Se nos ha hecho palabra vacía... Revivir la resurrección

sí, una palabra vacía, como otras que en su tiempo fueron importantes: Dios, Amor, Iglesia, quizá Patria. Una palabra por la que se podía vivir, muriendo incluso por ella.

Ahora corre el riesgo de ser como una moneda gastada, devaluada sin remedio, en un mundo que busca otros intereses, pues estos de Dios, Amor, Iglesia, Patria... no le sirven, no son más que recuerdos de un pasado irremisiblemente muerto, para muchos.

Por eso, cuando los cristianos decimos que Jesús ha resucitado de la muerte (o que Dios le ha resucitado) no suscitamos en general ningún rechazo, sino a lo más un poco de cansancio, quizá una atención cortés por un momento, luego el paso y cambio hacia otras cosas, otros programas de dinero, de amoríos de momento, vacaciones de olvido y/o política de intereses, sin más patria que el puro poder y el dinero, sin más iglesia que una afición de fútbol...



Ya sé que las cosas no son simplemente así, pero corren el riesgo de serlo. De la Resurrección de Jesús habría que hablar de otras maneras, con el testimonio de una vida resucitada, con una Iglesia que es signo y presencia de otro tipo de Vida, con Amor y Patria de verdad... Yo, en este momento, como simple teólogo, puedo ofrecer algo más pequeño: Unas reflexiones teóricas sobre la resurrección, para situar su novedad e impacto en la Iglesia primitiva. Así lo hago en lo que sigue. Buen tiempo de resurrección a todos.

1. DE LA FE EN LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS A LA CONFESIÓN DE JESÚS RESUCITADO.

En general, el antiguo Israel no creía en una salvación (o resurrección) individual de los creyentes tras la muerte, sino, más bien, en la pervivencia del pueblo (o de la humanidad). Los individuos en cuanto tales mueren y acaban, en un tipo de “sheol”.

Pero en los últimos siglos antes de Cristo, varios grupos judíos empezaron a creer en la resurrección de los muertos, al menos de los que han sido fieles al Dios de la alianza. No todos creían en ella, ni todos lo hacían de la misma forma. Había grandes discrepancias entre saduceos y fariseos, entre apocalípticos y esenios...


Pero la mayor parte creía en la resurrección final de los muertos, con el triunfo y vida eterna de los buenos israelitas (e incluso de los buenos gentiles, que se unirían a los israelitas).

La fe en la resurrección no ha sido punto de partida del judaísmo, sino el punto de llegada de un proceso de profundización religiosa y antropológica. Desde el siglo II a. C., muchos judíos empezaron a pensar que los justos (especialmente mártires) resucitarían al final de los tiempos, para así participar en el triunfo mesiánico de Israel. Por eso, la resurrección pertenece, ante todo, al pueblo en cuanto tal, es decir, a los justos del pueblo. Los antiguos patriarcas no han podido morir para siempre, ni han muerto y terminado para siempre los mártires y todos aquellos que han sufrido por su fidelidad al Dios del pueblo.

Es normal que Dios los resucite al final de los tiempos, formando con ellos (y con los justos del tiempo final), el pueblo definitivo de la vida que nunca termina. Así creen la mayoría de los judíos del tiempo de Jesús (en especial los fariseos), pero había algunos que, como los saduceos, seguían manteniendo la doctrina más tradicional, antigua, según la cual los muertos no resucitan. Eso significa que la resurrección final de los muertos no formaba parte de la fe común judía (no estaba atestiguada por la Ley), pero era una certeza muy extendida entre gran parte de los judíos y en especial entre los fariseos, como afirma FLAVIO JOSEFO (cf. Ant 18, 1).

Los primeros cristianos confesaban básicamente la misma fe en la resurrección de gran parte del judaísmo de su tiempo. Así responde, por ejemplo Marta, como buena judía, cuando Jesús le dice que su hermano Lázaro resucitará: «Yo sé que resucitará en la resurrección en el día final» (Jn 10, 24); por su parte, cuando resume la fe del judaísmo, centrada en Abraham, Pablo dice que ellos creen “en el Dios que crea y que da vida a los muertos” (Rom 4, 17). Por eso, cuando el mismo Pablo afirma en Hechos 23, 6 que le juzgan por defender la resurrección de los muertos se produjo un altercado entre los judíos asistentes: los de rama farisea le defienden pues comparten con él la esperanza de la resurrección; los de rama saducea, en cambio, se le oponen, pues ellos no creen en la resurrección de los muertos.

Para los discípulos de Jesús, la fe en la resurrección, que ellos comparten con otras ramas del judaísmo, recibe un sentido absolutamente nuevo, a través de la experiencia de la vida, muerte y nueva presencia de Jesús resucitado.

Ellos no se limitan a creen en la resurrección general (final) de los muertos, aunque esa fe pueda estar en el fondo de su confesión de Pascua, sino que confiesan que Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos y veneran a Jesús como el Señor resucitado. La novedad cristiana no está en la resurrección sin más, sino en la afirmación de que Dios ha resucitado ya a Jesús de entre los muertos, como afirma expresamente Pablo en Rom 4, 24 y como testifica la tradición unánime de los evangelios.

En esa línea, la experiencia pascual cristianaa está vinculada a la condena de Jesús y a su muerte en la Cruz, como pretendiente mesiánico. Sus seguidores pudieron pensar que Dios le había abandonado. O pudieron pensar también que resucitaría al final de los tiempos, el día de la resurrección de todos los justos (cf. Dan 12, 1-12). Pues bien, en contra de eso, movidos por una experiencia especial, ellos han comenzado a confesar que Dios ha resucitado ya a Jesús, avalando su mensaje y compromiso anterior e iniciando de esa forma la etapa final de la historia.

Estrictamente hablando, no sabemos cómo fue el comienzo de esa fe, ni siquiera sabemos cómo había sido el entierro de Jesús: ¿En una tumba noble? ¿en una fosa común? Las tradiciones antiguas varían. En lo único que concuerdan todas es en la afirmación de que no se puede buscar a Jesús en la tumba. En el sentido más profundo del término, el sepulcro de Jesús está “vacío”. Su memoria no está allí.

Por eso, el cristianismo no es el recuerdo de un muerto; ni el centro de su mensaje se encuentra en una tumba. Al contrario, la vida de Jesús sigue vinculada a su anuncio de Reino y ahora, de un modo especial, a la experiencia de su presencia como Señor Resucitado.

La primera “narración” evangélica que tenemos de esa experiencia (la de que Mc 16,1-8) es totalmente sobria: En Jerusalén, donde mataron a Jesús, sólo queda una tumba vacía y un “mensajero” celeste que dice a sus amigos (a unas mujeres) que Jesús no está allí (en la tumba), que vayan a encontrarle a Galilea (siguiendo su camino, reiniciando su mensaje, continuando su obra).

Pues bien, dando un paso en adelante, el evangelio Mateo ha querido narrar de alguna manera lo sucedido. Evidentemente, lo ha tenido que hacer con símbolos de tipo apocalíptico: «En la madrugada tras el sábado... vinieron María Magdalena y la otra María a mirar el sepulcro. Y hubo un gran terremoto: el Ángel del Señor, bajando del cielo y adelantándose, descorrió la piedra (del sepulcro de Jesús) y se sentó encima de ella; era su rostro como relámpago, sus vestidos blancos como la nieve» (Mt 28, 1-3).

La resurrección aparece así como un hecho que puede contarse, volviéndose “casi” visible dentro de la historia. Es como si se hubiera roto las fronteras y se uniera el cielo con la tierra, en una especie de gran continuo histórico y sacral, divino y humano. De todas formas, ni Mateo ni ninguno de los textos del Nuevo Testamento han dado ese paso y han “contado” la forma en que vino a realizarse la resurrección. Sólo después que pasaron algunos decenios, queriendo contar aquello que no puede contarse, El evangelio apócrifo de Pedro ha destacado esos motivos:

«Pero en la noche en que comenzaba a iluminarse el día del Señor, mientras los soldados montaban guardia de dos en dos, resonó en el cielo un fuerte grito. Ellos (los soldados) vieron los cielos abiertos y dos hombres descendiendo de allí con gran esplendor, para acercarse al sepulcro. La piedra que había sido puesta al ingreso rodó por sí misma y quedó a un lado. Así se abrió el sepulcro y los dos jóvenes entraron. Ante tal visión, los soldados despertaron al centurión y a los ancianos (de los judíos), que estaban también allí de vigilancia. Mientras les explicaban lo que habían visto, he aquí que tres hombres salían de la tumba: dos rodeaban a un tercero, mientras una cruz les seguía. La cabeza de los dos primeros alcanzaba al cielo, mientras que la cabeza de aquel a quien ellos dirigían superaba los cielos. Entonces oyeron una voz del alto que decía: ¿has predicado a los durmientes? Después se sintió la respuesta que procedía de la cruz: ¡sí!» (Evangelio de Pedro IX-X, 35-42).

Éste es un relato que se atreve a contar la experiencia de pascua en clave apocalíptica, como si fuera un hecho objetivo: la resurrección de Jesús constituye el acontecimiento fundamental de la historia, la culminación de la vida humana. El misterio de Dios (él ángel o ángeles del Señor) ha irrumpido en el proceso de la humanidad, de manera que los mismos poderes del mundo (soldados, ancianos) han sido testigos del triunfo de Cristo.

Es evidente que esos datos han de interpretarse en forma simbólica, dentro del lenguaje apocalíptico: no son la crónica de algo que ha sucedido a nivel material (externamente demostrable), pero expresan el sentido profundo de la nueva realidad pascual. Significativamente, ese sentido se expresa y entiende en clave apocalíptica. Desde ese fondo, debemos añadir que (a pesar de los intentos de Evangelio de Pedro), la resurrección de Jesús no puede contarse en un lenguaje histórico, pues ella nos lleva más allá de la historia física del mundo, nos sitúa en el espacio y tiempo de la culminación final de los tiempos. Judíos y musulmanes pueden hablar y hablan de una resurrección “final”, interpretada de varias formas. Pero los cristianos afirman que esa resurrección ha comenzado a realizarse ya, por Cristo, en medio de la historia.

a. Es resurrección de la carne, es decir, de la naturaleza y de la historia. El mundo no es por tanto una cárcel o pecado sino un camino de vida que puede culminar, por gracia de Dios, en una especie de inmortalidad gozosa. Esto que llamamos carne (mundo, historia) no es la expresión de un eterno retorno angustioso, sino expresión de un camino abierto a la gloria de la presencia de Dios, que es vida para los hombres. La historia se define aquí como camino abierto que puede ser culminado por Dios en forma de creación definitiva.

b. Es resurrección de la persona, en el sentido más estricto del término. El mundo material, en sí mismo, no puede resucitar, tampoco los organismos sociales, pues no se poseen a sí mismos (no tienen realidad autónoma). Sólo resucitan, culminan su camino y llegan a “ser” como tales, esto es, como realidades valiosas en sí mismas, las personas. Pero ellas no resucitan en una especie de espacio vacío, sino en el mismo despliegue del mundo, a través de una mutación cósmica que está en camino, que es el camino de la nueva creación, que la Biblia y la Iglesia formulan en clave de resurrección final o transformación cósmica. Pero esa resurrección empieza a realizarse y se vincula con la experiencia del don y de la gracia de la vida humana, allí donde los hombres y mujeres comparten la vida, en esperanza de amor, en esta misma tierra, allí donde ellos se expresan y realizan como personas, con valor definitivo, cada una con su propia singularidad, desde este mismo mundo. Así decimos que cada persona resucita ya en su misma muerte, penetrando en un espacio, en una dimensión más alta de vida, no para separarse del resto de la historia de los hombres, sino para introducirse en ella de un modo más alto y para renovarla, como sucede en la resurrección de Cristo.

c. Es resurrección que empieza dentro de la misma historia. No se trata de negar (abandonar) el mundo, como pueden suponer las religiones de la interioridad, sino de trasformarlo o recrearlo, como indica el Apocalipsis cristiano (Ap 20, 1-6) cuando habla del reino de los Mil Años, definiéndolo como Resurrección Primera. Los verdaderos creyentes empiezan a resucitar con Jesús en esta misma historia, en este mismo mundo, anticipando de esa manera la llegada de un Teino que se encuentre bien fundado en los mártires, los expulsados, los marginados de la sociedad antigua. Sólo después vendrá la Resurrección final o Segunda (Ap 21-22), que no es negación sino culminación de la historia humana.

Según eso, creer en la resurrección significa creer en el valor definitivo de esta vida personal, en el valor de las acciones que conforman y definen aquello que nosotros somos; la resurrección significa creer en el Dios de la vida y en el sentido de su creación, en un camino que culmina en la resurrección final de los muertos, es decir, en la culminación de la historia humana en el Dios creador. No se puede hablar de un eterno retorno de la vida, ni de una salida del mundo, para refugiarse en el nivel de la eternidad divina.

En contra de eso, el credo cristiano habla de la resurrección de la carne, es decir, de la misma “materia” y de la historia, de forma que en cada muerte (en la culminación de la vida de cada ser humano) comienza ya su resurrección, abierta y dirigida hacia la resurrección final de todos los muertos. El mundo no es por tanto una cárcel donde los hombres están encerrados, sino un camino de realización abierto a la plenitud de Dios. La muerte de cada ser humano no es una liberación de la materia y un retorno al mundo superior del espíritu más alto, sino un momento en la gran transformación de la misma “materia”, es decir, de la vida humana. En ese sentido, la resurrección de Jesús ha de tomarse como anticipación de la parusía, es decir, como principio, dentro e impulso determinante de la resurrección final de los muertos.

-- Lo normal para un judío (y para un discípulo de Jesús) hubiera sido la llegada del fin de los tiempos: que viniera Jesús (como personaje celeste, Hijo de hombre) sobre las nubes del cielo y que con su venida terminara el mundo viejo. Lo normal hubiera sido que la resurrección de Jesús se identificara con la resurrección final de todos los muertos, de tal forma que no hubiera distancia temporal (tiempo intermedio) entre su muerte y la llegada del fin de los tiempos. Eso es lo que esperaba en conjunto de la primera Iglesia. Pues bien, los discípulos pascuales afirman que él (Jesús) ha venido ya, que está vivo, pero de otra forma, anticipando en su vida la resurrección fina de los muertos.

-- La novedad cristiana se expresa según eso como ampliación o, quizá mejor, división y transformación del tiempo apocalíptico, es decir, del cumplimiento final de los tiempos. Eso significa que el tiempo final (la resurrección de todos los muertos) ha comenzado en esta misma historia, en este mismo tiempo. Esa culminación que esperaba la apocalíptica judía ha empezado a realizarse en la historia, pues Jesús crucificado “sigue” en ella, como fermento de vida y principio de transformación (culminación) de la historia humana. De esa manera, entre la muerte de Jesús y la resurrección final de los muertos, se abre una historia de testimonio y misión del mismo Cristo, un tiempo de transformación humana, que se abre y expresa primero en Israel, luego entre los gentiles. De esa forma, la vida de los cristianos (de origen judío o gentil) se incluye dentro del transcurso de la pascua, es decir, de la culminación del tiempo, que he comenzado ya

En ese sentido debemos recuperar el primer final de Mc (16,1-8), que nos lleva del sepulcro vacío a Galilea (lugar de encuentro eclesial), para hacer que allí veamos a Jesús. En esa misma perspectiva nos sitúa 1 Cor 15, 3ss, cuando identifica la experiencia pascual con el surgimiento de la iglesia. El peso fuerte de la pascua sigue estando en el futuro (en el Jesús que vendrá, con la resurrección de todos los muertos), pero con la muerte de Jesús ha comenzado ya ese futuro, marcando un tiempo de vida diferente, un tiempo definido por la experiencia del Dios que ha resucitado ya a Jesús (que ha resucitado ya en Jesús).

En el camino que conduce a ese futuro se sitúan los cristianos "que han visto" ya a Jesús, es decir, que han tenido la certeza de su sabiendo que ha triunfado ya de la muerte, para ofrecer su camino (experiencia de vida) a todos los humanos. No es que haya fallado la parusía; no es que los seguidores de Jesús, decepcionados por su ausencia (por su no venida), hayan creado en su lugar la iglesia, sino todo lo contrario: enriquecidos por la nueva presencia de Jesús, a quien han visto como triunfador de la muerte, y esperando la culminación de su obra, ellos han comenzado a extender el mensaje de Jesús, creando así la iglesia, como signo palpable anticipo del cumplimiento apocalíptico.

La pascua es, según eso, una experiencia apocalíptica iniciada, pero culminada en el sentido total de la palabra, es una experiencia del tiempo final (es decir, de Dios mismo) introducido en la historia de los hombres, de forma que podemos y debemos afirmar que el tiempo nuevo (tiempo de resurrección) ha comenzado ya. Al interior de la pascua de Jesús se sitúan sus discípulos, en el camino que les lleva de las visiones iniciales de su gloria (le han vi to glorioso, saben que está vivo) a la plenitud de su manifestación final, como triunfador de la muerte. Ellos no son ajenos al camino de la pascua, sino todo lo contrario: de ese camino nacen, en ese se sitúan, en el proceso que va del inicio pascual (visiones, mandato misionero) hasta su culminación apocalíptica (venida del Hijo del humano). Sólo así, integrada en el "contexto apocalíptico" propio del libro de Daniel (y de 1 Henoc) recibe su sentido la pascua cristiana.

Por eso, el cristianismo es experiencia apocalíptica que empieza en la muerte de Jesús y en las visiones de su pascua, para culminar en su venida final, iniciando así un tramo de vida distinta (vida de Dios) que se expresa y despliega en la vida de los hombres. La culminación apocalíptica queda por delante: ahora estamos en un tiempo de experiencia escatológica; la certeza de que el fin ya ha comenzado, el descubrimiento de Jesús glorioso, nos permite vivir ya desde ahora en situación de cumplimiento, ratificando así su historia y su pascua. En este contexto tendríamos que estudiar las diversas tendencias de la iglesia primitiva.

(a) Parece que el grupo primero de los Doce, reunidos en torno a Pedro, en Jerusalén, esperan la venida inmediata de Jesús, concebido, sobre todo, como Cristo para culminar su obra. En esa línea se sitúa la primera confesión cristiana de Pedro en Mc 8, 29.
(b) A diferencia de eso, los discípulos galileos siguen esperando preferentemente el Reino, aunque lo vinculan de un modo especial con Jesús, a quien probablemente identifican sobre todo con el Hijo de Hombre.
(c) Los parientes de Jesús le conciben también como Cristo, pero ponen de relieve sus rasgos más sacrales, en una línea quizá más vinculada con el sacerdocio.
(d) Los helenistas, en cambio, parecen poner de relieve el sentido mesiánico y trasformador de la muerte de Jesús, que supera así el espacio de la sacralidad judía… Pues bien, en se contexto se sitúa la aquella experiencia primitiva de la iglesia que identifica a Jesús resucitado con el mimo Yahvé, el Kyrios del AT.


2. JESÚS RESUCITADO ES EL SEÑOR, EL KYRIOS

Éste es el contenido más profundo de la experiencia pascual: El descubrimiento de Jesús como Señor (Kyrios), esto es, como alguien que forma parte del misterio de Dios, tal como muestran desde el primer momento las cartas de Pablo (cf. Rom 10, 9; 1 Cor 12, 3; 2, Cor 4, 5; Flp 2, 11 etc.). Con esta palabra se expresa la gran disonancia teológica que funda la novedad del mensaje cristiano, en una línea radicalmente distinta (aunque fundada en el testimonio del conjunto del Antiguo Testamento, tal como culmina en las figuras del Siervo de Yahvé y del justo sufriente .

-- Por una parte, Jesús ha rechazado el poder mesiánico, en el sentido radical de la palabra, porque entiende a Dios como gracia, no como imposición. De un modo consecuente, él ha muerto ha muerto ajusticiado por aquellos que quieren actuar con el poder de Dios sobre la tierra. Pues bien, lo que en un sentido puede y debe presentarse como gran fracaso (Jesús no ha triunfado como Mesías de Dios) viene a presentarse como expresión de su triunfo: Jesús aparece como verdadero Kyrios, esto es, como presencia de Yahvé.

-- Así le descubren sus discípulos cuando proclaman que aquel mismo Jesús crucificado es el Señor definitivo (Mar, Kyrios). Esta afirmación constituye el centro de la fe cristiana, el punto de partida de la nueva religión mesiánica, centrada en la paradoja de la cruz, que Pablo formula diciendo que los hombres "han crucificado al Kyrios de la gloria", es decir, que el mismo Jesús crucificado es Kyrios, Dios en la tierra, como el Yahvé de Ex 3, 14 (1 Cor 2, 8).

Crucificar al Kyrios significa invertir los esquemas de la religión y de la vida. Parece que sólo es Señor aquel que no se deja crucificar, aquel que vence siempre, pues impone siempre su poder sobre los demás y no se deja matar. Pues bien, los cristianos descubren que sólo es Señor verdadero, revelando el misterio de Dios y fundando el camino de la vida, aquel que se deja crucificar, muriendo por los otros. En el fondo de esta palabra encontramos la más honda confesión de fe, el mayor escándalo para los judíos, como ha visto Pablo en 1 Cor 1, 23. Los judíos rabínicos (tradicionales) saben que el único Kyrios o Señor es Dios (Yahvé) que actúa y reina sobre el mundo. Pues bien, esos judíos "cristianizados" proclaman ahora que Jesús crucificado es es el Kyrios, es decir, Dios mismo, el verdadero Yahvé del Éxodo (Ex 3, 14) en la historia de los hombres.

Para evitar de algún modo el escándalo que implica tal proclamación y para "explicar" la historia de manera más "racional", algunos exegetas dividen así las etapas de vida y teología de la iglesia: (a) Los cristianos más antiguos, de lengua aramea y origen palestino, habrían tomado a Jesús simplemente como un profeta del reino futuro, sin más autoridad que su palabra. En ese contexto era imposible llamarle Señor. (b) Sólo los cristianos helenistas, vinculados con el paganismo, le concibieron como Señor divino que anima la vida de sus sus fieles, especialmente en el misterio del culto religioso.


Pues bien, esta oposición entre cristianos palestinos y helenistas nos parece excesiva y contraria a la nueva experiencia cristiana (como estamos desarrollando a lo largo de esta teología). En contra de esa visión de un desarrollo simplemente progresivo de la fe pascua, sostenemos que la confesión del Señorío de Jesús no es un producto de una especulación y/o introducción de teología helenizante sobre un sustrato hebreo-arameo, sino expresión y consecuencia de la la misma experiencia/novedad pascual.

Ésta es la novedad cristiana: Invirtiendo el escándalo de la cruz (¡precisamente para invertirlo y para seguir creyendo en Jesús, en quien habían confiado como Cristo!), sus seguidores han visto la mano (presencia) de Dios en el mismo Jesús crucificado. Por eso, en descubrimiento y decisión transcendente (escandalosa), ellos le llaman Señor, dándole el nombre (autoridad) del mismo Dios, en fórmula que un judaísmo tradicional no ha podido aceptar, como bien sabe Pablo . No se puede acusar en modo alguno a los judíos tradicionales de no haber creído en Jesús como Kyrios, Dios mismo resucitado de la muerte, pues eso es lo normal. Lo “anormal”, lo excesivo, ha sido la afirmación de aquellos que, viniendo del judaísmo, afirman que el mismo Jesús crucificado (un fracasado mesiánico) es el verdadero Dios de Israel, el auténtico salvador de Israel y del mundo.

El "escándalo" cristiano, centrado en la confesión de Jesús como Kyrios/Señor, está presente desde el comienzo de la iglesia: es el escándalo del Kyrios, Mesías de Dios rechazado, que los judíos más lúcidos y conscientes de su identidad, como el Pablo fariseo precristiano, no podían aceptar. La confesión del señorío del crucificado es, a mi juicio, la matriz del cristianismo. Desde este fondo podemos evocar algunos rasgos de la identidad e historia de los cristianos primitivos:

-- No ha existido oposición radical entre judeocristianos y cristianos helenistas, pues ambas culturas, judía y griega, se encontraban bastante vinculadas. Por otra parte, liberados por Jesús de una visión cerrada de la ley, los cristianos de origen judío podían expresar su identidad en claves más cercanas al espíritu helenista.
-- No puede hablarse de una evolución estricta dentro del cristianismo. Las formulaciones más significativas de la visión "helenista" del mensaje de Jesús y de su pascua (y su persona) aparecen en pasajes prepaulinos muy antiguos. Po otra parte, no hay ruptura radical entre el mensaje de Pablo y la visión de las "columnas" de la Iglesia palestina (cf. Gál 1, 18-24; 2, 9), de forma que la visión de Jesús Kyrios parece un dato aceptado por todos los cristianos.


-- La novedad cristiana se encuentra ya en la pascua, como experiencia de "nuevo nacimiento" de (=en) Jesús resucitado. Es como si estallaran las antiguas estructuras vivenciales: Jesús se ha presentado como Señor, revelación definitiva de Dios y su experiencia ha transformado los esquemas y formas de vida de sus fieles.

Aquí se expresa la novedad radical y escandalosa de la pascua entendida como revelación del mismo Dios (cf. Rom 4, 24) en el Señorío de Jesús resucitado. Le han crucificado los humanos (negándole todo poder), Dios le ha resucitado, identificándose con él, es decir, dándole su Nombre y Autoridad, como han precisado, en forma arcaizante pero certera, algunos sermones primeros del libro de los Hechos. Esta identificación de Dios con Jesús crucificado es la experiencia original cristiana, es el principio de la nueva visión religiosa de Israel, la teología original del cristianismo. No se trata, pues, de una simple experiencia mesiánica de tipo intramundano, sino la manifestación definitiva de Dios, que se muestra (y es) "divino" por Jesús:

Conozca pues con seguridad la casa de Israel que
Dios ha constituido Señor y Cristo
al mismo Jesús que vosotros habéis crucificado (Hech 2, 36).


Por medio de esta inversión ha presentado el autor de Lc-Hech la más antigua experiencia pascual, centrada en la victoria de Jesús a quien el mismo Dios constituye Kyrios mesiánico, dándole su propia autoridad, no como algo externo, sino desde dentro de sí mismo. Dios, sin dejar de ser divino, sino siéndolo de todo (y podríamos decir: ¡para serlo!) se da y entrega a sí mismo en Cristo, identificándose con él. Ciertamente, los cristianos esperan la venida de Jesús como Hijo del hombre, pero sólo pueden hacerlo porque le veneran como Kyrios, portador de autoridad divina.
Posiblemente, más que un título divino propiamente dicho, el nombre Kyrios/Señor pudo empezar siendo un apelativo cercano, una palabra coloquial que algunos cristianos utilizaron para referirse a Jesús resucitado, invocándole en la plegaria y pidiéndole que venga, porque se le ama y espera. Así lo podría mostrar la tradición más antigua de la Iglesia, utilizada en su liturgia pascual, que conserva la palabra aramea primitiva:

Si alguien no ama al Señor sea anatema.
Marana tha, ¡ven Señor! (1 Cor 16.22).
Sí, yo vengo pronto; así sea, ven Señor Jesús (Ap 22, 20; cf. Did 10, 6).


Cristianos son aquellos que invocan al Señor, sabiendo que se encuentra presente, como alguien a quien amamos y nos ama. Marana (Mar/Señor con sufijo personal¬) significa Nuestro Señor, en palabra que resalta el señorío de Jesús sobre el conjunto de los fieles, pero el término puede interpretarse también en absoluto: ¡El Señor!

Pues bien, superando el puro nivel coloquial, de respeto cariñoso, los cristianos han empezado a venerar y proclamar así a Jesús porque han descubierto en él la presencia salvadora de Dios, le han empezado a ver y confesar como divino.Éste es el momento clave de la novedad cristiana, en el que se cumple y supera el inmenso rechazo judío del politeísmo y de la idolatría, que hemos empezado destacando desde cap. 1-4 de esta teología.

-- Los judíos son el pueblo “Dios Uno”; ellos puede aceptarlo en su teología todo (casi todo), menos la afirmación-adoración de “otro” frente a Yahvé o con Yahvé, que no tiene consorte, no tiene compañero.
-- Los judíos son el pueblo que rechaza a los ídolos; ellos pueden seguir aceptándolo todo (casi todo), menos la colocación una figura divina (ídolo de diverso tipo), junto a (frente a) el Dios Desconocido, cuyo nombre, Yahvé, no puede pronunciarse.


Pues bien, radicalizando ese rechazo total de la “dualidad” en Dios y de la idolatría, los cristianos han podido proclamar y han proclamado que Jesús es divino (es Dios), pero no como un segundo Dios al lado de Yahvé, sino como el mismo Yahvé (¡Hijo del Padre!) que se expresa y entrega plenamente en el crucificado. (a) En ese sentido, Jesús no es “otro” junto o frente a Dios Padre, sino el mismo Dios Padre penetrando en la historia de los hombres (haciéndose historia). (b) En esa línea, Jesús no es un ídolo que se pueda elevar frente a Dios, sino lo contrario (lo absolutamente contrario) a todos los ídolos, pues no tiene entidad en sí, sino que es pura donación de vida, entrega plena, amor total.

Ésta es la revelación pascual cristiana, que puede y debe situarse a la luz (en la línea) de la pascua israelita. (a) Los israelitas descubrieron a su Dios Yahvé (Ex 3, 14) precisamente en la liberación de Egipto, allí donde superaban la opresión de otros pueblos dominadores y pudieron surgir (resucitar) de la muerte, en las aguas del mar Rojo. (b) De una forma convergente, llevando hasta el final esa experiencia israelita, los cristianos han descubierto a Dios identificándose con Jesús crucificado, mostrando así que su entrega hasta la muerte había sido y era la presencia total de Dios, la nueva pascua.

Desde ese fondo, en un gesto de audacia teológica total, estos cristianos, cuyo nombre en concreto no conocemos, cuyos escritos originales no conservamos, pero que están vinculados a la tradición de Pedro y de Pablo, de las mujeres pascuales y de los Doce, con los parientes de Jesús, conforme al audaz relato de Hch 1, 13-14, se atreven a confesar que Jesús, el mismo Jesús crucificado, es Kyrios, es el Dios que se hace presente (presencia total de Dios). Por eso le llaman y esperan porque le reconocen presente en su vida personal y comunitaria. Así forjan su más antigua plegaria pascual, diciendo a Jesús ¡ven Señor! (1 Cor 16, 22), mientras que Jesús llamaba el Padre pidiendo (venga tu reino! (Lc 11, 2).

Esta invocación (¡ven Señor!) se traduce pronto en fórmulas de tipo afirmativo ((el Señor viene!), como suponen textos muy antiguos del NT que, en palabra acuñada, anuncian la inminente parusía de Jesús (1Tes 2, 19; 3, 13; 5, 23; Flp 4, 5). Sólo porque tiene autoridad de Dios en el presente se puede afirmar que "el mismo Señor descenderá del cielo... y nosotros seremos arrebatados a su encuentro" (1 Tes 4, 16-17). Lógicamente, son cristianos aquellos que invocan a Jesús como Señor (cf. 1 Cor 1.2; Hech 9, 14; 22, 16; 2 Tim 2, 22), en palabra que recoge la experiencia clave de Jl 3, 5, como muestran varios textos del credo cristológico:

Si confesares con tu boca (Jesús es el Señor!... serás salvado (Rom 10, 9)
Toda lengua confiese (Jesucristo es el Señor!... (Flp 2, 11)
Nadie puede decir (Jesús Señor! sino es por el Espíritu Santo (1 Cor 12, 3).


Esta es la primera aclamación cultual que conocemos. El centro de la liturgia cristiana consistía en confesar a Jesús como el Señor. El título Mesías (Cristo) resultaba restringido; Hijo del humano es función más que título; Hijo de Dios es demasiado genérico. De manera muy normal, ellos se definieron como los que invocan a Jesús como su Kyrios. Jesús no es simplemente Hijo del Señor (de Yahvé) sino que recibe por la pascua el nombre divino de Señor: precisamente allí donde los judíos tradicionales sitúan a Yahvé, Kyrios divino, en nombre que no puede pronunciarse, ponen los cristianos a Jesús, Señor mesiánico, que tiene autoridad divina por la entrega de la vida.

Jesús no es Señor por imponerse sobre los demás, por dominio o grandeza egoísta, sino porque se ha dado por los otros, siendo así expresión (presencia total) del verdadero Dios que es Padre entregando su vida. Allí donde la vida se hace don, donde el poder se expresa como entrega por los otros, viene a desvelarse el verdadero señorío: se expresa Jesús como Kyrios.

De esta forma, la experiencia pascual se condensa en la aclamación repetida ¡Jesús es Kyrios! (cf. Hech 19, 34). Ciertamente, los cristianos siguen invocando a Dios, como supone Flp 2,11: ¡para gloria de Dios Padre!. Pero descubren ya la presencia de Dios en Jesucristo y por eso confiesan su señorío. Al obrar así no inventan algo nuevo. Precisamente para mantener el evangelio de Jesús y mantenerse fieles a su historia, le celebran como Kyrios y confiesan para siempre su reinado.

Jesús ha proclamado la llegada del reino y Pablo ha visto que ese reino está ya realizado en el señorío de Jesús, destacando así la continuidad y coherencia del mensaje cristiano: se ha cumplido el tiempo y lo que era búsqueda se ha vuelto hallazgo y cumpli-miento. Por eso, los cristianos han reinterpretado el reino desde el Señorío de Jesús en quien lo ven ya realizado: Dios no expresa ya su plenitud como abundancia material o cambio político-ideológico, sino en la nueva humanidad de Jesús resucitado, abierta por la misión a los creyentes.

Lógicamente, los cristianos han recreado desde aquí la antigua liturgia de la sinagoga y templo: no cultivan la Ley, ni ofrecen sacrificios ni instauran un culto helenista en línea carismática, sino que veneran la presencia de Jesús como Kyrios en un culto entendido como vivencia pneumática y comunitaria de su mis¬terio. En ese contexto se puede entender la eucaristía:

Pues yo he recibido del Señor aquello que os he transmitido:
que el Señor Jesús, la noche que fue entregado
tomó el pan y dando gracias... (1 Cor 11, 23-24).

El Señor cuya liturgia se celebra es el mismo que "fue entregado...". Por eso sólo podemos venerarle recreando el camino de su historia, pues murió y ha resucitado para ser "Señor sobre muertos y vivos" (Rom 14, 9), suscitando por su entrega un espacio de existencia para todos los humanos. De esa forma es Señor, ofreciendo su cuerpo a todos los que quieran aclamarle diciendo ¡Jesús es el Señor! (cf. 1 Cor 11, 25; 12, 3), anunciando así su señorío "hasta que vuelva" (1 Cor 11, 26).

Sólo en este fondo se entienden las dos grandes audacias del principio de la Iglesia: (a) La audacia histórica de Jesús que comenzó a recorrer los caminos del Reino: ha creído en Dios, le ha invocado como Padre y en sus manos se ha entregado por la muerte, aceptando su fracaso “mesiánico”, en el sentido antiguo, y abriendo así para los hombres un camino nuevo de experiencia de Dios, de vida. (b) La audacia pascual de los cristianos que confiesan que el Reino de Dios ha comenzado a realizarse a través del Señorío de Jesús, condensando en su persona pascual el mensaje de reino.

Dios, Padre del Kyrios. El título Señor se ha empleado desde el principio de la iglesia, aunque existe diferencia entre los arameo-parlantes (que llaman a Jesús Mar/Maran, acentuando el aspecto escatológico) y los greco-parlantes (que le llaman Kyrios, destacando quizá más su presencia salvadora). Unos y otros se enfrentan con el mismo judaísmo normativo que no puede aceptar a Jesús como Mar/Kyrios, autoridad definitiva, signo de Dios sobre la tierra, planteando así el problema teológico de fondo:

-- Los judíos de tendencia más apo¬calíptica podían hablar de un Hombre nuevo (Hijo del humano) o Mesías salvador, pero Dios seguía separado; los de tendencia sapiencial exaltaban su presencia en la Ley, Sabiduría o Logos, pero le seguían viendo trascendente.
-- Los cristianos empiezan llamando a Jesús Mar/Kyrios, Señor, es decir, Dios en persona. Le toman así como presencia plena de Dios y no como Mesías subordinado, personalización (hipostasización) de su misterio. Ciertamente, no dicen (Jesús es Dios!, pero le sitúan en un campo divino

La Biblia hebrea utilizaba dos nombres principales para Dios: El-EIohím, de carácter más genérico, puede traducirse como "lo divino" y aplicarse a los dioses de otros pueblos; Yahvé, nombre especial israelita, está ligado al señorío y presencia salvadora de Dios en su pueblo. Pues bien, ese nombre de Yahvé se había convertido en tiempo de Jesús, en signo de misterio y silencio y sólo podía pronunciarlo el Sumo sacerdote el día de la Expiación anual; el conjunto de los judíos empleaban siempre en su lugar otros nombres:

-- En hebreo decían Adón (Señor) o Adonai (mi Señor), incluso en la lectura de la Biblia, en vez del sagrado Tetragrama (Yahve, YHWH); de esa forma definían a Dios como señorío para los humanos.
-- En arameo decían Mar, Maran, Mari (Señor, Nuestro Señor, mi Señor), en término aplicado a los monarcas y personas importantes. Lógicamente, los cristianos de lengua aramea seguían llamando a Dios así, como los judíos.
-- Los de lengua griega traducían Yahvé por Kyrios, que asumía el sentido del Adón hebreo y del Mar-Marán arameo, presentándose como expresión privilegiada del misterio y autoridad suprema.

A partir de aquí se entiende la novedad del cristianismo. Ciertamente, a Jesús le han podido decir mar, señor, en signo de respeto y cortesía, sin connotaciones sacrales. Pero tras la pascua los cristianos le atribuyen ese título en sentido más profundo, para resaltar su autoridad suprema, concediéndole así un nombre que es propio de Dios, como supone ya Mc 12, 36 par (cf. Hech 2, 34-35) al aplicarle el Sal 110, 1: "palabra del Señor (Kyrios, en TM Yahvé) a mí Señor (Kyrios, en el TM Adonai): siéntate a mi derecha...". El texto original hebreo distinguía ambos "sujetos personales" o señores pero la lectura litúrgica (que en vez de Yahvé ha puesto en el primer caso pone Adonai, Mar o Kyrios) ya no los distingue, poniendo Señor en ambos casos:

-- El primer Kyrios es Dios, a quien los cristianos siguen dando ese título (le llaman Adón, Mar, Kyrios) en sentido teológico, conforme al uso judío, sobre todo citando el Antiguo Testamento (cf. Mt 1, 22; 4, 7 par; Hech 1, 24; Rom 4, 8; 9, 28-29; 1 Cor 3, 20 etc).
-- El segundo Kyrios es Jesús en persona (cf. 1 Cor 1, 2; Flp 2, 11; 1 Cor 12, 3; Hech 9, 14). Partiendo de aquí, los cristianos han podido interpretar las Escrituras en clave cristológica: allí donde el original dice Yahvé (traducido como Adonai, Mar o Kyrios) ellos piensan que se está refiriendo a Jesús.

Esta lectura y aplicación cristológica del título resulta sorprendente y se extendió muy pronto a las iglesias, de modo que el misterio teológico se amplia o dualiza de forma inaceptable para los judíos tradicionales: por un lado ponen a Dios sin más a quien miran, de manera cada vez más concreta como Padre (Abinu, Pater hemôn); por otro emerge Jesús a quien toman como Señor (Maran, Kyrios). Esta diferencia y unión entre Padre (Dios) y Señor (Jesucristo) expresa a mi entender la identidad del cristianismo, como muestra una antigua plegaria escatológica:

Para que se afiancen vuestros corazones en santidad irreprochable
delante de Dios nuestro Padre
en la parusía de nuestro Señor Jesús (1 Tes 3, 13).


Así lo ha explicitado el himno primitivo de Flp 2, 11: Jesús es Señor (para gloria de Dios Padre) porque a través de su entrega pascual ha expresado y realizado el señorío pleno de Dios sobre/para los hombres, en amor generoso y transformante: es Kyrios, Yahvé, Dios con nosotros. Dios, por su parte, se define como Padre de ese Kyrios, según lo había mostrado el mismo Jesús, al llamarle de esta forma.
De esa forma se dividen las funciones del misterio: Jesús asume la realeza y/o señorío de Dios; Dios se define básicamente como Padre de Jesús. Esta unidad y diferencia entre Dios, concebido como Padre de Jesús, y Jesús, entendido como Kyrios o Señor supremo, a través de su entrega pascual, define el cristianismo. Aquí está la novedad mesiánica, aquí está la unidad de los cristianos, aquí la diferencia respecto al judaísmo tradicional
Ambos elementos (Dios-Padre y Kyrios-Jesús) son necesarios, ambos se implican mutuamente: Jesús es Yahvé-Señor, redentor de los humanos, presencia salvadora; Dios es Padre.

El cristianismo viene a mostrarse así como experiencia del señorío salvador de Dios por Jesús


Esa experiencia, que ha llevado a distinguir las funciones de Jesús-Kyrios y Dios-Padre constituye, a mi entender, uno de los rasgos más significativos de la iglesia primitiva y se ha expresado, de manera habitual, en los saludos de las cartas paulinas que empiezan deseando "gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Kyrios Jesucristo" (Gal 1, 3; 1 Cor 1, 3; 2 Cor 1, 2; Rom 1, 7; Flp 1, 2; Flm 3; Col 1, 3; Ef 1, 3).
Este no es un tema de discusión teológica, sino la entraña del cristianismo: hay un solo Dios, el Padre..., y un sólo Señor, Jesucristo (1 Cor 8, 6): (a) A nivel teológico, Dios se define como "Padre de nuestro Señor Jesucristo" (cf. Ef 1, 3). Todos sus restantes títulos (de tipo cósmico o de actuación en la historia israelita) pasan a segundo plano. (b) A nivel cristológico, Dios se define por Jesús como el Señor: es aquel que ha realizado la obra salvadora, ocupando así el lugar de Yahvé (=Kyrios, Señor) en el Antiguo Testamento (cf. Ex 3, 14).

La tradición del Discípulo amado traduce esta experiencia en otros términos, hablando del Padre (que envía) y del Hijo (enviado). La tradición paulina, en cambio, ha definido a Jesús como Kyrios, elaborando la primera de las cristologías teológicas de la iglesia: la paternidad de Dios (principio de todo lo que existe) se revela y realiza por el señorío de Jesús, en el camino de entrega de su vida .

Jesús no ha muerto por impotencia, sino porque ha desplegado el más alto poder de la entrega de la vida. Junto a la postura ya señalada de Nietzsche, se ha extendido por doquier una visión satánica del señorío (¡todo poder corrompe!), en la línea del Diablo que se cree dueño de todos los reinos del mundo (Lc 4, 6 par; cf. Cap. 5, 5). Pues bien, en contra de ella, debemos añadir que Jesús ha realizado por su entrega el verdadero Señorío, apareciendo así como Poder perfecto, para salvación de los humanos (cf. Mt 28, 16-20).
La tendencia normal (y satánica) consiste en divinizar el poder como imposición, sea sacral o social, presentando como piadosa y salvadora la obediencia en plano de sometimiento. En esa línea se ha movido, por necesidad lógica de lo humano, un tipo de jerarquía de la iglesia, que entiende el brillo y esplendor del poder como signo de Dios. Pues bien, en contra de eso, debemos recordar que el señorío de Jesús es poder del crucificado.
Esta es la paradoja del evangelio, misterio de Dios: el Padre culmina su obra creadora allí donde entrega en amor crucificado a su Hijo, Señor Jesucristo; por su parte, Jesús sólo es Señor (=Yahvé, Dios con nosotros), revelación plena del misterio, al entregar la vida, no en masoquismo sino en amor que triunfa de la muerte. El verdadero señorío culmina y se expresa así en formas de comunión de vida: es Hijo quien sabe recibir, realizando la vida en comunión de amor, que abre a todos los hermanos; es Señor quien da la vida, renunciando así a imponerse sobre los demás.
De esa forma se vinculan filiación y señorío, desplegando dos títulos supremos de la confesión cristiana. El Hijo es Señor porque recibe de Dios todo el ser divino, incluso el nombre más alto del misterio (el ser Yahvé, presencia creadora). El Señor es Hijo, porque no tiene y despliega su señorío por sí mismo sino por don del Padre, en gesto de acogida y comunión, en entrega profunda de la vida. Por eso, paternidad de Dios y Señorío de Jesús se de unen de manera que Jesús viene a presentarse como Dios en persona, expresión perfecta y definitiva de la paternidad de Dios.
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