Nostalgia del Edén perdido en el Thyssen

El Museo Thyssen y la Fundación Caja Madrid nos proponen un sugerente paseo por los jardines impresionistas. Si los pintores románticos amaban las cumbres de las montañas y las tierras exóticas, los impresionistas se sentían atraído por lo cotidiano. Cultivar y decorar jardines era una actividad de moda en la Europa del siglo XIX.

Parte de su popularidad viene del desarrollo de la botánica por un naturalista sueco llamado Linneo (1707-1788). Este hijo de un pastor luterano ideó un sistema y una nomenclatura en su Species Plantorum (1753), que busca leer el Libro de la Naturaleza a la luz del texto sagrado. Al intentar escrutar la mano de la Providencia, quiere ordenar y nombrar el Jardín del Edén, como un nuevo Adán que desafía la confusión de Babel.

Con el desarrollo de la botánica, los coleccionistas de plantas exóticas introducen en Europa cada vez más especies de Asia, África y América. Disfrutar de la vegetación en un jardín de esparcimiento se convierte en el mejor pasatiempo en la época de los impresionistas. Esta exposición muestra la pasión de pintores como Monet por la naturaleza moldeada por el hombre. Su famoso jardín de Giverny era para él su “obra de arte más hermosa”. En 1909 presenta ya una muestra de cuadros de su jardín acuático bajo el título de Ninfeas.

Como nos recuerda esta exhibición, la pintura de jardines no nace con el impresionismo. Rubens ya usa su jardín para pintar figuras. Aunque serán las escuelas de Barbizon y Lyon las que más se ocuparán de ello, con artistas como Corot, Delacroix, Millet o Daubigny. La sección que dedica el Museo Thyssen a estos antecedentes nos presenta los floreros románticos como un predecesor de este arte, como una especie de jardín interior.

JARDINES IMPRESIONISTAS
Los impresionistas se acercan al tema del jardín con una mirada distinta. Su arte, basado en las sensaciones, se siente atraído por las flores, sus olores y colores, o los cambios de las estaciones y la meteorología. Contemplan el jardín como escenario de la vida social (Monet) o el huerto como lugar de trabajo (Pisarro). Todo con la fascinación por la luz y el color, en un jardín visto como emblema del goce estético y el dominio de la naturaleza.

Las salas de la Fundación Caja Madrid muestran la obra tardía de los impresionistas y algunos artistas posteriores que recibieron su influencia, camino de las primeras vanguardias del siglo XX. Son pintores alemanes o escandinavos como Nolde, Ernst, Klimt o Munch, pero también británicos y norteamericanos, como Childe Hassam o James Guthrie, además de españoles como Regoyos, Anglada-Camarasa o Sorolla.

La muestra nace de la colaboración de la Galería Nacional de Edimburgo y el Museo Thyssen con una de las mayores especialistas en la materia, Clare Willsdon, autora del libro En el Jardín del Impresionismo. Tras las visiones de flores y los antiguos parques reales, ocupados ahora como primera señal del jardín como ámbito social, la exposición sigue los distintos tipos de jardín, clasificados por Willsdon: parques públicos, pequeños jardines, terrenos productivos y comerciales, o aquellos que han nacido de la propia mano del artista.

PARAÍSO RECOBRADO
Mallarmé escribía en 1873 que era deber del poeta evocar el jardín ideal. Su amigo, el pintor Monet, debió tomar buena nota de ello, porque fue tal su pasión por su jardín de Giverny, que hizo de ello un Edén acuático. Entre sinuosos senderos, había sauces llorones, un puente japonés, rosas trepadoras, lirios, orquídeas y nenúfares. El escritor Mirbeau describe así al artista en 1891 “en mangas de camisa, las manos negras de tierra, el rostro tostado por el sol, feliz de cultivar semillas en su jardín siempre deslumbrante de flores”. Renoir lo retrata allí pintando dalias en 1873.

Monet comparte su afición con artistas como Caillebotte, que también trabajaba en su jardín de Petit-Gennevilliers, donde cultivaba crisantemos. Juntos intercambiaban consejos y visitaban exposiciones hortícolas, que recorren el mundo diseminando el sistema y la nomenclatura de Linneo. Este hombre modesto, piadoso y tenaz, comenzó también cultivando plantas en la parte trasera de su casa. Luego dirigió los jardines botánicos de las universidades de Upsala (Suecia) y Leiden (Holanda). Este hijo de un pastor luterano acabó inspirando los jardines de medio mundo, desde el Kew de Londres hasta el Botánico de Madrid.

La visión de Linneo nace del Génesis. Sigue la lectura de Agustín y los reformadores, asociada al nacimiento de la ciencia moderna. Su visión se contrapone a la de Buffon (1707-1788), el autor de la monumental Historia Natural en 44 volúmenes, que dirige los jardines reales franceses desde 1739 hasta su muerte. Traza las épocas de la naturaleza en la historia de la vida, relacionando los seres vivos con el medio, que está en la base de la biogeografía.

EN BUSCA DEL EDÉN
Los jardines de los impresionistas evocan el Edén perdido. Goncourt dice de su particular paraíso en Auteil: “El jardín te atrapa, te retiene, te guarda”. Es un lugar para la nostalgia y la ensoñación, que parece “una proyección de la fantasía”, según George Sand. El jardín refleja el anhelo humano de transformar nuestro medio físico en un mundo lleno de significado. En una constante lucha contra el caos, se busca traer orden a una creación que parece haberlo perdido. Aunque hay elementos que interfieren en ese esfuerzo, el jardinero busca encontrarse con la Madre Naturaleza. Es un mundo en que el ser humano y el universo pretenden unirse como un símbolo del Paraíso.

La Biblia comienza con un jardín como un huerto, que Dios pone al hombre para labrar y guardar (Génesis 2:14). En la Escritura, la tierra y los cielos han sido creados por Dios (Gn. 1:1), pero el ser humano puede usar la tierra “llenándola y sometiéndola” (v. 28). Tiene dominio sobre la creación, pero es una autoridad delegada por Dios. Toda la creación, tanto humana como natural, se sujeta a su soberanía (Salmo 24:1-2). La tierra pertenece a Dios, que la ha hecho, pero le ha sido dada también al hombre (Sal. 115:16) para que la cultive.

Cuando “la tierra es maldita a causa nuestra” (Génesis 3:17), la tragedia de esa caída no acaba, ni se identifica, con la materia. Al valorarse la creación material como “muy buena” (Gn. 1:31), Dios no quiere destruirla, ni “librarnos” de ella –como en el pensamiento griego y tantas religiones orientales–, sino redimirnos junto con ella en una nueva creación de “cielos nuevos y tierra nueva” (Isaías 65:17).

NUEVA TIERRA
La salvación que Cristo trae, da vida al mundo por su carne (Juan 6:51). La Encarnación anuncia que Dios ha tomado forma y vida física, para por su cuerpo dar vida, no sólo a los creyentes, sino a todo el cosmos, reconciliando el universo con Dios (Colosenses 1:20). Toda la creación espera entonces ser transformada por la vida de Cristo (Romanos 8).

Nuestro deseo de recuperar el jardín perdido, expresa nuestro anhelo de una nueva tierra (Apocalipsis 21-22). Si el mundo es deshecho cuando Cristo vuelva, es para ser recreado de nuevo. Dios promete “cambiar el desierto en paraíso y la soledad en el huerto de Yahvé” (Isaías 51:3). Ese jardín es el Edén perdido, ahora recuperado en un mundo nuevo, donde reina su paz y su justicia (2 Pedro 3).

Las impresiones de estos cuadros son destellos de un Paraíso, que nos invita a asombrarnos del misterio de una Creación, que no es un mero escenario para la Historia de los hombres –como la teología moderna parece sugerir tan a menudo–. Esta tiene significado por sí misma. Porque el Verbo se ha hecho carne, Cristo es la meta de la creación (Efesios 1:10). En Él es posible una armonía mayor que la del jardín, la restauración de todas las cosas que se habían perdido en el Edén.

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