Audaz relectura del cristianismo (32). Dios nos llama a todos

Si entendemos la Navidad como la “vocación” propia de Dios, la de crearnos y redimirnos desde el interior de nuestra condición humana, el tema de hoy tiene preciosas resonancias navideñas. En el ámbito religioso estamos muy acostumbrados a hablar de la vocación como una llamada especial de Dios para vivir el cristianismo de una determinada manera: vocación al sacerdocio célibe o a la vida religiosa, y, en sentido mucho más amplio, una vocación más común o aparentemente menos exigente al laicado y al matrimonio. La vocación viene a ser como un cajón de sastre en el que prácticamente cabe cuanto se relaciona con la vida cristiana y los distintos cometidos profesionales que requiere, es decir, con los distintos carismas que Dios otorga conforme a los designios inescrutables de su voluntad. De tejas abajo, incluso podríamos hablar de una vocación más de andar por casa si la identificamos con las habilidades que nos regala la naturaleza o que adquirimos al desarrollar nuestro particular currículo: vocación de sastre, de panadero, de agricultor, de bombero, de fontanero, de policía e incluso de político.

Vocación al sacerdocio

El sentido original de vocación, en cuanto llamada especial de Dios para vivir de una determinada manera el cristianismo, tiene mucho que ver con el desempeño de las principales tareas eclesiales y de las funciones que requiere una institución tan poliédrica como la Iglesia católica. Ello viene a significar que se es papa, cardenal, obispo, sacerdote, religioso, diácono o simple laico por vocación divina, es decir, que es Dios quien asigna a sus elegidos el desempeño de todos esos ministerios.

Al enfocar así las cosas, se corre el peligro de facilitar un cierto despotismo que puede llegar a fomentar incluso la tiranía. Cuando en nuestro juego humano nos tomamos a Dios como compañero de fatigas, uno puede sentirse legitimado para repartir las cartas a su gusto y establecer las reglas que le plazca según vaya transcurriendo la partida. De hecho, son muchos los déspotas y tiranos que se han instalado cómodamente en los tronos de los príncipes eclesiales (colegio cardenalicio y sedes-sillas-cátedras episcopales) e incluso en tronos de menos fuste (altares, púlpitos y confesionarios).

Restringida la vocación a los principales ministerios y a las formas de vida cristiana más exigentes, tales como el desempeño de las tareas propias del sacerdocio célibe y de la vida consagrada, vida eminentemente evangélica, los “llamados” se enfrentan realmente a cometidos sobrehumanos, rayanos en lo heroico, cuya plasmación exige renunciar al gozo de la sexualidad activa y a formar la propia familia, dos pilares fundamentales de la condición humana que ellos tienen que sublimar en aras de los objetivos de su condición de elegidos.

Observemos de paso que, de no quedarnos en la epidermis de las tareas propias de esa vocación, el adecuado ejercicio del sacerdocio tiene exigencias mucho más comprometidas y dolorosas que las del celibato circunstancial católico, tan cuestionado por muchas razones de peso en nuestro tiempo. Para comprenderlo a fondo, bastará con que subrayemos las exigencias incuestionables de llevar una conducta acorde con la condición irrenunciable de ser “testigos permanentes” del Evangelio.

Sabiendo cómo le fue la vida a Jesús de Nazaret, uno no puede entender que, dados los quebrantos de humanidad de nuestra actual forma de vida, haya un solo sacerdote que no se acueste crucificado cada día. Frente al imperante cúmulo de intereses depredadores, el testigo de Jesús no puede menos de comportarse como mosca cojonera o aguador de fiesta, obligado como está a denunciar sin miramientos tales intereses. No se trata solo de poner en solfa ciertas conductas, sino también de exigir comportamientos humanos decentes y, por tanto, de invitar sin descanso a muchos al arrepentimiento y a la conversión. Si el sacerdote no lo hace, su vocación se diluye y el camino de salvación se tupe de malezas.

La vida consagrada

Quienes ahorman su vida conforme a los llamados consejos evangélicos, es decir, los profesos de los votos de obediencia, castidad y pobreza, se comprometen a una forma de vida que requiere un refuerzo divino constante, pues su compromiso y su condición de testigos de Jesús van más allá incluso de las exigencias propias del celibato. Siendo honestos, quienes merodeamos de la ceca a la meca deberíamos quitarnos el sombrero ante ellos por la envergadura humana que alcanzan y la extraordinaria fuerza salvadora que sus vidas proyectan sobre la sociedad.

De ahí que una de las cosas más incomprensibles para una mente lúcida se produzca cuando advierte que, a contrapelo de sus solemnes votos, en los consagrados sigue activo el orgullo, no se atempera ni se sublima la fuerza del sexo y hace de las suyas un cierto afán de propiedad. ¡Cuánta basura se acumula a veces en los conventos por la quiebra de cualquiera de esos votos, sea por egos inflados, por sexo a flor de piel o por darse a la buena vida! Hablo de rencillas enquistadas y desprecios despiadados, de consuelos hurtados y de dineros malgastados. El adagio latino de “corruptio optimi, pessima” se vuelve especialmente ácido cuando tiene cabida en los monasterios.

Sería de locos querer entender y justificar el compromiso monacal sin la perspectiva de vivir un gran amor y la entrega total a Dios y a los hombres.

Solo un gran despiste psicológico puede hacernos ver tras los muros de un cenobio un refugio seguro para quien, al huir del mundo, no podría servir al hermano. Otro tanto cabría decir del celibato sacerdotal, salvadas las distancias, pues el sacerdote se libra de compromisos familiares solo para entregarse de lleno a cometidos fraternales.

El mundo es como nosotros los hacemos y, en ese nosotros, cuando se trata de mejorarlo, tanto los sacerdotes como los monjes deben ocupar un lugar importante. Su sacrificio personal, a imitación de la acción salvadora de Jesús, tiene por misión precisamente esa mejora: “he venido para que todos tengan vida y la tengan abundante”, (Jn 10,10).

Dios nos llama a todos

El hecho de que todos nos sintamos llamados a seguir un determinado camino vital nos lleva directos a la conclusión de que solo puede haber una vocación divina que nos concierne a todos por igual: Dios nos llama a todos a la existencia. Existimos porque Dios nos ha llamado al ser. El creyente entiende muy bien que ese es precisamente el don divino por excelencia. Cada uno somos fruto de una carambola en la que confluyen infinitos factores que solo Dios maneja. Frente a lo que ocurre con otros muchos seres, la llamada divina nos invita a existir de forma humana. Dios nos convoca a vivir humanamente. Sea cual sea el camino concreto de cada cual, todos hemos sido llamados a utilizar nuestras potencialidades en favor de la vida humana. En otras palabras, nuestro deber moral exige que vivamos nosotros mismos como seres humanos y que ayudemos a otros a hacer lo propio. La nuestra no puede ser una forma de vida desnortada o endiablada, sino humanizada, impregnada de dignidad.

De ahí que el carpintero, además de ganarse el pan con su propio esfuerzo, deba esmerarse por hacer un buen trabajo profesional a fin de que resulte útil para sus semejantes. Lo mismo cabe decir de los médicos, albañiles, maestros, agricultores y de cuantos ejercen otras profesiones o tienen otras ocupaciones. La moral nos obliga a trabajar bien en beneficio propio y ajeno. Seamos o no conscientes de ello, cada uno vivimos gracias a miles de personas que hacen posible nuestra vida. Durmiendo, acicalándose en el cuarto de baño, cocinando, caminando o jugando, uno siempre es receptor del esfuerzo de miles de personas que llegan hasta él a través de cuanto toca o utiliza e incluso a través de su misma personalidad y la forma de vida en que se cobija y desenvuelve. Yendo un poco más lejos, cada uno somos una síntesis de todo el universo.

Los otros nos salvan de nuestra propia fatalidad

El reconocimiento de nuestra esencial dependencia es el soporte de la condición ineludible del ser comunitario que somos. La conciencia de tal condición debería bastarse y sobrarse para tirar por tierra tantos orgullos fatuos como nos dominan y abrirnos los ojos para contemplar hermosas panorámicas, capaces de cambiar incluso el rumbo descontrolado de quienes, habiendo perdido todo sentido y esperanza de la vida, optan por suicidarse. Ni la exaltación de uno mismo ni la propia aniquilación encajan con el hecho de que todos estemos interconectados. El egoísmo y su extremo más tenebroso, el suicidio, son fatales desconexiones de nuestro ser comunitario.

Quedémonos hoy con que Dios nos llama a todos a la existencia propia de seres humanos, existencia condicionada por un proceder comunitario, en el que cada cual, con sus habilidades y aficiones, nunca debe perder la referencia a todos los demás. De ahí que pueda afirmarse que hay una sola y única vocación para todos, consistente en vivir compartiendo los propios haberes y virtualidades. El precioso rito cristiano de la eucaristía es todo un programa de vida, pues en él cada grano forma parte de un pan que es partido y compartido. Frente a la fuerza de ese rito, lo de ser papa, obispo o barrendero carece de valor, ya que lo verdaderamente importante es, en última instancia, ejercer la propia profesión en beneficio de la comunidad humana.

Concluyo hoy como empecé, dejando sentado que, en el ambiente festivo que vivimos estos días, bien podríamos entender la Navidad como la vocación humana de Dios para compartir su vida con nosotros. Alojemos como es debido al Dios nuestro, al Emmanuel, que ritualmente nacerá mañana, pero que realmente nace y vive todos los días a nuestro lado. A cuantos hayan tenido la paciencia de leer estas reflexiones y también a cuantos no lo hagan, a todos, una vez más, ¡feliz Navidad!

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