Semana Santa 07. Sábado. Los Dolores de María

Hemos venido contemplando diversos personajes de la pasión (Pedro, Judas, la mujer de la unción). Hoy, sábado queremos presentar a María, la Madre, a quien la tradición cristiana ha venerado y sigue venerando como “madre de dolores”. Ella “sale” en las procesiones de estos días con siete espadas que se claven en su corazón. La tradición de los evangelios sabe que ella ha estado junto a la cruz de su hijo (Jn 19, 27-25; cf. Mc 15, 40-41). Pero el texto más significativo de este día sigue siendo el de la “espada”. La muerte de Jesús es principio de un nacimiento más alto de amor, un nacimiento de vida, que se expresa en la figura de su Madre

Texto:

María y José han venido al templo, llevando al niño, para ponerlo ante Dios y allí encuentran a Simeón, anciano israelita, representante del Pueblo de Dios:

A él le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes que viera al Cristo del Señor. 27 Movido por el Espíritu, entró en el templo; y cuando los padres trajeron al niño Jesús para hacer con él conforme a la costumbre de la ley, 28 Simeón le tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: 29 --Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en Paz, 30 porque mis ojos han visto tu salvación 31 que has preparado en presencia de todos los pueblos: 32 luz para revelación de las naciones y gloria de tu pueblo Israel (Lc 2, 27-32).


Las palabras de Simeón crean gran sorpresa: son como una puerta que se abre al dolor de lo desconocido. Ellas no pueden discutirse o razonarse, nunca lograremos entenderlas, pues son como misterio de Dios que llega al alma, revelando su verdad más honda. Como patriarca/profeta de Israel habla Simeón. Ha bendecido a Dios por Cristo, puede ya morir; pero no lo hace sin haber trazado previamente la tarea (o destino) de la madre mesiánica. El Padre (José) queda velado, como si no fuera a participar en la muerte de Jesús. La madre participará, en cambio, del camino de la muerte de Jesús, su hijo. Para que sepa a lo que está comprometida, en nombre del Dios israelita, le dice Simeón:

Mira, este está puesto como (causa de) caída y resurrección de muchos en Israel,
como una señal controvertida,
y una espada atravesará tu misma alma,
para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones (Lc 2, 34-35)


Situar el texto

Hay algunas cosas claras en el texto y de ellas partiremos para interpretar después las más oscuras (la espada de María). Es claro el hecho de que el Cristo será causa de caída y resurrección de muchos en Israel: no todos se alegrarán de su venida como Simeón; no todos cantarán ante él el canto de la bella muerte redentora (mesiánica). Unos se alzarán en Cristo, descubriendo el sentido de la verdadera resurrección israelita. Otros caerán, rechazando el mesianismo y perderán al fin su vida (su esperanza).
Esta es la experiencia más sangrante de la iglesia antigua, la historia que Pablo ha vivido de forma muy dura y que Lucas recoge luego en Hechos. Es lucha vaticinada en las palabras del último profeta/patriarca israelita: Jesús será bandera o señal discutida; ante ella se alzarán, litigarán unos con otros (contra otros) los judíos. De esa forma, lo que antes fue gozosa esperanza y motivo de canto viene a convertirse en voz de llanto, profecía de desdichas.
Precisamente aquí se inscribe la tarea y respuesta de María. La batalla por Jesús viene a librarse dentro de su alma. Es como si ella debiera padecer una guerra civil en sus entrañas de madre mesiánica. Partiendo de ese fondo, de manera muy breve, esquemática y progresiva, mostraremos los sentidos de ese intenso dolor redentor de María.
Esta será la verdadera purificación de la madre de Jesús (no la vista en 2, 22-24): el momento más duro y más hermoso (luminoso) de su sangre. Será el gesto y culmen de su maternidad redentor. Es evidente que, como varón, José no puede entender ni vivir lo que ahora se dice de María: está en un nivel inferior de humanidad (de gozo y sufrimiento). Aquí no puede acompañarla plenamente.

a) Sufre María el sufrimiento israelita.

Este es el primero y más preciso sentido de la escena. El signo de Jesús divide a los judíos: les enfrenta (les hace discutir) a unos con otros, les escinde (hace que caigan o se eleven). Pues bien, ella no puede quedar indiferente ante esa gran ruptura y crisis: es madre Israel, representante del pueblo mesiánico, como hemos podido descubrir en su canción o profecía (Magníficat de Lc 1, 45-55). Por eso sufre: revive en sí el dolor entero de su pueblo.
Cada persona es un pequeño microcosmos: lleva en sí la vida y muerte del conjunto de la tierra. Pues bien, María es un microisrael: reasume en sí la historia, la esperanza y la tragedia del pueblo de la alianza. En nombre de su gente ha dicho fiat: se ha comprometido a encarnar y culminar en su persona la tarea que iniciaron la ley y los profetas. Ya no puede estar desentendida: no puede expulsar fuera de sí la lucha (ruptura, división, rechazo) de su pueblo.

Resonarán en sus entrañas los sonidos, retumbarán incesantes los tambores de la guerra israelita desatada en torno al Cristo, la bandera discutida. Ella es desde ahora como una caracola marina donde llegan, se cruzan, combaten las olas de todos los mares. Así empiezan a dolerle en las entrañas los dolores del Mesías sufriente que acuna en los brazos. Ha visto y cantado su gloria (Lc 1, 46-55). Ahora presiente y padece su llanto.
Éste es el dolor de todos los dolores de Israel que ha suscitado Jesús, el hijo de su entraña: es llanto de cortante espada que divide a los judíos para que se revelen los pensamientos de muchos corazones (2, 35). Es evidente que esa espada va pasando, va cortando y dividiendo al mismo tiempo (antes) por dentro de su entraña de madre, por su alma de persona.
María no es madre/nodriza de un niño que invade tan sólo por nueve meses su cuerpo, para luego separarse de él, desentenderse, como si le fuera ajeno. María sigue llevando en su entraña de madre a ese niño nacido, hecho grande y convertido en bandera discutida. Por eso, la batalla por Jesús sigue librándose dentro de su entraña.
Esta es la experiencia de solidaridad personal que quizá sólo una madre (o un enamorado) puede sentir de forma tan intensa. De ahora en adelante, la vida de María se conecta con la suerte de su hijo, como si un nuevo y más intenso (verdadero) cordón umbilical les vinculara. Desde ese fondo podemos dar algunos pasos y trazar otros momentos o aspectos de esta espada solidaria del hijo y de su madre.

b) La espada es el dolor de la fe, la crisis del nacimiento mesiánico.

María ha dicho fiat y ha seguido en manos del misterio: ha dejado que su vida entera se haga espacio y tiempo para el nacimiento del Mesías. Pero el Cristo está ya vivo y concreto (independiente) entre sus brazos y ella, haciéndose madre, ha de aprender a caminar con él en andadura de padecimiento. Habrá un influjo doble.

- María enseñará a Jesús, ofreciéndole sus pechos y sus manos, su limpieza, su mirada, su cariño; le dará amor y palabra, le irá haciendo persona en su verdad humana, hasta el día en que él empiece ya a ocuparse por sí mismo de las cosas de mi Padre (Lc 2, 49).
- Jesús enseñará a María en un camino largo, iluminado y doloroso, de maduración creyente. Ella tendrá que superar su vieja seguridad israelita para seguir a Jesús, tomando su cruz y negándose a sí misma (Lc 9, 23).

María se inicia desde ahora en eso que San Juan de la Cruz llamaba noche oscura de la fe: quien quiera salvar su vida la perderá; quien pierda por mí su vida la ganará (Lc 9, 24). Esta es la paradoja más fuerte de la espada: María da la vida a su hijo para que luego el mismo hijo se la pida. Es hijo difícil; seguirle en el camino habrá de ser parto muy duro, de novedad en novedad, de sobresalto en sobresalto.
Pues bien, María no renunciará a la espada de su hijo, como sabe este pasaje de intensa profecía y como certifican Lc 2, 41-52 y Hech 1, 13-14. En el lugar donde el dolor ha sido más intenso y el corte más sangrante ha querido a mantenerse siempre, para renacer así en Jesús, para ganar y recibir la vida verdadera.
Ha sabido hacer el fuerte camino de la fe, en andadura que le ocupará la vida entera. Ella ha dado luz y carne humana al Hijo de Dios y así lo seguirá haciendo por siempre. Pero, a su vez, su hijo mesías abrirá para su madre un programa y misterio de humanidad salvadora. Este hijo llenará, dará sentido y fuerza (sufrimiento y gozo), a todo su existencia.
Podría haber vivido más tranquila sin hijo, sin mesías, como madre normal entre las madres y mujeres de la tierra. Pero ella ha respondido a Dios con fiat y se compromete mantener su gesto, a dar su vida por (con) el hijo de sangre y espada de su entraña. De ahora en adelante llevará en el corazón la espina fuerte de su pasión; no la podrá ni la querrá arrancar jamás; sentirá siempre gozoso y dolorido su costado de mujer, amiga y madre.

c) La espada es el dolor de los judíos que corren el riesto de perderse...

Resuena aquí la palabra radical de Pablo: llevo una tristeza fuerte, un dolor de parto que no cesa; quisiera ser yo mismo un anatema en Cristo en favor de mis hermanos, compatriotas en la carne, los israelitas... (Rom 9, 2-3). Aplicando estas frases a María, pudiéramos decir que ella no sufre sólo por la división interior del judaísmo (como señalábamos antes) sino también, y de una forma especial, por el rechazo ya concreto de aquellos que niegan al Cristo y, negándole, se pierden en caminos sin rumbo ni retorno.
Ella ha iniciado la andadura de la fe y sólo al fin (al interior) del sufrimiento con su hijo puede descubrir el gozo de la gloria de Jesús resucitado. Por eso debe padecer con Pablo y más que Pablo este dolor de parto (odynê) que parece inútil, porque destruyen su esperanza y vida los judíos que se niegan a aceptar al Cristo. Este es, mirado en otra perspectiva, el mismo fuerte llanto y gran gemido de Raquel, la madre israelita, que llora inconsolable desde el fondo de su tumba por los hijos muertos, pues no quieren renacer, hallar la vida (cf Mt 2, 16-18).

María es en Lc 2, 34-35 la verdadera madre israelita muy adolorada por la muerte de sus hijos. Ciertamente, ella no llora inconsolable como Raquel en Mt 2,18, pues la ruina de unos hijos significa el nacimiento en Cristo de otros muchos, conforme al sentido más profundo de la cita de Jer 31, 15 ss (que está al fondo de Mt 2,18). Pero es evidente que ella sufre el dolor de una espada en el alma: también eran sus hijos aquellos judíos que se pierden; cuando acepta por su fiat el amor del Cristo, ella asume también el gran dolor de todos los que pueden perderse al rechazarle.

d) La espada puede ser también la compasión de la Madre ante la Cruz de su Hijo (Jn 19, 25-27).

Esa asociación resulta no sólo oportuna sino también necesaria: Simeón, el profeta, ha descorrido ante los ojos de María el velo de su historia (el futuro de su hijo); allá al final del recorrido se eleva ya la oscura colina de las cruz; en ella ha de sufrir también la madre del Mesías.
Tendremos ocasión de estudiar después el tema de la cruz (Jn 19, 25-27), con las palabras de Jesús a su madre y al discípulo querido, pero desde ahora (uniendo así de un modo general visiones de Lc y Jn) podemos conectar las dos escenas. Ordinariamente, la madre sólo experimenta el nacimiento; no ve morir al hijo. Esta profecía, en cambio, ha vinculado Navidad y Pasión, la madre engendradora y la que sufre por la muerte de su hijo.
Éste es nacimiento de sangre: precisamente allí donde la vida brota y salta, en promesa radiante de futuro, viene a abrirse la más fuerte profecía o, mejor dicho, promesa de muerte. Simeón es profeta de amor y de gozo, como ya hemos indicado; pero, al mismo tiempo, parece un agorero de dolores.
Revivamos la escena. Estamos en el centro de una liturgia gozosa de nacimiento. Todo son parabienes a la madre, promesas de ventura para el hijo. Pues bien, sobre ese coro, creando un gran silencio de expectación, disgusto y miedo, se eleva la voz de Simeón que dice: ¡este niño morirá de muerte dura y tú, su madre, has de sufrirlo, llevando desde ahora la espada del dolor en tus entrañas!
Quizá no exista pasión (o compasión) más dolorosa. El niño es inocente (inconsciente): todavía nada sabe, sonríe y juega en la cuna (o en brazos de su madre), ajeno a todo lo que internamente sufren los que hablan a su lado. La madre, en cambio, sabe: tiene la certeza de que ha dado a luz un ser para la muerte y así lo va educando y madurando día a día, para que aprenda a morir, para que al fin lo crucifiquen. En ese sentido, María representa a las madres, pues todas engendran a sabiendas un ser para la muerte.
Alguien pudiera sentir la tentación de matarlo ya (¡que no sufra después!) y de matarse luego (¡por no ver al hijo en cruz y muerto!). Pero María ha superado la tentación. Como gracia de Dios ha recibido la vida de este destinado ya a morir. Le ha aceptado para amarle y crecerle en amor, para quererle y dejarse querer, en la más fuerte de todas las historias de familia de la tierra. Ella es mujer que sabe y sabiendo ha colaborado en su fiat. Es mujer que espera y esperando ha cantado en el Magnificat la gloria de una tierra ya pacificada. Finalmente es mujer que quiere y queriendo acepta y cría a este hijo de la muerte.
Ellos dos, madre e hijo, forman en el mundo la más fantástica pareja del amor y de la vida. Allí donde parece que todo acaba roto, que no queda más que llanto (sorber la derrota, dejarse morir, olvidarse en la droga), ellos asumen el camino de la vida, en gesto de fidelidad, al servicio de todos los humanos.

e) Ella sufre, en fin, por y con todos los sufrientes

Así sabe desde antiguo (al menos desde el siglo XIII) una tradición redentora que se refleja, por ejemplo, en la devoción de la Virgen de la Merced o misericordia en favor de los desamparados, oprimidos y cautivos. Siendo madre del Mesías universal ya no es sólo madre israelita (nueva Sara, Raquel o Rebeca) sino madre de la humanidad mesiánica, es decir, de todos los varones y mujeres que se encuentran incluidos y representados en el Cristo.
De manera consecuente, ella padece en carne viva el dolor de la humanidad sufriente. Ese dolor es como espina de un amor universal que hace sufrir también por todos, el lamento de la madre verdadera (Eva buena) que, siendo para el Cristo, ha de vivir en gesto de servicio universal. Por eso lleva en su entraña la pasión de todos los hambrientos y sedientos, exilados y desnudos, enfermos y cautivos que forman la hermandad o cuerpo sufriente de Jesús sobre la tierra (cf. Mt 25, 31-46).
Así lo ha visto y sentido la tradición cristiana al presentarla como Madre de Merced (la que sufre el dolor de los cautivos), Virgen de Misericordia o Madre de Desamparados, es decir, de todos aquellos que no tienen familia o cobijo, libertad o fiesta, pan o justicia sobre el mundo. La imagen de la caracola marina ha de ampliarse: la espada que atraviesa el alma de María es la pasión de todos las pasiones de la tierra. Ella es por tanto Virgen de Dolores.
Pero ella no sufre para desvanecerse, entrando así en neurosis destructiva: sufre de manera creadora y convierte su dolor en trauma de más alto alumbramiento. No es inútil su espada, no es infértil su llanto. La siembra del dolor se ha convertido dentro de su alma en gran cosecha redentora: ha transformado el llanto en germen de bienaventuranza (como sabe Lc 6,21).
Todos los devotos de María deben traducir su devoción en gesto de amor fuerte en favor de los desamparados, afligidos y cautivos de la tierra. Quien sólo es devoto aisladamente no es aún devoto de María. Quien se limita a rezarla sin más no la reza todavía. Sólo es devoto y alaba de verdad el que se pone, al mismo tiempo, a su servicio, es decir, al servicio de un amor que da de comer a sus hijos hambrientos, que visita y redime a los cautivos, que consuela a los desamparados.
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