Audaz relectura del cristianismo (7). Dios es católico. ¿Lo es la Iglesia?

El cristianismo predica la “encarnación de Dios”, que Dios es de todos y que todos somos de Dios. Cuando nos referimos al cristianismo sin más precisión, lo normal es pensar en el “catolicismo”, nombre que sustantiva la condición “universal” que se atribuye una de las iglesias cristianas, la “Iglesia católica”. Sin embargo, digamos, ante todo, que lo universal, como referencia a lo que concierne a todos, se opone a lo particular, a lo privativo de grupos excluyentes. A quien segrega, desgaja o secciona, por activa o pasiva, bien puede tildársele de sectario.


¿Es la Iglesia católica una secta?

Para responder como es debido a la pregunta de quién es realmente católico o de cuántos católicos hay en el mundo, debemos precisar que el concepto de católico exige no segregarse ni segregar. De atenernos solo a la concepción que la Iglesia católica tiene de su misión, tenemos que admitir su pretensión de catolicidad o universalidad.

Pero, de atender a sus estructuras jurídicas y dogmáticas y a sus procedimientos pastorales, debemos afirmar que no es realmente “católica”, sino una agrupación de creyentes “sectaria”, aunque sea muy numerosa, pues son muchas las exclusiones que establece una praxis cristiana que se segrega y discrimina en todo su desarrollo jurisdiccional, litúrgico y dogmático.

De hecho, además de enfrentarse a ateos, agnósticos y descreídos, la Iglesia católica excomulga con relativa facilidad a miembros propios que no confiesan íntegramente sus dogmas o no siguen sus mandamientos. El solo hecho de que hablemos alegremente de “distintas” iglesias nos adentra en arenas movedizas

En nuestro tiempo, son muchos los que, a la menor discrepancia con sus particulares formas de pensar y sentir, acusan a otros despectivamente de no ser católicos. La excomunión, por ejemplo, delata un proceder sectario, aunque como sanción es posible que discrimine más al excluyente que al excluido. Y más si se le priva de la comunión eucarística.

De todo ello se sigue que, groso modo, la Iglesia católica se atribuye una calificación que realmente no le corresponde, pues nunca ha dejado de ser una iglesia de elegidos y, por tanto, segregada, sectaria. Así, sin ir más lejos, la reciente reforma litúrgica opta por la fórmula de “sangre derramada por muchos” frente a la anterior de “sangre derramada por todos”, lo que delata un proceder excluyente.

Siete mil millones de católicos

Puesto a buscar el sello de la catolicidad de todos los seres humanos, si fuera preciso llevar impreso uno al estilo de lo que pretende el cristianismo con la praxis del bautismo, habría que verlo mejor en la condición humana. Digamos que lo que realmente nos imprime el carácter inalienable de pertenencia al género humano, que es la suprema obra de la creación divina, es la personalidad que se nos da en la concepción y el nacimiento.

Todo ser que es concebido y nace es hijo de Dios. La vida es el mayor don y la mayor gracia de Dios a un ser humano. El “bautismo cristiano”, lejos de concebirse como un rito purificador, debería celebrarse como el hecho sacramental de la filiación divina universal y de la fraternidad entre los seres humanos.

Nacemos de Dios. Somos sus creaturas. Las manos divinas nos acunan desde siempre y para siempre. De ahí que no proceda pensar en un Dios que pueda excluir algo de lo que él mismo ha hecho. Solo en un Dios caprichoso y mezquino cabría la acepción de personas.

Cuando hablo o me cruzo en la calle con un ortodoxo, un protestante luterano, un metodista, un baptista, un calvinista, un judío, un budista, un musulmán, un agnóstico y un ateo no veo diferencia alguna que me separe de la condición humana que todos compartimos. Seguramente por ello, a la hora de orar nunca he tenido escrúpulo alguno para hacerlo en un templo católico, en una capilla protestante, en una sinagoga, en el Muro de las Lamentaciones (cosa que he hecho un par de veces), en una mezquita (cosa que también he hecho en Jordania y Siria), en plena naturaleza y en medio de un vagón de metro abarrotado, y no digo entre los pucheros de la cocina (Dios también anda entre ellos, al decir de la santa de Ávila) porque no sé cocinar.

La condición humana, que abarca todo lo que somos, es la misma en todos los seres humanos, de cualquier raza, cultura o condición que sean. Con todos ellos me une, pues, una fraternidad constitutiva, la misma que proclamó y fomentó Jesús de Nazaret, fraternidad que nace de nuestra condición irrenunciable de ser hijos de Dios. Que profesemos un credo u otro depende sobre todo de la cultura en que crecemos.



La auténtica universalidad
La razón profunda de la universalidad cristiana, por diferentes que sean los caminos que cada uno siga en su vida, radica en que, indefectiblemente, todos hemos salido de Dios y hacia él nos encaminamos. La vida es una peregrinación que parte de las manos creadoras de Dios y nos lleva a las manos acogedoras que nos abren las puertas de su casa. Lo aceptemos o no, seamos o no conscientes de ello, todos somos ramas de un mismo árbol.

En la mente y en el corazón de un auténtico cristiano no caben exclusiones de ninguna especie. Al ir a hacer su ofrenda, si recuerda que está enemistado con algún otro ser humano, el seguidor de Jesús es conminado a dejarla sobre el altar e ir primero a reconciliarse. El odio no puede tener cabida en quien de verdad se proclame cristiano. Importa mucho más erradicar el odio del corazón que confesar que Jesús es el Hijo Unigénito de Dios o que resucitó tras su muerte. Cuesta muy poco profesar los contenidos dogmáticos de una determinada fe, pero erradicar del corazón el odio resulta muchas veces una obra heroica.

El cristiano debe sentirse hermano de todos los hombres, de cualquier condición que sean y cualquiera que sea su conducta. De otro modo, no se está en armonía con el Dios que hace salir el sol para buenos y malos. Por eso me atrevo a decir que el cristianismo es hoy una hermandad de algo más de siete mil millones de seres humanos.

El niño que se muere por inanición al otro lado del mundo es asunto mío. También lo son el hombre que se suicida en cualquier lugar lóbrego, desesperado por los problemas que le acarrea vivir en determinadas circunstancias, y el que, huyendo de algo o de alguien, se ahoga en el Mediterráneo. De alguna manera, también yo muero de hambre en el primer caso, me suicido por desesperación en el segundo y me ahogo en el tercero. De nada sirve confesarse cristiano si uno no llega a abarcar, con su mente y su corazón, a toda la humanidad.

Volver arriba