Audaz relectura del cristianismo (3). Comer el pan dignamente

El tiempo litúrgico me invita a fijarme hoy en la eucaristía, un tema muy atractivo para mí por mis antiguos estudios. Parto del supuesto de que no es lo mismo hablar de la eucaristía que hacerlo de la misa, cualesquiera que sean las circunstancias de su celebración. En la cena del Señor se percibe el latir profundo del mensaje evangélico, la encomienda mesiánica de Jesús de Nazaret y el beneficio de su gran obra de redención. En cambio, podría decirse que las misas católicas, se celebren en una capilla recoleta con la asistencia de poco más que el oficiante o como espectáculo de masas en lugar público para magnificar algún evento histórico, religioso o no, tienen muy poco de epicentro del cristianismo por la ingesta de un alimento que interpela sobre el odio y compromete a una decidida acción comunitaria de compartir la vida. Sin duda, las misas en soledad tienen gran intimismo y las celebradas con asistencia de masas, mucho brillo protocolario y un ambiente festivo espectacular, y hasta contagian emoción, pero la eucaristía es otra cosa. No se puede celebrar la eucaristía como cumplimiento más o menos rutinario de un precepto eclesial. Es este un tema cuya relectura exige engolar la voz para realzar su trascendencia y equiparse adecuadamente para sumergirse en su densa profundfidad.

El Pange Lingua

No cabe duda de que santo Tomás es el gran teólogo-cantor de la Eucaristía. A ella le dedica muchísimos artículos de su magna obra, la Suma Teológica, a la vez que canta sus maravillas con dulces expresiones místicas y piadosas en el Pange Lingua.

Pero su teología eucarística se debió en gran parte a las circunstancias de un momento en el que los valores religiosos subyugaban todas las demás dimensiones de la vida humana y se debatía con furor si Cristo estaba o no “realmente” presente en las especies sacramentales.

Contrastemos para nuestro propósito un par de estrofas de tan conmovedor canto: Tantum ergo sacramentum / veneremur cernui (veneremos, pues, postrados tan gran sacramento) y cibum turbae duodenae/ se dat suis manibus (se da con sus propias manos como alimento para los doce).

El contraste brota del hecho de ponerse de rodillas en actitud de adoración ante un alimento. Jesús está realmente presente en las especies, pero lo hace en consonancia con su función y significación natural. Su presencia en ellas se reduce a convertirse en comida y bebida de salvación. De ahí que la eucaristía deba limitarse necesariamente, por exigencia inapelable de las especies sacramentales, a ser comida y bebida. En eso radica precisamente su gran virtualidad de sacramento que “hace la Iglesia” y que es epicentro del cristianismo. Todos los sacramentos tienen un alcance limitado a la significación natural de su propio soporte material. Se deforman cuando se sobrepasan los límites naturales de su soporte significante, en nuestro caso el alcance natural de las especies sacramentales pan y vino.

La presencia real

Urgidos por herejías corrosivas que achicaban la eucaristía a la condición de simple metáfora y le daban un mero valor simbólico a la presencia de Jesucristo en las especies, la teología medieval dirigió su atención de forma muy escorada hacia el tema de la “presencia real”. Sorprende la minuciosidad con que santo Tomás lo estudia. El enorme esfuerzo desplegado en ese campo dio como resultado una especie de caricatura del “sacramento” al convertir el “significante” (la condición del pan como alimento y del vino como bebida) en personificación de lo significado (presencia personal).

La insistencia machacona en la “presencia real” vino a “cosificar” a Jesucristo, pues cosa y no persona son el pan y el vino. Se explica así que, al identificar “presencia real” y “presencia personal”, la oportunista argumentación teológica encontrara el terreno abonado para crear la figura de “Jesucristo sacramentado”. Con tal soporte, nada era más fácil que fomentar la genuflexión, la adoración y el encuentro emocional.

Por otro lado, la costumbre de guardar las especies sacramentales en un sagrario, como si de una nevera para conservar la comida se tratara, posibilitó la extendida praxis cristiana de acudir a las iglesias para conversar con Jesucristo, hacerle compañía y aliviar su soledad por su abandono en templos vacíos. Praxis espiritual conmovedora y ocurrente, pero ajena a lo que realmente es la eucaristía.

Se identificaron, pues, a todos los efectos la eucaristía y Jesucristo. Así, el nutritivo alimento eucarístico, capaz de desencadenar un proceso revolucionario de conversión, se convirtió en soporte de un pietismo estéril, de un buenismo paralizante. El revulsivo de la conducta humana derivó en trato personal e íntimo con Jesucristo.

A resultas de todo ello, nada tiene de extraño que se construyeran grandes templos para hospedar dignamente al Señor, cuando el cristianismo auténtico no necesita ninguno, pues todos nosotros somos templos de Dios (1 Corintios, 3:16) y se fabricaran lujosísimas custodias para exhibirlo con gran solemnidad por las calles de pueblos y ciudades.

Habida cuenta de la categoría del huésped de los sagrarios, nadie se escandalizó de que se utilizaran para el culto deslumbrantes riquezas, la mayor parte de las cuales provenía de fieles tan pobres que ni siquiera gozaban de una mínima calidad de vida. La consecuencia de todo ello fue que el exigente espíritu misional cristiano, que debía tener la fuerza fermentadora de la levadura, derivara hacia una tranquila espiritualidad de consolación y acompañamiento.

A este propósito, habría para contar barbaridades y no parar, como por ejemplo la de recoger cuidadosamente la más mínima partícula que se desprenda de la sagrada hostia para que Jesucristo no sea pisoteado, o la del seminarista de la película "El Renegado (Francia, 1954, de Léo Joannon) que, para evitar su profanación, se emborrachó hasta las trancas al beber de un trago una jarra de vino, consagrado en un bar por un cura apóstata en un acto de escarnio sacrílego.

Y, sin embargo, repito, las especies sacramentales solo sirven para ser comida y bebida. Confieso que Jesús está realmente presente en la eucaristía, pero se trata de una presencia mediatizada por el alcance de un soporte que no puede ir más allá de su condición natural de ser comida y bebida. Presencia real, pero solo para ser pan de vida y bebida de salvación. Todo lo demás que se atribuya a la eucaristía o se haga con ella, por muy conmovedor que sea, nada tiene que ver con su propia envergadura cristiana y su trascendencia humana.

Alcance universal

Hasta la época de santo Tomás, una antigua tradición cristiana se fijaba en que el pan y el vino eucarísticos estaban formados por muchos granos de trigo y de uva respectivamente, y en ellos se vio simbólicamente a los seres humanos.

El ritual de la consagración se celebraba con la conciencia de que en las especies sacramentales estaban presentes también todos los participantes y, por extensión, todos los demás.

El proceso seguido por dichos granos para convertirse en especies eucarísticas inspiró una hermosa y exigente ascética cristiana: los de trigo se someten a la hoz, a la molienda y a la cocción, y los de uva, a la tijera de la vendimia, al pisado en el lagar y a una lenta fermentación. Se trata de un abanico de acciones contundentes, profundamente transformadoras de la conducta, en un proceso incesante de conversión, duro y exigente, que lleva a desechar el oropel de los contravalores para enriquecerse con el oro de los valores.

Retengamos aspectos fundamentales de esa rica tradición: en la eucaristía también estamos presentes los seres humanos y lo hacemos en un proceso permanente de reajuste de nuestros comportamientos egoístas. Somos granos de trigo y de uva de una sola eucaristía, lo que hace que seamos comida y comensales al mismo tiempo, por lo que, al comulgar, no solo Jesucristo es nuestro alimento, sino también los unos de otros. Algo chirría en el doble precepto eclesial de “oír misa” todos los domingos, como si se tratara de un concierto, y de comulgar una vez al año. ¿Acaso procede ser invitado a una cena, acudir a ella y no cenar?

Subrayemos de paso que, en el hecho de comer a Jesucristo y de comernos unos a otros, no hay el más mínimo atisbo de sospecha de canibalismo, sospecha a la que dio pie el afán de identificar las especies sacramentales con el mismo Jesucristo. Lo que se come y se bebe es el pan y el vino sacramentados. No se trata, pues, de devorarse unos a otros, sino de formar una comunidad fraterna. Ese es el precioso significado de la eucaristía y ahí radica una fuerza capaz de cumplir nuestro profundo anhelo de una forma de vida humanizada.

Transustanciación

En el medioevo se hurgó en la materia de los componentes sacramentales hasta dar con una sustancia (lo que está debajo), imperceptible por los sentidos, capaz de mutarse en otra, la de Jesucristo, por la acción de la palabra divina, sin que nada cambiara aparentemente. Algo así como si la sustancia de Jesucristo se inyectara dentro del pan y del vino para convertirlos en sí mismo, pero sin cambiar ni su apariencia ni sus propiedades. Todo ello, facilitado por el soporte de la filosofía griega, me parece una elucubración fantasiosa, pues no creo que fuera necesario hacer tan gigantesco esfuerzo mental para explicar racionalmente lo que en última instancia es un gran misterio de fe, tan bello y eficiente por su sola significación de alimento espiritual.

Por otro lado, el hecho de que la misa sea el comodín ceremonial en la vida de la Iglesia, útil lo mismo para zurcir rotos que hilvanar descosidos, se debe a la deriva teológica que supone anclar la presencia real de Jesús a la sustancia invasora. No deberíamos olvidar que tan real es una sustancia como una significación, con la ventaja esclarecedora de que esta, que es lo propio de todo sacramento, jamás nos llevaría a confundir las cosas.

Compartir el pan dignamente

Atenerse solo a la condición esencial de la eucaristía como comida y bebida de salvación tiene muchísima más fuerza atractiva y evangelizadora que identificarla con Jesucristo a todos los efectos. Comulgar desencadena un procedimiento de mucha más trascendencia para los seres humanos que adorar a Jesucristo en las especies sacramentales.

Celebrar la cena del Señor, compartiendo el pan del que también los comensales formamos parte, entraña una dinámica de transformación radical de la vida humana. Al celebrar debidamente la cena del Señor se comparte un pan formado por todos, un alimento que nos aporta la fuerza que nos viene del Señor y de los hermanos. De ahí que comer dignamente el cuerpo del Señor exija, ante todo, el perdón que requiere toda ofrenda que presentemos en el altar, y, tras haber erradicado cualquier odio del corazón, partir el pan y compartirlo con equidad.

Hablo de dos condiciones o exigencias muy comprometedoras. La primera es el perdón: no se puede hacer una ofrenda a Dios con el corazón lleno de odio. La orden evangélica es tajante: deja tu ofrenda sobre el altar y reconcíliate primero con tu hermano (Mt. 5, 24-26). La segunda, compartir el pan con equidad: no es cristiano que unos se atiborren y otros pasen hambre. Difícil tarea la de compartir en un mundo que ha entronizado el tener y adora el becerro de oro. Comer dignamente el pan eucarístico exige, pues, perdonar y compartir, acciones ambas que interpelan una el odio, tan cuidadosamente cultivado en nuestros días, y otra el hambre mortal de tantos seres humanos.

La presencia personal de Jesucristo

Para adorar y consolar a Jesucristo, cosa sumamente loable, no es necesario entrar en los templos ni celebrar ritos sagrados. Con los ojos de la fe podemos verlo paseándose por los espacios abiertos de nuestros metros urbanos o acostado al abrigo de puentes y portales, donde se guarecen los seres humanos más desvalidos. También, claro está, en cualquier lugar donde nos crucemos con un ser humano por miserable que sea su conducta. En todos ellos está él personalmente presente: “… a mí me lo hicisteis” (Mt. 25,40).

Solo hay, pues, una forma correcta de adorar hoy a Jesucristo: postrarse ante los seres humanos, especialmente ante los pobres y los desheredados de la fortuna.

No procede ponerse de rodillas ante el pan y el vino consagrados, pero sí hacerlo ante un vagabundo, un desarrapado y también un gordinflón repelente y cualquiera otro. Esa es la envergadura excepcional y el atractivo irresistible del cristianismo, a pesar de las medianías y vilezas de muchos de sus predicadores.

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