Lourdes 1. La Visión de Bernadette
Estaba allí
Estaba allí desde los tiempos antiguos, cuando las rocas se crecieron, bajaron los glaciares y el Gave empezó a saltar ruidoso y grave, puliendo los riscos de piedra, desde el Pirineo Norte, para asentarse sereno en los meandros del llano, precisamente allí, en el lugar donde el gran Monte se abre a las Landas. Estaba en un óvalo de piedra en la colina, sobre el río, para pescadores, pastores y guerreros que cruzaron a su lado pero nadie pudo verla, al menos como ella, nadie tuvo ojos limpios y corazón abierto para descubrir su verdad de Señora, Dama Blanca y Azul de las Rocas y el Cielo, la Amiga cercana de la Fuente Oculta que se apresuraba a juntarse con el río.
Pasaron a su lado bearneses y gascones, francos, visigodos, tolosanos y navarros, regularon los pastos del entorno, pescaron, lucharon, amaron…construyendo el castillo, para imponer la paz de los más fuertes sobre los campos cultivados, con los molinos del arroyo. Pero nadie la vio, aunque ella estaba allí, en el óvalo de roca, esperando a quien tuviera ojos trasparentes, la Madre de la Vida, la Señora Hermosa, en el hueco de un mundo cambiante de revoluciones y contra-revoluciones, lleno de voces altisonantes de unos pocos, y de miseria perpetua y pobreza de los otros.
Se había extendido por la tierra el evangelio de Jesús, con la figura de su Madre María, vinculada a la Vida Generosa, pero también a la Roca y al Río. Había triunfado la gran Revolución, y se imponía desde París el Imperio de la Nueva Razón, bajo el mando de Napoléon III, extendiendo por doquier su fachada de grandeza y progreso, Razón Soberana, por encima de la bruma oscura de los campesinos marginales de las Landas o del Pirineo, de Gascuña o de Bretaña. Nadie podría ya mirar hacia el óvalo tallado de la roca descubriendo la presencia mentirosa de viejas deidades paganas o cristianas Por fin la Razón iba llegar al mundo entero.
Por su parte, la Iglesia Soberana de Pío IX, hecha de certezas teológicas y de proclamaciones institucionales, había definido el Dogma de la Inmaculada Concepción (1854), dispuesta a resolver los problemas religiosos de hombres y mujeres, en la nueva era de la Razón Diosa. Habían dicho con razón en Roma que ella, la Señora, Madre de Jesús, era Inmaculada Concepción, pero esa voz apenas había llegado a los pueblos perdidos del Pirineo, de Gascuña, del Bearne y de las Landas, que parecían estar lejos de toda religión, enfermos y manchados.
Nadie la había visto, pero ella seguía estando en el óvalo de roca kárstica esperando junto al río a quien pasara y quisiera (supiera) mirarla, como Madre y Señora inmemorial de las religiones… que ahora venía a presentarse en la fe de la Iglesia como Virgen Inmaculada, Madre de los enfermos y pobres. Ni el buen sacerdote del pueblo la veía, ni el obispo de Tarbes que a veces pasaba por allí, ocupado en sus rezos, devociones y administraciones.
Pasó ella, Bernadette, y se dejó mirar
Vino ella, Bernadette, buscando leña, para calentar la casa y animar la vida de sus padres y hermanos, más allá del río, junto al óvalo de roca. Vino, se paró, y supo mirar… Dejó que le miraran, y así descubrió a la Señora que le estaba esperando, de blanco y azul, sonriendo, rezando con ella. Una Señora, la Señora amiga de la vida, una promesa de amistad y cercanía, presencia de cielo, en aquel rincón de tierra hecho de roca y de río. Ella, la Señora, le miró, y ella, Bernadette, dejó que le mirada, descubriendo que la daba Vida y le concedía dignidad, presencia y gozo, en medio de un mundo de fuerte pobreza, de miedo, enfermedad y mentira. Estaba allí mirándole, en el Óvalo de Roca, en la mejor Iglesia hecha de río y montaña, de tierra y de cielo.
La vio Bernadette, y Ella se le mostró, Señora de Blanco y Azul, signo de la Vida que es Dios (de Dios), don y presencia de amor, en el momento fugaz en que iba con sus hermanas más allá del río en busca de leña para calentarse. ¿Cómo era posible que hubieran pasado por allí tantos y tantos, guerreros y pastores, señores y siervos, labradores, mendigos, gascones, navarros y francos…, niños y mayores, y no la hubiera visto? ¿No tenían ojos para dejarse transformar por la vida que emerge de la roca, como los arbustos y los árboles mayores, del óvalo de vida trasparente, sobre el río?
Nadie la había visto, ni había dejado verse por ella. Pero Bernadette lo hizo, aquel día de frío, 11 de febrero de 1958, lejos del París imperial, y lejos también de la gran Roma donde el gran Papa Pío IX había declarado pocos años atrás el Dogma de la Inmaculada Concepción… La vio, se dejó ver, sorprender, enriquecer por ella… y desde entonces supo que tenía una palabra que decir y que contar, que tenía una tarea nueva de vida, una certeza que era suya, siendo de Dios, por encima de los grandes sacerdotes y señores de la tierra, ante quienes quiso y supo ofrecer su testimonio de niña-mujer, muchacha abierta a la vida.
Algo parecido le había pasado al profeta Jeremías, que era también un pobre muchacho, dos mil quinientos años atrás, cuando estaba mirando y vio aquello que ningún de los grandes señores de Jerusalén veían: una vara de almendro veloz, como un garrote, para sacudir la tierra; una olla hirviendo destapada e inclinada para derramar el caldo de la ira sobre las naciones…
Vio Jeremías la verdad de Dios, que se expresa en la vida de los hombres, y dijo lo que vio… fue profeta. Vio Bernadette el rosto de Dios, que se expresa en la Señora de Blanco y Azul, en amor y ternura… y también en tarea de vida, de salud, de conversión… en el óvalo de roca, sobre el río, y lo dijo. Y fue su testimonio más fuerte que la voz de los granes gobernadores y obispos. Así fue profeta, y su Canción hecha melodía de vida para enfermos y peregrinos del Gave, bajo el Pirinero, sigue resonando más de ciento cincuenta años después.
(Seguirá)