Audaz relectura del cristianismo (38). Celibato, reflexión “sui generis”

El tema del celibato, tan recurrente estos días incluso en este medio tras las declaraciones del papa Francisco en el viaje a la JMJ de Panamá, bien merece nuestra atención, pero no por la repercusión directa que pueda tener el hecho de que los curas pudieran casarse pronto sino por la trascendencia que ese cambio de rumbo tendría para los hombres de nuestro tiempo.

Según hemos podido leer en los medios, el papa Francisco declaró a los periodistas que lo acompañaban en el avión: "Personalmente pienso que el celibato es un don para la iglesia…, yo no estoy de acuerdo con permitir el celibato opcional, no… Prefiero dar la vida antes de cambiar la ley del celibato". E incluso llegó más lejos al confesarles que no querría presentarse ante Dios con las manos manchadas al ser el papa que hubiera derogado la obligatoriedad del celibato sacerdotal.

Desacuerdo

De los lectores de este blog es bien conocido que profeso una profunda admiración a este papa por muchas razones, a pesar de mi arraigada desafección a la “institución eclesial” en general. No es cuestión ahora ni de exponer las razones de esa sincera admiración ni de enzarzarse en las causas de tan amarga desafección, sino de subrayar la importancia de la reflexión que sigue al manifestar mi incómodo desacuerdo con el contenido objetivo de las manifestaciones referidas. No hablo ni de contrariedad ni de disgusto, sino solo de un desacuerdo limitado a lo objetivo del tema, no a lo subjetivo, es decir, limitado a la trascendencia del hecho en sí, no a lo que pueda sentir el papa como gobernador supremo de la Iglesia católica y como sacerdote obligado al celibato reglamentario. Entiendo incluso que el papa pueda sentir que, de abolir tal obligatoriedad, sus manos estarían manchadas a la hora de presentarse ante Dios para rendirle cuentas, que ojalá sea dentro de muchos años.

Llegados a este punto, pido a esos mismos lectores disculpas, dado su peculiar contenido, por la muy osada irreverencia que sigue y que viene muy a cuento, expuesta, claro está, con la mejor de las intenciones y en busca de una lección provechosa. Es una irreverencia que me viene impuesta por mi propia experiencia espiritual.

Reflexionando sobre la parábola del hijo pródigo, en la que se nos describe la infinita paciencia y el gran corazón de Dios, le reprocho al Padre de la parábola que se quedara esperando día tras día la vuelta de su hijo y no tuviera el coraje de salir en su busca, de entrar en la cuadra en que vivía y de rescatarlo de la pocilga en que comía, manchándose incluso sus ricas y lujosas vestimentas. Un padre auténtico se arrojaría a un río desbordado, entraría en una casa en llamas y, desde luego, se lanzaría a una pocilga para rescatar a su hijo, por no mencionar aquí, lo que también viene muy a cuento, aquello de dejarse crucificar para redimirlo de su cautiverio. Sí, sé que esto es una tontería, pero estoy convencido de que, de obrar como digo, el Dios de mi reflexión sería más Dios y más misericordioso que el de la parábola, por más que algunos repliquen que entonces no se destacaría en ella su infinita paciencia ni se respetaría la libre voluntad de que ha dotado a los seres humanos.

Mancharse por el “reino de Dios”

¿A dónde quiero llegar con todo esto? Ni más ni menos que a reprocharle también al papa Francisco que no tenga el coraje de presentarse ante Dios con las manos manchadas por haber abolido el celibato obligatorio de los sacerdotes de la Iglesia católica occidental, gesto o decisión que rescataría a muchos de sus hijos de su infierno particular y liberaría a todos los seres humanos (dimensión cultural) de la opresión de una norma francamente tiránica.

De ser cierto que una disposición canónica como esa manchara las manos del Pontífice, seguro que millones de católicos y muchos otros hombres de buena voluntad se prestarían voluntarios a lavar unas manos que, además, besarían con lágrimas en los ojos de puro agradecimiento. A la hora de salir a las periferias y de oler a oveja no deberíamos olvidar que, en lo tocante a porquerías, el Dios de nuestra fe ha sido el que más se ha manchado por el solo hecho de revestirse de nuestra condición para salvarnos.

Además, la impresión de suciedad del papa no deja de ser muy subjetiva. Estoy convencido de que, de haber alguna mierda en ello, que no la hay, dicha mierda se transubstanciaría milagrosamente en un aleluya gozoso para los millones de personas agradecidas y, a la larga, también para el mismo papa.

Solo un ministerio

No es mi propósito extenderme aquí aduciendo cientos de razones de carácter social, pragmático y burocrático para poner de relieve los sustanciosos pros y difuminar los endebles contras de la abolición del celibato obligatorio, metiendo de por medio la pederastia, el amancebamiento y el puterío de un porcentaje no pequeño de clérigos desaprensivos que se aprovechan de su condición. Tampoco vendría al caso calibrar si el celibato opcional promovería o entorpecería las vocaciones sacerdotales en la situación actual de rigurosa penuria. A tenor del propósito general de este blog, debo fijarme solo en el peso que el celibato tiene en una Iglesia obligada por vocación a transmitir un mensaje de salvación, preguntándome si de verdad aporta algo de positivo a esa transmisión.

Fijemos de antemano que sagrado y santo es solo Dios y, por desbordamiento suyo, todo lo que de sus criaturas se refiere a él. De ahí que las personas y las cosas sean santas y sagradas solo en la medida en que sirven a la santidad divina y participan de ella. No hay una santidad especial para el clérigo y otra para el laico.

Ni el sacerdocio ni el celibato significan o causan de por sí ninguna santidad o sacralidad especial. El sacerdocio, por un lado, es solo un ministerio al servicio de lo sagrado y el celibato, por otro, lo único que aporta es una mayor disponibilidad para ejercer ese ministerio. Que un ser humano sea más o menos santo no depende en absoluto ni de que sea sacerdote ni de que sea célibe, sino de cómo sea su vida y de cómo ejerza su vocación particular. Hablo de un criterio incuestionable para calibrar tanto la santidad de un laico como la de un sacerdote célibe o la de un sacerdote casado de la Iglesia católica oriental.

Lo único que debería preocuparnos de los sacerdotes es que cumplan satisfactoriamente su cometido de pastores de la grey de Dios. Que el sacerdote sea célibe no es garantía de que el ejercicio de ese ministerio sea el mejor posible. La ventaja que ofrece el celibato, por más que no lo confiese así la Iglesia jerárquica y por mucho que trate de justificar su imposición con razones supuestamente místicas, es la total disponibilidad de un operario soltero, entregado por completo a la causa o a la empresa. Francamente, no encuentro absolutamente ninguna razón ni teológica, ni mística, ni evangélica, para que persista tan obstinadamente una ley que tantos destrozos causa entre los sacerdotes católicos occidentales y que tanto desorienta a todos con relación a las exigencias genuinas de la fe cristiana.

Celibato opcional y mujeres al altar

Espero que ninguno de mis lectores deduzca de lo dicho que propugno la abolición del celibato como algo nefasto para la Iglesia católica por los peligros que entraña la soltería, ni mucho menos. Lo único que propugno como conveniente para todos es que su obligatoriedad sea abolida. Me refiero, pues, a lo que conviene a la evangelización del pueblo de Dios, conveniencia que también hoy -lo subrayo de paso- está pidiendo a gritos que las mujeres desempeñen en el seno de la Iglesia católica las mismas tareas que los hombres. Si el celibato fuera opcional, que un hombre o una mujer prefieran ser célibes a la hora de ejercer un ministerio sacerdotal sí que contribuiría a realzar su entrega a la causa de la evangelización. En tal supuesto, hasta es muy posible que muchos creyentes prefirieran, a la hora de buscar una dirección espiritual, lo servicios de un sacerdote célibe, fuera hombre o mujer.

Por lo demás, lo dicho no es óbice para entender que la posible y deseable abolición de la obligatoriedad del celibato sacerdotal no tendría repercusión alguna en el seno de las órdenes religiosas, cuyos miembros sacerdotes -sería hermoso ver a muchas monjas celebrando la eucaristía- no están obligados a vivir en castidad por ninguna promesa de celibato sino por sus votos.

La Iglesia institucional se ha constituido en casta y hasta que no se convierta en “comunidad de servicio” tendrá que llevar sobre sus espaldas la pesada cruz de sus propias mezquindades y contradicciones, como la de carecer de sacerdotes cuando hay muchos hombres y mujeres dispuestos a ejercer dignamente ese ministerio. De por sí, la Iglesia es santa y todos sus miembros son sacerdotes. Todos los cristianos y todos los hombres somos granos de trigo y de uva de una eucaristía convertida en Cuerpo Místico de Cristo o Iglesia. Eso es lo realmente hermoso, estimulante, alegre y santo del cristianismo. Pensar que la Iglesia son los papas, los cardenales, los obispos y los curas nos lleva a aberraciones como la de la imposición de un celibato obligatorio a quien se sienta llamado a desempeñar una labor como la del ministerio sacerdotal.

En resumidas cuentas, abolir la obligatoriedad del celibato no mancharía ninguna conciencia ni mano alguna. Más bien al contrario, pues quitaría de las espaldas de muchos cristianos un pesado fardo que, en última instancia, a nada conduce o nada bueno aporta. Lo sagrado y lo santo, en el ámbito de lo humano, es solo el reflejo de una conducta honesta de servicio amoroso a los hermanos.

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