Audaz relectura del cristianismo (15). Dialéctica de lo “sobrenatural”

¿Hay realmente dos mundos?

En la formación religiosa que se nos ha dado desde niños, incluida la forma de orar, se nos ha situado frente a dos mundos superpuestos: el de debajo, el propio, el natural, lleno de miseria y pecado, y el de encima, el divino, el sobrenatural, lleno, a su vez, de perdón y gracia. Pecado y gracia nos sitúan en mundos diferentes. Lo rubrica la aseveración de que la fe nos da un conocimiento cuya única fuente es la revelación, la comunicación graciosa que Dios nos hace de verdades que pertenecen al mundo de arriba y que, por tanto, están a salvo de cualquier objeción o valoración del conocimiento humano por tratarse de realidades o verdades que no encajan en él o lo sobrepasan.


Obviamente, lo “sobrenatural”, que así nos referimos al mundo superior, es algo que está por encima de lo natural. Teniendo en cuenta que natural viene de naturaleza, término que se refiere a lo que es propio de cada cosa, al hablar de lo sobrenatural tendremos que admitir una sobrenaturaleza, con otros contenidos y que nos sitúa en un plano superior. Pero, ¿qué baremo puede medir lo que realmente pertenece a cada orden, lo que está debajo y lo que está encima?

Aunque estemos acostumbrados a hablar de dos órdenes de seres y acontecimientos, el divino y el humano, de hacerlo con rigor y más desde la perspectiva de la fe, tendremos que admitir que todo lo humano también es divino por ser obra graciosa de Dios.

Incluso, de pensar que lo sobrenatural se refiere a lo propiamente religioso, nos topamos con que la dimensión teologal es una entre muchas otras de la vida humana, como, por ejemplo, la económica y la ética. En la dimensión teologal de la vida humana caben todas las relaciones culturales y religiosas de la humanidad con los dioses o con Dios y las expectativas vitales a que nos aboca la muerte.

Tampoco nos sirve de nada pensar que el cuerpo es natural y el alma sobrenatural, porque, incluso en el caso de poder justificar tan etérea dualidad, ambas realidades forman la unidad indisoluble de la persona humana.

La lógica nos lleva, pues, a concluir que también lo natural es sobrenatural y viceversa. Así, pues, solo como un desarrollo meramente dialéctico cabe hablar de dos mundos, porque la realidad es que, de existir, ambos se fundirían en un abrazo y se harían, por así decirlo, una sola carne


Origen de la dialéctica

De buscar alguna claridad a un tema tan impreciso como el de dos mundos superpuestos, tendríamos que acudir de nuevo a la supuesta hecatombe moral ocurrida en el Paraíso terrenal como explicación de la degradación o condición perversa del hombre a causa de una caída moral abisal. En el contexto fabulesco del pecado original, la gracia y la redención, componentes ambos de lo sobrenatural, contrarrestan la degradación de la naturaleza humana debida a ese pecado y restauran la condición prístina de la sobrenaturaleza paradisíaca. Pero, incluso en tan aventurado supuesto narrativo, lo de “sobre” se desvanecería porque la gracia regeneradora sería como una simple medicina curativa.

De ahí que lo de “sobrenatural” me parezca un recurso meramente dialéctico para recolocar artificialmente las cosas según una interesada concepción jerárquica del mundo.

Para quienes, como yo, tienen una visión lineal de que todo lo existente sigue el propósito de un desarrollo divino, siendo Dios el que nos da el ser y nos pone a caminar, la dicotomía natural-sobrenatural se queda sin agarre. De las manos de Dios sale un mundo cuya historia es el relato de su propio retorno. Mundo e historia únicos, llámeseles naturales o sobrenaturales, porque, en última instancia, tan sobrenatural sería una piedra atravesada en el camino como una patena o un crucifijo, y a la inversa.

El supuesto juicio divino

La consecuencia más directa de lo dicho, por lo que al hombre se refiere, es que en él no hay dos estados, uno de gracia y otro de pecado, sino uno solo, el de estar siempre en Dios, de quien procede y a quien retorna en su devenir histórico. Ya he dicho que el pecado, concebido como rechazo de Dios, es imposible debido a que la libertad no puede contravenir su función esencial de búsqueda del bien. Ello no quiere decir que no quepan errores en esa tarea de búsqueda al optar por bienes solo aparentes.

Ahora bien, frente al bien supremo no hay margen alguno para errar en la elección. En un hipotético cara a cara con Dios solo cabe sentirse transido de amor. De ahí que el temible “juicio final o universal”, en el que, según la liturgia bíblica, Dios mismo se presenta como juez supremo para “examinarnos en el amor” y aprobarnos o suspendernos, sea un imposible metafísico porque la sola presencia divina sería un imán tan poderoso que nada ni nadie podría esquivar su fuerza de atracción. La presencia del bien supremo reduce las opciones de nuestra flamante libertad a una entrega incondicional.

Si lo que llamamos pecado es mera equivocación u ofuscación, derivada de elegir en un momento concreto lo no conveniente, su cura no necesita que venga en auxilio el supuesto mundo sobrenatural con sus herramientas de perdón y gracia, sino que al error cometido se le aplique el correctivo adecuado para equilibrar el desajuste causado. En este sentido, también los juicios de los tribunales sociales y penales tienen fuerza sacramental.

De nada sirve objetivamente arrodillarse ante un sacerdote, confiarle una lista de pecados y pedirle que nos dé el perdón divino. Ese hecho, tan emotivo de suyo, de tanto desahogo psicológico y tan significativo por la humildad que se refleja en él, tiene solo el valor de la demanda de perdón y de la disposición a reparar los daños causados. La magia pacificadora del perdón solo brota del arrepentimiento sincero y del restablecimiento del equilibrio roto.

Química y libertad

Desacralizar el cristianismo supone humanizarlo, es decir, reducirlo a la condición de cauce adecuado de la conducta humana. Me parece que esa ha sido precisamente la quintaesencia del mansaje de Jesús. Muchos entendidos en la materia dicen que cuanto hay en el hombre, incluido lo que entendemos por alma, es pura química. Un cristiano no podrá seguramente hacer ninguna objeción seria a tan atrevida y pintoresca teoría o hipótesis. Pero, que el cuerpo y lo que llamamos espíritu o alma sea algo químico, nada resta a una fe cuyos contenidos se emplazan en una dimensión inalcanzable para la química como es la conducta humana, la cual no está predeterminada por la química.

No me parece que tenga nada de química pasar frente a un mendigo y robar las cuatro monedas que hay en su cestita en vez de depositar en ella un billete.

Por otro lado, no parece que podamos encajar la libertad en un esquema químico de propiedades del hombre, pues la libertad es potencialidad de elegir en cada acción un valor o un contravalor. Lo químico obedece a leyes que rigen la materia y la energía, pero el hombre, cuya entidad o personalidad engloba también su comportamiento, jamás podrá ser reducido a un fenómeno químico. Aun siendo químico su ser, no lo es su actuar.

Alimentarse de valores durante la espera

Cuerpo y alma es disección dialéctica de una sola entidad. Lo mismo cabe decir de lo natural y sobrenatural. Que vistamos con la aureola de lo sagrado lo que se refiere a la religión no quiere decir que esta tenga una entidad superior a la vida normal. Para el creyente, al morir, lo único que se produce, según su fe, es un cambio radical de forma de vida. Al ignorar absolutamente todos los contenidos de esa nueva forma de vida, el único soporte de nuestro pensamiento es una confianza absoluta, un amor incondicional, es decir, una esperanza radical.

Quedémonos hoy con que nuestra vida es un manojo de potencialidades orquestadas por una libertad a resguardo de cualquier condicionamiento físico o químico, cuyo ejercicio nos hace crecer o decrecer, perfeccionarnos o deteriorarnos, según nos alimentemos de valores o nos envenenemos con contravalores. Lo que realmente existe es un mundo de valores y contravalores. Es puro divertimento hablar de gracia y pecado, de lo sagrado y de lo profano, de clericales y laicos.

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