces de instituir a sus representantes (que terminaron siendo obispos y presbíteros), pero sin que ellos se vuelvan por eso “jerarquía endogámica sagrada”, clase especial, por encima de los restantes fieles que serían “simplemente pueblo”.

Ciertamente, través de una historia, cuyos momentos más salientes he estudiado en este libro, los ministros o servidores de la Iglesia se han vuelto “jerarquía superior sagrada” (de tipo patriarcal, masculino), con su identidad especial de cuerpo endogámico y su poder sobre el “resto” de los fieles. Más aún, desde el comienzo del segundo milenio, el Papa ha retenido el poder de nombrar, dirigir y remover a todos los obispos de la iglesia romana (y por ellos al resto del clero), imponiendo además el celibato sobre el conjunto de los ministros, para insistir de esa manera en su separación y elevación sobre el el resto de los cristianos. De esa forma, los obispos se han vuelto delegados del Papa de Roma, que actúa como super‒obispo y que, a través de la Congregación de los Obispos, dirige la estructura y funcionamiento de todas las iglesias.

Sin duda, algunos obispos se sienten autónomos y actúan de forma carismática, al servicio de la libertad cristiana, sabiendo que son servidores, no clase superior sobre los fieles. Pero la mayoría parecen delegados de un Papa que les nombra, dirige y sanciona, para formar así un orden‒jerarquía, en línea de “nobleza” cristiana, como se vio con toda claridad en la Revolución Francesa, donde el clero aparecía vinculado a la nobleza como “segundo estado”. Esa visión resulta hoy “folklórica” en un campo social, y carente de todo fundamento cristiano (de evangeli). El “clero” cristiano no forma un segundo estado, ni una nobleza eclesial, avalada por un sacramento distinto del bautismo (sin negar en modo alguno el valor sacramental de los ministerios y su función evangélica, que no ha de ser menor, sino mayor a la que tuvo en momentos anteriores).

Pues bien, en este campo es necesario que las comunidades recuperen no sólo la libertad original del evangelio, sino su forma de organizarse y ordenar los ministerios, de manera que los ministros, varones o mujeres, presbíteros u obispos, no estén por encima del resto de los creyentes, sino que ejerzan una función importante al servicio de todos. Por otra parte, no se trata de “romper los lazos con Roma”, sino de crear comunidades vivas y autónomas, unidas en red de amor con las restantes comunidades cristianas, en unidad y colaboración con las demás iglesias, con ministros que broten de las mismas comunidades, varones o mujeres, célibes o vinculadas a otras formas de comunión personal y afectiva.

El problema no es el exceso de poder jurídico de los ministros de la iglesia, sino su falta de poder carismático, su pérdida de identidad cristiana. Es aquí donde debe darse el cambio. En otro tiempo, ese cambio era casi imposible, pues obispos y presbíteros eran no sólo representantes de iglesia, sino dirigentes políticos y/o personas de gran autoridad social, como he mostrado, desde la disputa de las investiduras (siglo XII-XIII) a la Constitución Civil del Clero (Revolución Francesa), formando una jerarquía endogámica de poder sobre los fieles. Pues bien, ahora que aquella situación ha terminado los ministros pueden y deben ser nombrados por cada comunidad, en comunión con la Iglesia universal, sin dejar de ser “cristianos de base”, sin convertirse en jerarquía sacral por encima del resto de los fieles.

Las mismas circunstancias sociales, con la autonomía de las iglesias (y, sobre todo, con la vuelta al evangelio) parecen exigir que se abandone la imposición (no la elección carismática) del celibato, que ha sido importante, como signo de clase separada, desde la reforma gregoriana, pero que ha perdido el sentido y función que en principio tuvo, no para quitar “autoridad” a los ministros, sino para que puedan tener una autoridad más evangélica que brote de su propia opción, al servicio del evangelio, y no de un tipo de poder de clase, entendido en forma legal (como estado de vida), no carismática.

En esa línea, parece normal que las comunidades puedan elegir ministros (obispos y/o presbíteros) varones y/o mujeres con madurez afectiva, llamados por el Espíritu de Cristo e impulsados por sus mismas iglesias para realizar una función evangélica y misionera, sin poder social más alto, por llamada evangélica, desde y para los más pobres. Sólo en ese contexto, con el cambio del modo de preparación, nombramiento y estilo de vida de los ministros podrá replantearse el tema de la posible pederastia clerical, sin que la Iglesia como tal aparezca involucrada de cada caso delictivo, pues cada persona, deberá ser “juzgada” y en lo posible sanada (siempre desde la perspectiva de las víctimas, y para  bien  de ellas) en clave eclesial de evangelio y también (al mismo tiempo) en clave social, sin que, como he dicho, la iglesia pueda resguardarse en un tipo de poder social (de clase sagrada)  para ocultar a los pederastas ante la ley civil.

            Así entendido, el reto de los ministerios resulta esencial para la iglesia, llamada a celebrar la fiesta mesiánica de Jesús, que se expresa a modo de renacimiento y perdón (bautismo, reconciliación) y, sobre todo, de comida compartida (eucaristía). No se trata de introducie pequeños cambios o de permitir unas ligeras variantes retóricas (misas en latín o de espalda al pueblo), sino de recuperar y desarrollar la libertad evangélica y la comunión de vida en la celebración de los signos del Reino, desde el interior de la misma liturgia de la vida, no como gesto separado de ella, sino como expresión de la autoridad recreadora de la vida en común, en línea de evangelio. No ha de empezarse pidiendo permiso a la Congregación del Cultos para cambiar algún tipo de ceremonia formalista, sino asumiendo la libertad cristiana, propia de todos aquellos que acogen el evangelio y quieren celebrar (actualizar) el misterio y tarea de Jesús en el agua del renacimiento humano y el pan compartido de la comunidad, en apertura a todos los hombres, en especial a los pobres.

 6. Ruptura cristiana, nuevo nacimiento de la Iglesia. Conforme a todo lo anterior, no estamos en un momento de escisión, como en el siglo XI (como en el siglo XI, cuando se separaron las iglesias de oriente y occidente), ni de reforma, como en la gregoriana del siglo XI‒XII o en la luterana (del siglo XVI), sino ante un reto y camino de nueva creación cristiana, de misión evangélica y creación de Iglesia, con lo que ello exige de ruptura institucional y personal.

‒ En el principio de la iglesia está el gesto de Jesús que abandona su “buena familia” (comunidad) de ley, para plantar su casa entre los pobres y excluidos del sistema (enfermos, posesos, pecadores). Jesús y sus discípulos dejaron el orden de los sabios, buenos militares de la liberación (celotas), puros y perfectos (fariseos, esenios), para hacerse hermanos de los excluidos, e iniciar con y para ellos la “edificación” de una iglesia, es decir, de comunidades liberadas desde y para el evangelio, que es la buena nueva de la libertad para el amor de Cristo.  De manera consecuente, para mantenerse fiel al evangelio, la iglesia debe levantar su tienda actual y moverse a la periferia del sistema: romper su vinculación con las estructuras de poder, sus ventajas diplomáticas y sociales, para sentarse en la calle de la vida (sin casas nobles, sin edificios principescos), con Jesús y sus primeros discípulos, creando familia en gratuidad universal, por encima de las leyes del sistema socio‒económico dominante.

Esta es una ruptura de comunicación orante, es decir, de nueva interioridad.   Jesús rechazó el sistema de culto (sacrificios, ritos nacionales), para dialogar con Dios desde la vida, en comunión directa con los hombres y mujeres de su entorno. Ciertamente, la iglesia actual habla de oración, pero a veces parece que le tiene miedo. La mayoría de los templos cristianos de occidente se han cerrado o son para turistas. Muchos orantes buscan recetas o modelos orientales, como si la fuente de misterio de la iglesia su hubiera secado: no hay apenas varones contemplativos y las admirables mujeres de las grandes tradiciones monacales (benedictinas, franciscanas, carmelitas) viven cerradas en clausuras legales, bajo el dominio de clérigos no orantes y su influjo no parece grande en el conjunto de la iglesia...

‒ Apertura concreta hacia los pobres o excluidos, acogiendo y compartiendo su palabra. Esos pobres o excluidos no valen por sistema, espectáculo u organización, sino por ellos mismos: como dignos de amor, presencia del Cristo (como sabe Mt 25, 31‒46). Frente al Todo del orden social que promete beatitud a sus privilegiados, se elevaba y se eleva como principio de nueva humanidad el enfermo y moribundo de Buda, el huérfano, viuda y extranjero de la tradición israelita, el hambriento y sediento de Cristo. Ellos son signo de un Dios de gracia, que habita en lo escondido, rompiendo y superando los modelos de sacralidad del mundo, propios de las religiones organizadas, que acaban bendiciendo el sistema (buena familia, culto bueno, sacerdotes funcionarios de ritos eclesiales). Partiendo de esa ruptura (novedad y gracia) de los pobres (enfermos, pecadores, leprosos, manchados) ha trazado Jesús su camino mesiánico, ha iniciado la marcha de su iglesia.

Por otro lado, al mismo tiempo, está el encuentro gratuito y personal con Dios, a quien cada creyente descubre como fuente de ser y amor cercano (Padre). Este encuentro con el Padre constituye el alfabeto y lenguaje de la iglesia, sobre una sociedad de espectáculo, de planificación y de mercado, donde todo se compra y vende, sobre todo las personas. Pues bien, en contra de esa sociedad de capital y mercado, por encima de todo fingimiento, el creyente de Jesús acoge y agradece la vida como don (por encima de todo capital), y se atreve a compartirla con los hermanos (ante todo con los expulsados del sistema, los hambrientos y extranjeros), en forma de comunidad vinculada por el pan compartido (como regalo de eucaristía, no como mercado y compra‒venta). Por eso, el creyente vive en libertad: nada le puede dominar, nadie puede dirigirle desde fuera, pues se sabe querido de Dios, elegido, en manos del misterio fundante del Padre y de los hermanos, en la Iglesia. Se dice que el budismo nace cuando reconocemos la omnipotencia del dolor y superamos la dictadura del deseo que domina y destruye nuestra vida. Pues bien, el cristianismo nace y se expande allí donde afirmamos sorprendidos, respondiendo a su palabra y presencia de amor, que hay Dios en Cristo, y que es Padre nuestro y de los expulsados del sistema.

7. Conclusión. Una Iglesia post‒colonial, post‒capitalista y post‒religiosa

             Partiendo de lo anterior, como palabra final, quiero destacar tres rasgos significativos de la nueva Iglesia que llamaré post‒colonial, post‒capitalista y post‒religiosa.  

1. Iglesia no colonial. Hermanos y amigos.

Tema de fondo. A lo largo del segundo milenio, desde la Reforma Gregoriana, la Iglesia se ha encontrado dominada por un tipo de estructura “colonial” de poder sagrado, impuesto (administrado) por papas, obispos y presbíteros. Los hombres parecían sometidos a Dios, los cristianos eran súbditos de una Iglesia poderosa que les liberaba del pecado y les ofrecia indulgencias y tesoros de gracia. Pues bien, los nuevos cristianos descubren, con el evangelio, que ellos no son súbditos de Dios, ni “dependientes” de una Iglesia, que se ocupa de ellos para salvarles desde arriba, sino que han sido y son liberados por el mismo Dios de Cristo para la libertad (cf. Gal 5, 1‒15). Este descubrimiento de la libertad para el amor abre un camino que aún no ha culminado (2020).

Una iglesia de hermanos y amigos. En esa línea debemos superar toda apariencia de colonización, de superioridad del clero sobre los “simples” fieles, de los hombres sobre las mujeres etc. Eso implica un ordenamiento distinto de Iglesia, sin poder jerárquico, ni imposición patriarcal, en igualdad real de varones y mujeres, como testimonio e impulso universal de comunión de fe (confianza mutua) y de vida (afecto, economía), tal como lo propuso el evangelio de Mateo (cf. Mt 18, 15‒20 y 23, 8‒13). No se trata pues sólo de superar un tipo de jerarquía clerical o de que las mujeres accedan a los ministerios de la comunidad, sino de crear comunidades liberadas en fe y gratuidad, desde los excluidos del sistema de poder, compartiendo la vida como experiencia de amistad (cf. Jn 15, 15), en un camino de resurrección (vivimos en Dios viviendo en los otros, por Cristo). Se trata de ser‒crear comunidades para el amor gratuito, cercano, intenso, generoso, en la línea de Cristo, en comunión de amor con todas las comunidades del mundo, en red misionera de anuncia y principio del Reino.

2. Iglesia no marxista ni capitalista. Comunión en libertad.

‒ El marxismo del siglo XX ha sido un gran ensayo de imposición general, una especie de iglesia económica sin Dios ni libertad, que ha tenido el atrevimiento de perseguir en muchos lugares a los cristianos, pensando que así podía acelerar la “conversión”  de muchos al nuevo orden marxista. En esa línea, el fin de las dictaduras soviéticas europeas (1989/1990), ha tenido consecuencias positivas para las iglesias, pero también otras negativas, vinculadas a la nueva situación de injusticia capitalista que se ha impuesto en muchas zonas antes comunistas y en el conjunto del mundo, con millones de nuevos hambrientos y con el éxodo de parte de sus poblaciones empobrecidas, ante la nueva situación de los mercados.

‒   En ese fondo se sitúa el reto quizá más intenso de la Iglesia nuestro tiempo (2019): el surgimiento de una humanidad redimida para el amor, que no esté ya dominada por un marxismo de Estado, ni por un capitalismo del Mercado, sino abierta a la comunión universal y concreta de la vida, en línea de evangelio, no en forma general (de inmensos grupos), sino en formas y caminos de comunicación directa entre creyentes. En esa línea, debemos añadir que la Iglesia no es una simple entidad benefactora (que da bienes desde fuera a los más pobres), sino una comunidad de creyentes, reunidos en nombre de Jesús y liberados por Dios para el amor mutuo. No basta “dar cosas”, sino que es necesario darse y compartir, desde y con los pobres y excluidos. Por eso, la palabra transcendente de la Iglesia sólo puede pronunciarse y sólo alcanza sentido allí donde los cristianos se implican de un modo personal, promoviendo caminos y tareas de comunión real de bienes y palabra, de vida y esperanza, entre los hombres y los pueblos, más allá de Mammón (capital divinizado) que Mt 6, 24 presenta como poder anti‒divino (es decir, anti‒eclesiástico). Actualmente, el mundo parece unido sólo por el capital y el mercado, que son el papa y la iglesia de la nueva humanidad. Pues bien, en contra de eso, resulta necesario relanzar desde el evangelio una “cruzada” distinta, de comunión en el amor de todas las comunidades cristianas, al servicio de la comunión de vida (¡en el mundo y camino de vida!) de todos los hombres y los pueblos. En esa línea, la misión nueva de la iglesia acaba de empezar.

3. Iglesia, camino de fe y comunión, no religión establecida.

Eclipse religioso. Desde el siglo III‒IV d.C., la Iglesia ha venido a configurarse, en general, como religión establecida, en línea de poder sacral. Pues bien, ese momento de sacralización religiosa del cristianismo parece estar llegando a su fin. Actualmente, son muchos los hombres y mujeres que abandonan la Iglesia, para cultivar un tipo de religión intimista o para olvidar y/o marginar toda experiencia religiosa, en un mundo cada vez más secularizado, sin más Dios que el bienestar inmediato y el dinero. Todavía no podemos valorar el alcance y consecuencias de ese rechazo, ni su extensión en los diversos pueblos y culturas, pero es evidente que el reto es muy fuerte y que la Iglesia puede y debe superar un tipo de religiosidad establecida para volver a la raíz del evangelio, no para crear un nuevo poder de iglesia, sino para que los hombres y mujeres puedan compartir una experiencia de amor solidario, creciendo así en humanidad y experiencia de vida.

Iglesia: ¿religión, no‒religión? En los años que siguieron al Concilio (1962‒1965) eran muchos los que defendían la necesidad de superar la estructura religiosa que el cristianismo había recibido a lo largo de los siglos, y éste es para algunos analistas el mayor de los problemas actuales de la Iglesia: La posibilidad (necesidad) de separar el cristianismo de la religión y de recrear una Iglesia de evangelio, sin poder establecido.  Toda nuestra reflexión desde el Vaticano II (1962‒1965), con los últimos papas, nos ha situado ante esa pregunta: ¿Iglesia como religión establecida o iglesia como evangelio, pero sin religión?

Éste es el tema básico de mi reflexión. Lo que sucederá en el futuro ya no es cosa de decirlo aquí, en forma de libro, sino que pertenece al despliegue del Espíritu de Dios y a la creatividad de los creyentes en la Iglesia.  

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