Audaz relectura del cristianismo (16). Sueño inquietante

Todavía no hace mucho, un buen día me vi convertido durante un sueño de duermevela matinal en guía turístico romano. Un misterioso personaje, cuyos rasgos no me eran desconocidos del todo, se me acercó discretamente para pedirme que le sirviera de guía turístico. La escena tenía lugar en la plaza de San Pedro del Vaticano. La nebulosa del sueño borró detalles y matices del recorrido que acto seguido hicimos por el interior del epicentro de la cristiandad. Me fatigaba el esfuerzo que me veía precisado a hacer para transmitir a mi cliente las vivencias que yo mismo había tenido años atrás, cuando había visitado aquel lugar por primera vez. Pero me quedó claro el interés que mi interlocutor manifestaba por saber la razón por la que había sido construido tan ampuloso y soberbio conjunto monumental y también su curiosidad por la utilidad del mismo. Mal que bien, como si el tema me resultara incómodo y difícil, traté de explicarle que todo aquello era el centro de peregrinaje de la Iglesia católica, la fiel seguidora de la tradición cristiana que arrancaba en Jesús de Nazaret. Mientras hablaba, pude observar en su rostro un gesto de sorpresa que denotaba cierta tristeza, pero no me atreví a preguntarle la razón de su más que evidente contrariedad.

Quizá con el deseo inconsciente de animarlo un poco, le dije que, en estos momentos, un gran papa, un paisano campechano, muy sencillo y de gran bonhomía, venido del otro lado del Atlántico, gobernaba la Iglesia con gran sencillez, sin alarde de riquezas, sin ostentación de pompas banales y sin altivez alguna. Aunque no lo tengo muy claro, creo que también le dije que se trataba de un buen pastor, de un predicador persuasivo y elocuente, incansable en el esfuerzo de poner de relieve la compasión y la misericordia divinas.

Animado por la atención que mi cliente prestaba a mis palabras, me atreví incluso a asegurarle que me parecía que ese buen hombre era un gran teólogo. Solo entonces logré que en la comisura de sus labios se esbozara algo parecido a una sonrisa.

Tras una larga caminata por las distintas dependencias accesibles a los turistas, salimos al exterior. Fuera ya de la majestuosa plaza de San Pedro, mi cliente me invitó a reponer fuerzas en una pizzería. Se lo agradecí complacido y deseoso de descansar un poco los pies. Una vez sentados a la mesa, él pidió al camarero agua para beber y yo me decidí por una birra.

Ambos comimos, con buen apetito, un poco de pasta y un buen pedazo de pizza. No acerté a ver exactamente lo que pagó por todo ello, pero de un billete de veinte euros le devolvieron algunas monedas, de lo que deduje que el frugal refrigerio le había costado algo más de quince euros.

En torno a la mesa mantuvimos una animada conversación sobre mi estancia en Roma hacía ya tantos años. Como suele suceder en los sueños, la mayor parte de lo allí comentado se me quedó en una penumbra indescifrable, aunque me queda la sensación de que él se complacía en conocer mis ilusiones juveniles. Al salir de la pizzería, me sugirió que quizá lo mejor sería dar un paseo tranquilo por las calles de Roma.

Iniciamos entonces un lento recorrido en pausada y amigable conversación, como si prolongáramos cuanto habíamos hablado a lo largo de la comida.

El sueño me llevaba automáticamente por las mismas calles que yo había recorrido tantas veces, enmarcando el paseo en la rica y misteriosa Roma de cincuenta años atrás.

Nos asomamos al Coliseo, espectacular recinto cuyas piedras todavía hoy rezuman esplendores y sangres, y atravesamos el Foro Romano, testigo pétreo de una gran civilización, sin que decayera el interés de nuestra conversación sobre la vida presente.

Al pasar delante del Angelicum, le conté que yo había estado estudiando allí. Él se interesó entonces por mis estudios. Al decirle que había hecho un curso de “Teología”, me pidió que le explicara qué era eso. Con la sensación de que le estaba contando el cuento de Blanca Nieves, le dije que la Teología son estudios que versan sobre quién es Dios y cómo se relaciona con el mundo, estudios cuya base es lo que dicen las Sagradas Escrituras, lo que contiene la Tradición eclesial y lo que enseña el Magisterio auténtico de la Iglesia. El meollo de toda ello es la encarnación del Verbo Divino,

Segunda Persona de la Trinidad, en Jesús de Nazaret, convertido en el segundo Adán que repara con su muerte expiatoria el desaguisado cometido por el primero en el Paraíso terrenal.

A pesar de la indefinición de las imágenes que aparecían en mi sueño, pude observar que mi cliente sonreía irónico y movía incrédulo la cabeza.

Aunque durante el recorrido por el Vaticano, el tiempo que estuvimos sentados en la pizzería y el paseo por las calles de Roma el interés de la conversación no decayó ni un momento, como ya he dicho, es una pena que solo recuerde confusos algunos de sus más interesantes contenidos, cuya laboriosa exposición en aras de una profesionalidad digna de un buen guía turístico me tuvo en ascuas todo el tiempo, dadas las peculiaridades de tan misterioso cliente.

Seguimos deambulando por las calles de Roma todavía un buen rato. En un cruce, casi nos atropella un taxi. Mi acompañante pidió disculpas, aunque el despiste causante del incidente no era nuestro. En la Piazza de España se detuvo un momento y sacó de su bolsillo un poco de dinero, seguramente con el propósito de pagar mis servicios antes de despedirse y dar por concluido el recorrido turístico.

Movido como por un resorte, hice un gesto de rechazo con la mano y le dije que no aceptaría aquel dinero de ninguna manera.

La satisfacción que me había producido aquella conversación con tan extraño cliente y, sin embargo, tan cercano y familiar, me parecía más que sobrada remuneración o recompensa por mis servicios. Sin saber por qué, tuve la impresión de que yo era el servido y él, el servidor.

Seguramente por esa satisfacción me atreví a contarle, antes de despedirnos, que acababa de emprender un trabajo exigente y arriesgado al comprometerme a mantener vivo un blog en RD, titulado "Esperanza Radical", sobre la necesidad de hacer una relectura audaz del cristianismo. Él me animó a seguir adelante, pero soltó una sonora carcajada que me estremeció. Me aconsejó entonces que, escribiera lo que escribiera, tratara de dejar claro que Jesús había venido a este mundo solo para que todos tengamos vida y la tengamos abundante.

El aplomo con que me lo dijo terminó por ganarme del todo. Entonces me confesó que le habían sorprendido mucho las majestuosas estructuras del Vaticano, tan sobresalientes como inútiles por más que se tratara del centro de peregrinaje al que acudían los católicos de todo el mundo para testimoniar su fe y su adhesión devota al papa, pues el Evangelio deja muy claro que en adelante no serán necesarios los templos para adorar a Dios.

Me confesó igualmente que le había encantado cuanto le había contado sobre el actual papa, pero que tuviera en cuenta que el cristianismo no es una estructura piramidal de poder, sino una auténtica comunidad fraternal de vida cuyas coordenadas son servir (amor) y compartir (eucaristía) y que no importan en absoluto los cargos sino los servicios que, desde cualquier posición que se ocupe, cada cual presta a los demás.

Pero lo que más me sorprendió fue que me dijera que le había hecho mucha gracia lo de mis estudios de Teología, pues con relación a Dios, me aseguró, hay realmente muy poco que saber y mucho que sentir y vivir.

Mientras me decía todo esto, su imagen se iba perfilando más claramente en mi mente soñolienta y torpe de guía turístico oportunista, de charlatán infatigable que se recreaba escuchándose a sí mismo. Cuando la imagen y la identidad de mi extraño cliente quedaron al descubierto por completo, un fuerte escalofrío recorrió mi cuerpo. Sin la menor duda, era él y, justo cuando quise reaccionar para disculparme por mis torpezas y atrevimientos, desperté algo sobresaltado. Amargo e inoportuno despertar que, en un instante, evaporó la magia del momento y me dejó una fuerte sensación de desconcierto y frustración.

Seguí todavía un buen rato dándole vueltas al sueño sin moverme de la cama, como queriendo desentrañar su misterio. A fin de cuentas, me parecía que lo ocurrido se debía a que mi subconsciente se había proyectado con tanta fuerza que se había apropiado nada menos que de la persona clave del cristianismo para reafirmarme en mis convicciones de que ni el Vaticano, con toda su estructura material e inmaterial, ni la Teología, con un enorme bagaje de conocimientos sobre Dios, podían ser el fundamento del cristianismo que me ocupa y preocupa.

Quedémonos hoy con que el cristianismo no es un credo, ni un libro de creencias y normas, ni un ritual, ni una estructura piramidal férreamente cohesionada por un Código Canónico o por la fuerza de sujeción de una piedra angular, sino un organismo vivo, una forma de vida en la que florecen la humanidad y la solidaridad de tal manera que, a pesar de tantos quebrantos y dificultades, logra que vivamos en un paraíso. Seguramente, la única verdad de la fábula del Paraíso terrenal, que brota radiante del cuento, sea que Dios ha colocado a todos los seres humanos en un paraíso y que nunca han sido ni serán expulsados de él.

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