Los días –nada- felices

Si el teatro del absurdo no deja de estar de actualidad, suponemos que es porque hay muchos que encuentran esta vida absurda. Se presenta ahora un nuevo montaje de la obra de Samuel Beckett, Los días felices, en uno de los Teatros del Canal de Madrid. Lo protagoniza la popular actriz de televisión, Isabel Ordaz, dirigida por Salva Bolta, coordinador artístico del Centro Dramático Nacional. El autor de Esperando a Godot muestra la dureza de la vida, pero el personaje que representa Ordaz parece sin embargo capaz de adaptarse a su situación y encontrar motivo de satisfacción en cualquier cosa que hace. Se enfrenta con ánimo y optimismo a las penalidades que padece. ¿Son por lo tanto días felices?

Winnie aparece en escena semienterrada, en un soleado desierto, mientras Willie está detrás, a la sombra. La arena está en este montaje en un bloque de hormigón, inclinado hacia el público, que engulle su cuerpo. Tan difíciles circunstancias no parecen sin embargo impedir que disfrute de aquellas cosas, que encuentra “maravillosas” a su alrededor. Winnie empieza cada mañana diciendo: “¡Otro día divino!” ¿Se engaña a sí misma? O ¿son los pequeños gestos y las convenciones sociales, los que permiten que podamos sobrevivir?

Cuando el genial escritor irlandés, que fue Premio Nobel de Literatura en 1969, escribió esta obra a principios de los sesenta, hacía ya bastante tiempo que había publicado sus piezas más conocidas. Es un Beckett maduro, entonces, el que estrena en Nueva York este increíble monólogo, con el habitual revuelo que caracterizaba las presentaciones de uno de los mas importantes creadores del llamado teatro del absurdo, junto con Eugène Ionesco. Aunque nació en Dublín, Beckett escribía en francés con palabras y objetos, como los que su personaje va sacando de su bolso, mientras se repite a sí misma que “éste va a ser un día muy feliz”…

HASTA EL CUELLO
Hundida hasta la cintura, primero; luego hasta el cuello, en el segundo acto; rememora recuerdos y cumple meticulosamente los ritos cotidianos que todavía le es posible mantener. A su permanente soliloquio sólo asiste su anciano marido, que algo sordo y decrépito, contempla impasible el absurdo de su existencia. Se arrastra entre el sueño y el mismo periódico amarillento, que relee una y otra vez, hasta caer dormido nuevamente, mientras Winnie llama insistentemente su atención. Le habla sin esperar respuesta. Porque nada más que el silencio acompaña su inútil parloteo, entre expresiones optimistas…

Las palabras de Winnie no pueden hacer nada para detener la arena muda, que la devora cada día. El fantasma de la muerte sobrevuela la escena, para desfigurarse una y otra vez en esa larga espera, que suele acompañar a los personajes de Beckett. Así ella acaricia su revólver, sacándole brillo con esmero, mientras le dedica palabras entrañables y juega con él de mano en mano…

Cualquier atisbo de novedad inspira para Winnie la hermosura de sus días, ante la sorpresa de transeúntes y espectadores, que no parecen tampoco percibir la prisión de tierra, en la que ellos también se encuentran. El absurdo de su situación se asimila así a la vana esperanza de cambio, que el futuro les presenta...

“Winnie somos todos –dijo Amelia Ochendiano, cuando montó esta obra hace unos años–. Cuando la observamos aferrarse a las cosas pequeñas, a sus recuerdos y su verborrea para no derrumbarse, nos observamos a nosotros mismos. Ella hace al fin y al cabo lo que hacemos todos, engañarse para sobrevivir”…

¿UN DIOS AUSENTE?
Al comenzar la función, Winnie saluda al alba con un rezo. Porque Dios también parece asistir a la escena desde los cielos, al otro extremo del sol, callado e impasible, receptor de sus oraciones diarias. Pero para Beckett, ésta es una vez más la mirada ausente de un Dios presente, pero sin lugar a dudas callado…

“Acabar aquí sería maravilloso. Pero ¿es de desear? Sí, es de desear, acabar es de desear, acabar sería maravilloso, quien quiera que yo soy, donde estoy”… Es el angustioso deseo, que conmueve el espíritu del autor, en espera ya de su fin...

La vigencia del teatro de Beckett está sin duda en ese “humano-eterno”, que representa la expresión más profunda del hombre, como un ser alienado, en un grito desesperanzado de muerte. El vacío terrible que transmite la escena, no hace menos que revolver al espectador en su asiento, ante un espectáculo que no es nada más que ese inmenso teatro que supone la vida… Cada cual se debate en su papel, escondido detrás de su máscara, con un gesto que no puede ocultar su lloro interno... Ese ser alienado, tanto de Dios como de sí mismo y sus semejantes, es el que se lamenta diciendo:

“Parece que aquí nada se mueva, ni se ha movido nunca, ni se moverá nunca, salvo yo, que tampoco me muevo cuando estoy aquí, sino que miro y me hago ver. Sí, es un mundo acabado, pese a las apariencias: su fin le dio origen; empezó al acabar, ¿me expresó con bastante claridad?” (Molloy).

¿UNA VIDA VACÍA?
La vida es como una cebolla, decía el crítico James Huneker. Vas pelando las capas, para descubrir que al final no hay nada, excepto las lágrimas. Como la mujer samaritana que se encuentra con Jesús en el Evangelio según Juan (capítulo 4), Winnie busca la felicidad. ¿Qué hace a esa hora del día sola en el pozo? “A altas horas del día –escribió Cyril Connolly– el vacío de la vida parece más terrible que su miseria”. La sed que experimenta el personaje de Beckett, en el desierto de la vida, no se puede saciar tan fácilmente...

La diferencia por supuesto, es que Winnie no encuentra a Jesús, como esa mujer. Jesús se enfrenta a la convenciones de la vida –los judíos no hablaban con samaritanos, ni los hombres con mujeres–, porque a Él no le importa quién eres, o lo que el mundo piensa de ti. Se interesa por ti, como por alguien como Winnie, que vive hundida en este desierto, sin saber cómo salir, pensando que no hay otra vida.

El agua que Cristo nos ofrece (Jn. 4:13-14) es la respuesta al vacío que corroe nuestra alma, como el de esta mujer. El problema es que como a ella, nos cuesta reconocer el problema que tenemos e insistimos que todo está bien. Jesús nos recuerda por eso que “los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos” (Marcos 2:17). No vamos al médico para decirle que estamos bien. Tenemos que admitir que nuestra vida está vacía y sólo Él puede satisfacer nuestra sed espiritual.

LA VERDADERA FELICIDAD
Si nos sentimos vacíos, pensamos que es por aburrimiento. “Si mi vida fuera más interesante…”, decimos. Creemos entonces que la frustración y la insatisfacción desaparecerían. Jesús nos muestra sin embargo, como a aquella mujer, que el problema está en nosotros (Jn. 4:16-18). No hemos querido que Dios gobierne sobre nuestra vida. Hemos ignorado sus normas y ahora estamos solos, inseguros y sin dirección. Nos sentimos extraños con otros, con nosotros mismos, y hasta el propio universo.

¿Qué es lo que hacemos entonces? Pasamos la vida intentando llenar el vacío de la ausencia de Dios con cosas que no nos satisfacen. No enfrentamos nuestra culpa, porque no queremos sentirnos avergonzados y admitir nuestra necesidad. Pensamos que estamos seguros, pretendiendo que somos buenas personas y estos son días felices. Como Winnie, nos creemos nuestras propias mentiras. Jesús ve sin embargo la realidad de lo que somos. A Él no podemos engañarle…

La religión, para Beckett, como para aquella mujer, no es la respuesta (vv. 19-24). Las religiones del mundo están unidas a diferentes culturas, pero lo importante es si hay una revelación de Dios, más allá de toda cultura. La cuestión no es si Dios está ahí, sino si Él ha hablado. Es así como le conocemos “en espíritu y en verdad”. No porque el valor de la religión dependa de la sinceridad, sino porque sólo podemos conocer a Dios por medio de Jesús –que es la Verdad–, a través de su Espíritu.

Jesús se presenta por lo tanto como el gran Yo soy (vv. 25-26). Nos da la vida, entregándose a sí mismo, “para que tengamos vida, y vida plena” (10:10). Esta es la vida eterna que Jesús nos ofrece. No en extensión o duración, como una mera inmortalidad, sino en la intensidad de su experiencia. Dios no nos ha dado una vida para pasar, sino una vida para vivir. Si reconocemos que nuestra vida está vacía, ¡entreguémonos a Cristo, para que Él pueda llenarla! Sin Él, no hay días felices…

Volver arriba