Audaz relectura del cristianismo (33). Fuerza de la hora cero

A nadie se le escapa que, en el decurso de la vida, las doce campanadas del reloj de La Puerta del Sol de Madrid, anunciando el momento justo en que se inicia un nuevo año para los españoles, no tienen más entidad o envergadura que la que media entre un segundo cualquiera y el siguiente, entre un año y otro, por más que del calendario se posesione el 19 dejando tirado el 18. Las famosas doce campanadas que lo anuncian nos ponen en el brete de atragantarnos al engullir apresuradamente nada menos que otras tantas uvas casi sin respirar. No sé si la costumbre de mi hijo mayor de comerse doce gajos de mandarina es aún peor.

Es ese un momento de convulsión anímica, que inyecta energía a nuestros nervios y potencia nuestros sentimientos para abrazar efusivamente a cuantos vivientes tengamos a nuestro alcance, pues en alguna ocasión he visto abrazar y besar también a perros y gatos. Nos alivia haber coronado un año duro y difícil para iniciar esperanzados otro que llega cargado de sueños. Mañana, día 31 de diciembre, en la venturosa noche festiva de fin de año, volveremos a brindar alegres, aunque el año transcurrido nos haya roto el corazón por ausencias que en ese momento se hacen especialmente dolorosas. Es el mismo rito con que en su momento recibimos el ahora fenecido y que, D.m., esperamos volver a repetir al recibir el siguiente.

Por lo general, salvo que la vida nos arrastre por la empinada cuesta de la pobreza o nos aloje en la cloaca de la soledad, iniciaremos la andadura del nuevo año bien pertrechados de proteínas, azúcares y efluvios etílicos. Seguramente pasaremos su primer día abotargados, tal vez durmiendo la mona y recuperando el cuerpo de los estragos de la noche más mágica, para descubrir con desilusión, una vez pasado el tsunami festivo, que la vida continúa con sus rutinas.

Punto de inflexión

Seguro que muchos, deseosos de atrapar la buena suerte o seducidos por cualquier otra superstición, escucharemos emocionados las doce campanadas que deslindan los tiempos

e ingeriremos, cual glotones irredentos, las uvas rituales. Poco importa en ese momento que el cuerpo todavía caliente del año fenecido muestre estigmas de dureza, llanto y dolor, pues, aun cuando algunas de las hojas del calendario de sus días se hayan llenado de alegrías y logros, el balance final, testigo incómodo de nuestro quehacer, arrojará un déficit rayano en la desesperación. Pero la ingesta de alcohol, imprescindible en el ritual, y los besos y abrazos de personas queridas nos anestesiarán durante unas horas para caer complacidos en brazos de la ilusión. La Nochevieja es lo que es y, desde luego, haríamos mal en no vivir sus potencialidades de fiesta, tan necesarias para seguir de pie, aunque sepamos que, en definitiva, nada cambia por arte de birlibirloque.

El poder mágico del instante del cambio, tan fugitivo como cualquier otro, pero con la fuerza de finiquitar contablemente un año e iniciar otro, podría muy bien convertirse en un punto de inflexión en el rumbo de nuestras vidas. No son pocos los que en ese momento se aperciben claramente de la vacuidad del año transcurrido, incluso en el fragor de las copas que entonan felicidad, y reciben el nuevo año como un regalo, como una nueva oportunidad, como un libro en blanco para garabatear en él alguna bonita historia. Buen momento para ilusionarse y prometer cambios radicales que nos libren de los todavía recientes fracasos sufridos.

En el año que comienza vamos a ser mucho mejores abuelos o padres o esposos o hijos o nietos o amigos o vecinos o incluso compañeros de trabajo. Estudiaremos más y seremos mejores personas. La magia de ese momento tan singular sacude el aburrimiento habitual y descarga el tedio de las rutinas diarias para abrir espacios al divertimento circunstancial y gestar ilusiones de colores.

Una hermosa propuesta

Haríamos bien en amarrar con fuerza las potencialidades de inflexión de tan fugaz momento, su virtualidad de ser punto cero para una nueva andadura. Por ello y tras desear un buen año a mis lectores, les propongo endulzar pegajosas amarguras y contrarrestar dolorosos fracasos. No importa que a algunos mi propuesta pueda parecerles inaudita o impertinente, pues estoy convencido de que serían muchos los cristianos que, de conocerla, la aplaudirían y se sumarían complacidos a ella. Para secundarla bastará con no atiborrarse demasiado de comida y moderar la ingesta de alcohol para no perder los contornos de la realidad.

Lo que propongo es muy hermoso y simple: convertir la cenorra de fin de año de mañana, por lo general empalagosa, en bonita y estimulante eucaristía, sin disminuir ni amortiguar siquiera sus componentes festivos. Para hacerlo, no será necesario cambiar nada del escenario en que actuemos. Nos servirán los mismos adornos y las mismas viandas, postres y bebidas. Subrayemos que tienen gran resonancia eucaristía tanto el ambiente festivo envolvente como la fraternidad que todo lo inunda en ese momento y los alimentos y bebidas que llenarán la mesa. Bastará con que añadamos al evento la perspectiva trascendente de una cena ritual, aparejada con una carga de profunda alegría que desemboca en sincero propósito de mejorar nuestros comportamientos.

Del año finiquitado tomaremos cuanto nos mueva a una sentida acción de gracias, pues, siendo biennacidos, hallaremos muchas cosas por las que sentirnos agradecidos. El solo hecho de haber vivido un año más es de por sí una gracia de valor incalculable. De meternos de lleno en la celebración propuesta, estaremos seguros de que el año recién estrenado será mucho mejor al advertir con claridad que cuanto de negativo hemos vivido a lo largo de 2018 no se ha debido a una malhadada suerte que nos persigue allá donde vayamos sino a nuestra propia desidia y comodidad.

Por otro lado, la conciencia de la cantidad de seres humanos que contribuyen a avituallar como es debido nuestra mesa de Nochevieja (agricultores, pescadores, cazadores, panaderos, pasteleros, carniceros y bodegueros) nos ayudará a sentir una estrecha fraternidad con todos los seres humanos. La conciencia de esa fraternidad es irrenunciable para celebrar como es debido una eucaristía en la que se requiere que todos seamos al mismo tiempo comida y comensales.

Al revestir de eucaristía nuestra cena, seguro que acertaremos a ver con el rabillo del ojo a no pocos menesterosos que recogen agradecidos las migajas que caen de nuestra mesa y, lejos de ignorarlos, los incorporaremos a ella de alguna manera como hermanos nuestros que son a todos los efectos. ¡Qué triste resulta esta noche mágica para quienes no tienen nada que llevarse a la boca, o no tienen a nadie con quien compartir, aunque nada más sea un poco de pan, ni nada con que brindar, ni razón alguna para hacerlo!

¡Noche de poderosos contrastes, de alegrías desbordadas para unos y de punzantes tristezas para otros! No olvidemos que la eucaristía es pan que se parte con dolor y comparte con alegría; vino derramado que alegra el corazón.

Hace ya un tiempo, en el artículo número 4 de la serie en que me he embarcado, invité a sus lectores a formar parte del grupo que ya veníamos celebrando cada día una eucaristía virtual a las diez de la noche, hora española, consistente en un hermoso gesto de acción de gracias por lo acontecido durante el día. La propuesta que ahora les hago para la cena de mañana, la de Nochevieja, vuelve a la carga al pedirles que demos juntos las gracias de igual manera por el año transcurrido.

Será buena la hora a que cene cada familia o grupo de amigos o uno solo, de verse en esa tesitura, y también será bueno el lugar donde se celebre la cena. Nos será fácil ver en la mesa bien surtida, o al menos algo mejorada, un hermoso altar e imaginar sobre él, en un ambiente de tan cálida fraternidad, un pan formado por ocho mil millones de granos de trigo y un cáliz lleno a rebosar con el fruto de otros tantos granos de uva, en representación de todos los habitantes de la Tierra.

Cómo hacerlo

Será posiblemente la más hermosa y grata ofrenda que pueda imaginarse, porque en ella pondremos todo el amor, la ternura, la solidaridad y el trabajo de todos los hombres. Bastarán unos segundos para recitar mentalmente algo parecido a lo siguiente: “tomad y comed todos este pan de vida y bebed este cáliz de salvación. Son, dice Jesús, mi cuerpo y mi sangre compartidos”. Los abrazos por la llegada del nuevo año serán una forma calurosa de darnos mutuamente la paz y una ocasión pintiparada para situarnos en el ámbito de la 52 Jornada Mundial de la Paz, evento que comenzará en ese preciso instante. La celebración de esta hermosa eucaristía, sentida y vivida, será la mejor manera de coronar un año de gracia en el momento de iniciar otro de esperanza.

Quedémonos hoy con el buen sabor de boca de quien se siente agradecido por el año felizmente acabado y acojamos con los brazos abiertos el nuevo año que se nos regala para ir llenándolo, día a día, de contenidos humanos. Convirtamos el precioso segundo que mañana pondrá fin a 2018 en punto de inflexión vital e impregnémoslo de la formidable fuerza de una eucaristía que nos ayudará a remontar el vuelo en pos de una nueva humanidad. Brindaré mañana con cuantos quieran sumarse a esta emotiva y festiva celebración, para que, con paciencia y tesón, acertemos a mejorar, un poquito siquiera, la vida humana, la nuestra y la de todos los demás.

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