Audaz relectura del cristianismo (37). Crónica con llanto

El día seis de enero de 1994, día de Reyes Magos, día de tantas ilusones y sueños infantiles, escribí una crónica para la prensa de Salamanca con el corazón destrozado y los ojos vertiendo lágrimas en catarata. Un niño de 27 años, mi sobrino, había caído fulminado debido a un derrame cerebral traicionero. Un examen exhaustivo para focalizar sus intensos dolores de cabeza, realizado pocos días antes, había dado como resultado una absoluta normalidad de funcionamiento. En la tarde del día cinco, la cabalgata de Reyes salmantina retrasó su salida para que frigoríficos portátiles con sus órganos pudieran llegar a su destino. Recuerdo que titulé el escrito: “Ayer, un auténtico Rey Mago murió en Salamanca”. Han pasado ya 25 años y él acude cada tarde-noche a mi mente para acompañar mi oración de acción de gracias por cada día.

Hoy vuelvo a escribir esta pequeña crónica de homenaje, cariño y mimo a Julen en las mismas condiciones de dolor interno, de llanto en los ojos y de conmoción en el corazón. Julen no ha podido dar sus órganos a otros niños, pero su sacrificio y dolor nos ha convertido a todos en sus padres al tiempo que él se volvía un minero más que no podía quedar enterrado en la mina, según se ha dicho estos días. El milagro de su sacrificio se ha obrado en otra dirección, la de producir una microvoladura en la conciencia de la mayoría de los españoles.

Es enorme la conmoción que su sacrificio ha producido en nuestra conciencia de españoles. Su drama nos ha convocado a la unidad de fuerza en los procedimientos de rescate y ha provocado una solidaridad que contrarresta nuestra codicia habitual. Cientos de personas han donado lo mejor de sí mismas, su tiempo y su haber, para hacer posible un milagro, si no el imposible de salvaguardar la vida de Julen, tragada por la fatalidad humana, sí el muy deseable de salvaguardar la nuestra, llenando trece intensos días de esperanza, de emoción y de dolor.

¿Qué puedo decirles a sus desolados padres que no me diga primero a mí mismo? No volverán a ver a Julen con sus ojos, ni abrazarlo contra su pecho, ni protegerlo, ni enseñarle ya los caminos de la vida, pero, si tienen coraje y su mente se serena con el bálsamo que afortunadamente es el tiempo, lo sentirán siempre vivo dentro de ellos mismos como motor de su vida y guía de sus pasos. No son estos consejos o consuelos circunstanciales, pues hablo de lo que yo mismo he vivido con tanto desgarro y sigo viviendo con profunda emoción.

¿Dónde está Dios?

Estando en Amán, fui invitado una noche a una cena en la embajada de España. Recuerdo que, mientras tomábamos un aperitivo a la espera de pasar al comedor, entre mis interlocutores (un ateo, un agnóstico y un fervoroso creyente) surgió la cuestión de la ausencia o insensibilidad de Dios, en el supuesto de que pudiera existir, en la catástrofe del terremoto de Haití, que acababa de ocurrir. Las dolorosas imágenes que transmitían los medios eran tan terribles que desbordaban nuestra capacidad de entendimiento y removían nuestras entrañas compasivas de seres humanos. “¿Dónde estaba Dios cuando todo eso ocurría?”, fue la pregunta incisiva del contertulio más contrariado. Espontáneamente me lancé al ruedo ofreciéndole sin miedo todo mi cuerpo al toro: “Esa pregunta no está bien hecha, pues no es esa la cuestión”, le respondí. Sorprendido y expectante, mi interlocutor me animó a que explicara qué quería decir.

No recuerdo las palabras exactas, pero retengo lo básico de mi razonamiento para satisfacer su deseo. Así, le dije algo parecido a lo siguiente: “es inútil que nos esforcemos por ver a Dios como un personaje como nosotros que, siendo muchas veces terribles verdugos, nos enternecemos ante el dolor ajeno y nos arrugamos ante el nuestro, que somos capaces de descuartizar por odio al vecino de enfrente y de entrar en una casa en llamas para salvar a un niño. Somos humanos. Dios también lo es, pero es mucho más. Es inútil acusarlo de no coser la tierra en Haití para que no se rompiera o de no rescatar a cada ser humano para que no fuera golpeado por los derrumbes o sepultado por las aberturas del suelo. La tierra sigue sus ritmos y nosotros haríamos bien en conocerlos para no sufrir tan cruelmente sus zarpazos. ¿Por qué un terremoto causa mucho más daño en Haití que en Japón? Pero es seguro que podemos ver a Dios y sentirlo incluso en cada impulso de bondad y misericordia, en cada acto de solidaridad para rescatar a los muertos y enterrarlos dignamente, para curar a los heridos, para alimentar a los desposeídos y reconstruir las casas de los damnificados. Dios ha estado presente en Haití en todos los actos llevados a efecto por millones de personas para paliar las terribles secuelas, las físicas y las mentales, de tan descomunal tragedia. Obviamente, cuando los seres humanos nos ayudamos, protegemos y consolamos unos a otros, Dios está presente en nosotros”.

La cuestión se nos plantea hoy de nuevo con todas sus aristas cortantes: ¿por qué las manos de Dios no taponaron el pozo para que Julen no cayera en él o pararon el terrible trompazo de su caída? La desidia humana dejó puesta la trampa y el inocente niño cayó en ella. ¿Estaba Dios dormido en ese momento? No, no es esa la cuestión que, como cristiano, debo plantearme hoy. Mi fe me lleva a discernir claramente que Dios se ha hecho intensamente presente en el ánimo de las trescientas personas que tanto han trabajado en el rescate esperanzado de Julen y en las emociones de tantos millones de personas que han acompañado, con su simpatía y su oración, al indefenso niño, a sus destrozados padres y a cuantos, incluso con riesgo para sus vidas, han hecho cuanto han podido para rescatarlo. No es poco que, en los tiempos convulsos que vivimos, el pequeño Julen, ahora muerto, se haya convertido en chispa que enciende en nosotros el fuego de la vida. Vida es sentir con fuerza los latidos de una fraternidad humana que nos sitúa muy por encima de los atractivos del dinero y del poder. Julen, con el sacrificio que le ha impuesto la desidia humana, ha desencadenado el resurgir del sentido común de los españoles para hacernos ver que la mierda de vida social que hoy tenemos puede convertirse en una vida realmente hermosa.

Situándome más allá del dolor inevitable, anclado ya para siempre a sus huesos, me atrevo a proponerles a sus padres que se conviertan en abanderados para que en España se rellenen o acondicionen todos los agujeros que hay en la tierra. Como hemos visto y sufrido tan cruelmente estos días, son trampas para animales, niños, montañeros, cazadores y todo el que, sin apercibirse del peligro, pise en el vacío creyendo que lo hace en tierra firme. El drama sufrido por su hijo les confiere autoridad para hacerlo. Es preciso que todos los ayuntamientos españoles, con las ayudas que sea preciso, pongan pronto remedio a ese peligro. No es tarea fácil, porque hay muchos clandestinos, pero es urgente.

Termino mi alegato de hoy, escrito con tanto sentimiento y dolor, con una propuesta que me parece justa y que sería, a la larga, un bonito consuelo para los padres de Julen: que se rellenen o taponen debidamente todas las oquedades o pozos que hay en España (los cazadores de Asturias han declarado estos días que ellos conocen solo en esta pequeña comunidad más de sesenta) y que en cada uno de ellos se ponga una placa con una inscripción igual o parecida a la siguiente: “En honor y agradecimiento a Julen”. Así, pienso, la muerte de Julen también puede salvar muchas vidas y evitar tragedias parecidas a la suya.

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