(JCR)
Entro en la iglesia parroquial de Nyamata, 40 kilómetros
al sur de Kigali, y me traslado a un mundo de ultratumba donde me invade una angustia que me hunde el corazón hasta un abismo oscuro sin fondo. En el templo vacío reina un silencio hiriente. En los muros aún se ve sangre de los niños que fueron estrellados allí sin piedad, así como en el mantel del altar. El techo está acribillado de balazos y la estatua de la Virgen parece mirarnos con una tristeza infinita al lado del sagrario vacío. En un rincón hay varios ataúdes con restos humanos que esperan ser inhumados.
Abajo, en la cripta, veo varias filas de calaveras humanas y otros huesos alineados. Mi guía se llama Celine y me cuenta que cuando tuvo lugar el genocidio ella tenía 12 años. Según las explicaciones que uno se encuentra al entrar en este memorial, cuando empezaron las matanzas contra los Tutsis llegaron a refugiarse en el interior del recinto parroquial 10.000 personas. Cuando las bandas Interahamwe empezaron sus ataques aquel fatídico 13 de abril de 1994 mataron a todas ellas durante varias horas. Celine perdió el conocimiento y se quedó debajo de un montón de cadáveres ensangrentados. Por la noche, varias personas que fueron a buscar supervivientes la rescataron y pudo salvarse.
Detrás de la iglesia hay varias fosas comunes donde el resto de las víctimas han sido enterradas. En un lado está también la tumba de Manolo Daguerre, un Padre Blanco español que fue párroco del lugar antes del genocidio, gran figura de la animación misionera en España, y murió en 1990. En las amplias lápidas de cemento hay ramos y coronas de flores depositadas allí por personas que no dejan de recordar a los muertos. El gobierno de Uganda maneja cifras oficiales de entre 800.000 y un millón de personas, asesinadas durante tres meses en un genocidio contra la minoría Tutsi de Ruanda, planificado con todo lujo de detalles, que a pesar de conmocionar al mundo de abril a julio de 1994 no atrajo ninguna acción internacional que pudiera detener aquella vorágine de sangre y muerte.
A cinco kilómetros de Nyamata se encuentra la iglesia de Ntarama, donde las explicaciones oficiales dicen que 5.000 personas fueron masacradas sin piedad. Dentro del templo han dejado calaveras, huesos, ropas de las víctimas y muchos de sus objetos personales como tazas, zapatos, bidones, platos y cuadernos escolares. Nunca había sentido un sobrecogimiento tal mientras me imagino la tragedia tal y como tuvo que haberse desarrollado hace trece años. Mientras visito el interior llegan dos autobuses que han venido de Gisenyi, en el extremo noroeste del país. Un guía da explicaciones a las ochenta personas que escuchan en silencio. En días sucesivos, viajando por el norte y el sur del país, me daría cuenta de que abundan los monumentos memoriales que recuerdan a las víctimas del genocidio.
En las afueras de Kigali, se inauguró hace pocos años en el barrio de Gisozi un museo del genocidio que recuerda al que se encuentra en Jerusalén. Según la versión oficial allí hay enterradas 250.000 personas en fosas comunes, aunque la verdad es que nunca tuvo lugar en Ruanda un recuento independiente que verificara las cifras. Las salas del museo-memorial culpan del origen de la ideología del genocidio a los colonialistas belgas, que supuestamente introdujeron la división Hutu-Tutsi en un pueblo que se describe viviendo en unidad y armonía durante épocas anteriores. Incluso se culpa a la Iglesia Católica de haber fomentado estas ideas, convirtiéndola en colaboradora de las matanzas. Muchas de las personas con las que hablé durante los ocho días que pasé en Ruanda me mostraron, en privado, su desacuerdo con esta explicación que parece aferrarse a la teoría del paraíso perdido echado a perder por unos aguafiestas venidos de fuera. “Los Hutus y los Tutsi han existido desde siempre –me dice el padre jesuita Octave Ugirahebuja, director del centro Christus de Kigali- pero los colonos y algunos misioneros insistieron demasiado en la diferencia, plasmada en la política que hizo obligatoria la mención de la tribu en los carnés de identidad. Al final se convirtió en una ideología racista que desembocó en el genocidio”.
Otro sacerdote profesor de la Universidad Nacional, en la ciudad sureña de Butare, Faustin Rutembeza, me explica así los pasos de esta ideología funesta: “Primero se dice que un grupo (los Tutsis) son Hamitas y han venido de Etiopía como invasores, después se los culpa de todos los males del país, y al final se propone como conclusión que no hay otro remedio que eliminarlos para que se soluciones todo”. En su opinión, también la Iglesia misionera tuvo parte de culpa en promover esta ideología.
Ruanda, sin embargo, es como un prisma que tiene muchas caras, muchas de ellas ocultas, y si en el pasado se desarrolló una ideología racista que estalló en el genocidio del 1994, en estos tiempos se corre el riesgo de politizar aquellas matanzas para desarrollar una nueva ideología sutil que impide que otras víctimas –las del gobierno actualmente en el poder- se expresen y cuenten su parte de la historia, no menos real. De esto y otras cosas les seguiré hablando en días sucesivos.