Semana Santa 07. Lunes: Jesús y Pedro, dos estrategias


1. Jesús y Pedro. Dos estrategias
En el fondo, tanto Jesús como Pedro sienten la “atracción” de Jerusalén, ciudad que no se nombra, pero que domina toda la escena, pues un profeta de Dios debe manifestarse en Judea, para que todos vean las obras que hace (cf. Jn 7, 1-8), y debe culminar su misión en Jerusalén (cf. Lc 9, 51; 13, 33). (1) Pedro supone que, si es Mesías, Jesús tendrá que “subir” a Jerusalén como Hijo de David, para coronarse ante Dios, como el rey antiguo. (2) Pero Jesús, en contra de Pedro, decide subir a Jerusalén como Hijo de Hombre, pero no en línea de imposición y triunfo externo, sino de entrega de la vida a favor de los demás (aunque no “para” que le maten, como han dicho muchos).
La propuesta de Pedro forma parte de la estrategia tradicional del mesianismo israelita. Posiblemente no implica violencia militar, pero busca y supone un triunfo externo: un tipo de poder que sea capaz de expandirse, si hace falta, por la fuerza, como propondrán los zebedeos, que quieren “sentarse” a los lados de Jesús, como ministros de un rey poderoso (cf. Mc 10, 35-37). Pues bien, en contra de eso, Jesús no subirá a Jerusalén para tomar el poder, sino para instaurar un Reino donde no exista poder externo. En este contexto, más que Mesías davídico, al estilo clásico, Jesús será Hijo del Hombre, alguien que puede y quiere dar la vida por los otros.
La estrategia de Jesús no se define, simplemente, como pura no-violencia pasiva, ni tampoco como resultado de una conquista militar (ni de una victoria “democrática”: como voluntad de la mayoría), sino que implica una decisión mucho más honda de “quedarse” en manos de los “hombres”, es decir, de las autoridades de Jerusalén, que aquí aparecen desde la perspectiva del Sanedrín judío (sacerdotes, escribas, ancianos). De esa forma visibiliza su mensaje y lleva hasta el final la estrategia de los “itinerantes”, a quienes hemos visto ya en Galilea, poniéndose en manos de aquellos a quienes anunciaban y ofrecían el Reino, fueran o no recibidos. En ese fondo se distinguen e implican (se cruzan) las diversas perspectivas y estrategias:
Estrategia de Jesús. Quiere fundarse en el Dios de la Escritura. En el fondo de su opción de Hijo de Hombre, que sube sin “poder” externo y queda “desarmado” en manos de las autoridades de Jerusalén, se expresa la voluntad salvadora de Dios, que se define en los evangelios por la palabra dei: es necesario. “Es necesario” que las Escrituras se cumplan, pero no a través de un Mesías victorioso, sino de un Mesías-Hombre que se entrega en manos de los poderes de Israel, como destacará todavía con más fuerza el segundo “anuncio” de la pasión (en Mc 9, 31). Según vamos indicando en este libro, la Escritura es un camino abierto, que se va realizando y concretando a medida que los hombres lo recorren. Jesús, hombre de Escritura, no aparece aquí como Moisés, ni como Elías, ni como un simple David-Mesías, sino como Hijo de hombre, que anuncia el Reino de Dios, poniéndose en manos de las autoridades de su pueblo.
Estrategia de Pedro. Se funda igualmente en la Escritura y resulta humanamente más viable, en la línea del dominio mesiánico, es decir, de la toma de poder. También Pedro interpreta las promesas y traza un camino de despliegue positivo del movimiento del Reino. Pero, conforme a la visión de Jesús, la lectura mesiánica de Pedro se sitúa en la línea de “la lógica de los hombres” (de la toma de poder), de manera que no responde a la intención de Dios (“tus pensamientos no son los de Dos, sino los de los hombres”: Mc 8, 33). (1) Ésta fue la lógica de los macabeos y de sus sucesores, tal como ha sido asumida por los sacerdotes de Jerusalén, que asumen el poder (o lo comparten con Roma), diciendo que realizan la obra de Dios. (2) Ésta es la lógica de los zebedeos, que quieren tomar el poder, aunque pretendan hacerlo “para bien del pueblo” (cf. Mc 10, 35-45); ciertamente, quieren ser mejores que otros representantes del mundo, pero, al fin, siguen situándose en una línea de dominio impositivo.
Jesús reformula y trasforma el proyecto davídico, como habían querido hacer los macabeos (hacia el 170/160 a. C.), pero en un sentido muy distinto. Los macabeos, sin apelar directamente a David, se habían alzado contra la “contaminación” del helenismo y de los judíos que lo apoyaban. Pensaron que la “opción griega” iba en contra de la elección israelita y quisieron rechazarla por la guerra. De esa forma propusieron una respuesta limitada (partidista), dictada por la violencia, como aquella que intentarán algunos años después de Jesús los celotas (el 67-70 d. C.). Pues bien, a diferencia de macabeos y celotas, Jesús recrea la respuesta davídica de trasformación a través de la entrega personal sin violencia externa, como gesto de amor activo que puede “convertir” a los otros a través de la propia conversión y entrega, sin combatirles por la fuerza, en un plano más alto de unidad, sin imponerse por la fuerza sobre los hombres. Ésa ha sido la lógica de los itinerantes de Galilea, que culmina ahora, cuando Jesús llega a Jerusalén, como pretendiente davídico, para quedar en manos en manos de aquellos que pueden recibirle o rechazarle, en la “ciudad de las promesas de Dios”.
La estrategia de Jesús se entiende así en línea de amor activo, pues sólo el que ama queda (se atreve a quedar) en manos de aquellos a quienes ama, sin buscar seguridades, sin trazar estrategias de lucha violenta. En un sentido, el amante no calcula, no mide, no quiere defenderse, pero en otro se siente capaz de “curar” (es decir, de sanar, de cambiar) a los mismos en cuyas manos se entrega. Por eso, la finalidad de Jesús cuando sube a Jerusalén y queda (se pone) a merced de las autoridades de Israel no es la de ser derrotado y morir, sino la de trazar una respuesta de amor, queriendo que los israelitas (y el resto de los hombres) puedan ser amorosamente trasformados. Jesús no es un suicida temerario, ni un guerrero violento, sino un hombre convencido del poder transformante del amor, que abraza a los mismos enemigos, como él había dicho en el Sermón de la Montaña.
2. Negaciones de Pedro, afirmación de Jesús
Pedro habría estado dispuesto a defender a Jesús con la espada (cf. Jn 18, 10-11), entregándole su vida (cf. Mc 14, 31 par), pero no ha podido acompañarle en el camino de la entrega y juicio. Mejor dicho, le ha seguido un poco para luego negarle con más fuerza. Mientras Jesús confiesa ante el sumo sacerdote su mesianidad en la parte superior o centro de la sala de juicio (cf. Mc 14, 53-65), Pedro reniega de Jesús y de su propio pasado "mesiánico" en la parte inferior o externa, ante criados y servidores del sumo sacerdote (Mc 14, 54. 66-72).
Jesús confiesa una vez y para siempre: Yo soy (14, 62). Pedro niega por tres veces: ¡No lo conozco! (cf. 14, 71). Jesús afirma ante el sumo sacerdote, Pedro niega con juramentos ante los criados . Nadie le había exigido juramento, pero él jura. Nadie le había pedido imprecaciones, pero impreca: ¡Pone a Dios como testigo! (jura), ¡pide que le mate si no es cierto lo que dice! (impreca). De esa forma, el patio externo se convierte en una especie de templo invertido: Pedro ha utilizado las palabras más sagradas del culto religioso para renegar del Nazareno, en nombre de Dios.
Éstos son los momentos de su negación en Marcos. (1) Pedro se calienta ante el fuego (cf. Mc 14, 54). Una sirvienta le mira y dice: «Tú también estabas con el Nazareno». No es un juicio formal. Posiblemente no hay peligro si responde de manera afirmativa. Pero siente miedo: está fuera de lugar, rodeado por extraños, alumbrado por el fuego, y responde de forma negativa: «¡Ni conozco, ni sé de qué hablas!» (Mc 14, 66-68a). (2) Deja el grupo de gentes que miran, calentándose ante el fuego y sale a esperar en el patio. Si hubiera marchado del todo no habría tenido problemas, pero sigue cerca, a la vista de aquellos que entran y salen, en actitud que puede parecer provocativa. Por lo menos la criada así lo siente y dice a los presentes: «Es de aquellos (de Jesús)». Pedro lo niega otra vez (Mc 14, 68b-70a). (3). Parece que las cosas se precipitan. Pedro sigue allí, como intentando mostrar su seguridad, desafiando a todos con su presencia. ¡Quiere ser él! ¡No necesita de nadie! Algunos le dicen de nuevo «¡eres de Jesús!» y él lo niega con violencia, en imprecación y juramento: «¡no conozco a ese hombre!» (Mc 14, 70b-71)..
Jesús mantiene su verdad en el centro del juzgado de los sacerdotes, siendo condenado a muerte por blasfemo; es testigo de la gracia, no tiene que negar su pasado, ni defenderse (14, 62-64). Pedro, en cambio, miente en el patio del juzgado, ante un grupo de curiosos, perjurando y blasfemando, dentro de un ámbito legal, tan a menudo mentiroso. De esa forma se despeña hasta el abismo de la contradicción personal. No tenía que haber entrado en el tribunal, pero lo ha hecho, calculando mal sus fuerzas. De esa forma ha llegado hasta el final en su proceso de auto-destrucción, según los principios de la ley. No necesitan castigarle: los criados del sumo sacerdote pueden quedar tranquilos: ¡es un hombre sin coraje, un tipo destruido! No merece la pena preocuparse por él: ¡él mismo se ha condenado! Precisamente entonces, desde el fondo de su ruina personal, cuando no tiene nada que defender porque nadie le ataca, Pedro escucha por segunda vez el gallo. Todo nos permite suponer que se trata de un gallo de pascua.
Mateo sigue de cerca de Marcos, de manera que podemos dejar su texto a un lado . Lucas (22, 54-62) supone que Pedro está cerca de Jesús, a quien mantienen preso, a la espera del juicio que debe realizarse a la mañana siguiente (Cf. Lc 22, 66-71). Ahora, en medio de la noche, en el patio de la guardia, unos criados tientan a Pedro delante de Jesús.
Lucas ha dulcificado el rechazo de Pedro, presentándolo más como evasión que como negación. Por acompañar a Jesús se ha introducido en el patio de guardia y luego, cuando le tientan, quisiera ocultarse pero no puede; la luz del fuego en la noche ilumina su rostro. Le reconocen y lo niega, pero no jura como en Mc y Mt; no llama a Dios como testigo de su mentira, ni impreca pidiendo para sí todos los males. Es un Pedro que conserva su dignidad en medio de la caída. El canto del gallo pierde su importancia, pues el mismo Jesús mira a Pedro y le arranca de su noche de negaciones: «Y volviéndose el Señor miró hacia Pedro y Pedro se acordó de la palabra del Señor que le había dicho...» (Lc 22, 61). Esa mirada de Jesús y el llanto de Pedro pertenecen a la experiencia de pascua.
Juan (18, 15-18.25-27) ha reelaborado la negación de Pedro al trasluz de la no-negación del otro discípulo que le ha ayudado a entrar en casa del sumo sacerdote. Pedro no perjura ni impreca; simplemente niega. Pero tampoco llora. Ha cantado el gallo mañanero tras la negación nocturna (cf. Jn 18, 27) y Pedro sigue sin cambiar: no puede llorar ni convertirse antes de pascua. En ese aspecto, el evangelio de Juan resulta más fiable que los sinópticos, aunque él no ha silenciado el llanto prepascual de Pedro por fiabilidad histórica sino para enlazar y comparar a Pedro con el otro discípulo, que se ha mantenido fiel en la prueba.
3. Cohclusión. Pedro, una afirmación pascual
El hecho es que Jesús murió solo, sin que sus seguidores más íntimos fueran juzgados y crucificados con él. Las únicas cruces que se alzaban al lado de la suya, en el Calvario, fueron las de unos “bandidos” no cristianos, reos comunes o miembros de la resistencia armada (el evangelio no ha querido precisarlo). Entre los seguidores de Jesús, sólo unas mujeres asistieron a su muerte (cf. Mc 15, 40-47 y paralelos). Lógicamente, la tarea de Pedro podía haber terminado ahí, tras la negación, abandono y muerte de Jesús en el Calvario. Pero la amistad de Pedro hacia Jesús era más fuerte que las razones sociales y religiosas de su distanciamiento y “traición”. La lógica y el orden religioso estaban de parte del Sumo Sacerdote (aliado a los romanos). Pero el amor superó a la lógica y Pedro descubrió la razón del Jesús muerto y experimentó el sentido de su vida, por encima sacerdotes y soldados.
En este contexto se entiende la confesión fundacional de la iglesia, cuando afirma que Pedro “vio” a Jesús después de su muerte, es decir, tuvo una experiencia integral de la verdad de su propuesta mesiánica y de la radicalidad de su amor. Sólo al situarse ante el conjunto del mensaje y vida de aquel a quien había seguido y amado, Pedro vio que la propuesta de Reino de Jesús era verdadera, pues Dios había estado presente en todo su camino y había ratificado su obra, resucitándole de entre los muertos (cf. 1 Cor 15, 5 y Lc 23, 34). Esta “visión” pascual de Pedro no fue una simple alucinación, como tantas, ni una simple aparición (de visiones imaginativas y apariciones gloriosas está llena la historia), sino una experiencia de renacimiento radical: él descubrió que el amor de Jesús le trasformaba. Este fue el principio, todo lo demás fue consecuencia: el mismo Jesús muerto por fidelidad al Reino era la presencia y salvación de Dios.
Esta fue la experiencia de un hombre que “supo” que Jesús, su amigo crucificado (a quien él había negado), estaba vivo y le encargaba la tarea de seguir realizando su obra mesiánica. Esta fue una experiencia que Pedro compartió con otros, para recrear y expandir esa buena nueva o evangelio, de tal forma que diversos grupos de cristianos le consideraron como fundador de la Iglesia pascual, su Roca (por eso le llamaron en arameo Cefas y en griego Petros: Pedro, el Piedra). Parece seguro que Pedro volvió a instaurar el grupo de los Doce (que lógicamente debería haberse disgregado tras la muerte de Jesús), para continuar la obra de Jesús y ofrecer su mensaje de salvación a todo Israel (las Doce Tribus). Pedro y los Doce se presentaron como signo y garantía de que el Crucificado estaba vivo y que vendría pronto como salvador final, pues el tiempo del mundo viejo parecía consumido.