(JCR)
Negros dinkas sudaneses que hablan español con acento cubano, el embajador de Cuba que acude fervoroso a todas las misas oficiadas por el Nuncio en Kampala, profesores universitarios o
médicos cubanos que derrochan simpatía y dan clase o curan por doscientos dólares al mes, y algún que otro muchacho bien plantado que acababa dando el braguetazo con alguna diplomática bien situada… Cualquier español que haya vivido una temporada larga en cualquier país africano se habrá encontrado con situaciones parecidas a estas. Ahora que se cumplen los 50 años de la revolución cubana, con encendidos análisis a favor y en contra por parte de políticos y medios de comunicación, no resisto la tentación de contarles un poco de mi “experiencia cubana” durante mis 20 años en Uganda.
Los primeros cubanos con los que me topé por Kampala, allá por los años 80, eran asesores militares del entonces gobierno de Obote. Eran años de guerra civil, y pocas simpatías podían despertarme unas personas que venían a añadir más leña al fuego. Durante aquella última década de la guerra fría había en África decenas de miles de soldados cubanos (quizás más), sobre todo en lugares de influencia soviética, como Etiopía, Mozambique o Angola. La Unión Soviética y Estados Unidos, que no habían tenido nada que ver con la colonización de África, libraron su parte de contienda en este continente de maneras bastante sutiles: los norteamericanos apoyando a regímenes despóticos –como Mobutu en Zaire o Siad Barre en Somalia- y los soviéticos alimentando guerras mediante el envío de armamento y de soldados cubanos. En la Angola del comunista MPLA se dio el caso curioso de que éstos guardaban instalaciones petroleras explotadas por compañías estadounidenses contra los ataques de los rebeldes de UNITA… que eran apoyados por la administración Reagan.
Cuando se acabó la guerra fría, Cuba se apresuró a devolver a algunos de sus antiguos aliados a miles de jóvenes africanos que habían estudiado bajo los auspicios del régimen castrista, sobre todo en la Isla de la Juventud. Aún recuerdo el impacto que me produjo encontrarme con un grupo de veinte jóvenes dinkas, hijos de comandantes del SPLA, que tras 12 años de estudios en Cuba fueron transplantados a un campo de refugiados sudaneses en el norte de Uganda sin saber más idioma que el español, que hablaban con un marcadísimo acento cubano. Los pobres, más perdidos que un pulpo en un garaje, se lamentaban de lo mal que vivían en aquel campo “con aquellos negros salvajes” (sus propios compatriotas sudaneses!) y añoraban los buenos tiempos en que viajaban “con la guagua barata”.
Pero con quienes tuve más relación fue con otros como Lorenzo, un médico cubano que inició la Universidad de Medicina de Mbarara (en el suroeste de Uganda) y que era mi tabla de salvación cuando necesitaba algún consejo médico urgente. Lorenzo me presentó a don Mariano, el simpático embajador de Cuba a quien siempre me encontraba en las recepciones en la residencia del Nuncio. Me llamó la atención el gran afecto con que siempre hablaba de Juan Pablo II, de quien hablaba maravillas recordando su visita a la isla. No hay que olvidar que el Vaticano siempre ha se ha opuesto al bloqueo económico estadounidense, una de las principales causas de la pobreza con que los cubanos viven, detalle éste que durante estos días veo que nadie menciona en los análisis que se hacen de los 50 años de la revolución, ni siquiera los medios de comunicación que suelen ser más sensibles a todo lo que venga de Roma.
En Gulu tuve dos excelentes amigos cubanos que daban clases en la Universidad. Me daba una cierta pena ver a personas tan laboriosas y honradas matarse a trabajar por 200 dólares al mes. Según me contaron, eso equivalía a diez veces su salario habitual en Cuba por hacer el mismo trabajo, y toda su ilusión era ahorrar para terminar de construirse una casita y sacar a su familia adelante. “¿Sabe usted (ojo, son educadísimos, siempre te llaman de usted hasta que te cogen mucha confianza) cuáles son los tres grandes éxitos de nuestra revolución?” me solía preguntar uno de ellos. Y sin esperar mi respuesta me decía: “la sanidad, la educación y la cooperación internacional.” No acababa ahí la historia: “¿Y sabe usted cuáles son sus tres grandes fracasos? Pues son el desayuno, la comida y la cena”. Recuerdo que los dos, Luis y Alfonso, a pesar de que vivían austerísimamente aún sacaban tiempo para ayudarnos como voluntarios entrenando al baloncesto a antiguas niñas soldado en un colegio de unas monjas y haciendo fisioterapia en nuestro dispensario de la misión con niños a quienes la polio había dejado con alguna tara.
Cooperantes como ellos que habían vivido algunos años fuera de su país mostraban un gran amor hacia su patria y al mismo tiempo despuntaba en ellos, sobre todo entre los más jóvenes, un sentido crítico hacia restricciones de la libertad que veían sin ningún sentido. Los cubanos, como todos los caribeños, son personas con las que es fácil hacer amistad por su carácter abierto y afectuoso. A pesar de la austeridad con que vivían, disfruté enormemente cada vez que acudí a alguna de sus fiestas, en las que no faltaba la buena música, el cerdito asado y el ron del bueno, casi siempre proporcionado por el embajador. Como no fumo, me perdí los cohíbas.
El embajador, por cierto, amabilísimo, me enviaba durante mi último año de estancia en Uganda lo que él llamaba “materiales cubanos”, consistentes en alguna botella de Havana Club superañejo del que quitaba el hipo y los discursos del comandante Fidel. No necesito explicar que siempre mostré bastante más interés por lo primero que por lo segundo.