Audaz relectura del cristianismo (11). La conciencia del hombre engendra solidaridad

La precariedad humana

Vivimos en un planeta habitado por algo más de siete mil millones de seres humanos. Aunque este es un dato sumamente importante, no condiciona, por lo general, nuestra forma de ser, estar y sentir. El alcance del discurso de la vida de cada cual suele ser muy corto. Nuestras relaciones sociales se reducen a la familia, a algunos vecinos, a un puñado de amigos y a los compañeros de trabajo. Vivimos en un universo mental y afectivo muy pequeño.

Aunque los medios de comunicación son hermosos ventanales abiertos al mundo, no potencian nuestras relaciones sociales. A través de ellos llegamos a conocer a muchos, pero sin mayor trascendencia. Son pocos los seres humanos que realmente merecen nuestra confianza y quizá menos los que se interesan por nuestras propias inquietudes. Vivimos como en una burbuja, somos como mónadas.

Salir del caparazón social en que nos cobijamos y remontar el vuelo para planear como drones por espacios abiertos para contemplar desde arriba la vida que llevan los demás es un ejercicio muy saludable para valorar lo que realmente somos y tenemos. Pero nos cuesta abrir la mente y el corazón a los problemas y sufrimientos que afectan a los otros. Nuestro sistema emocional no soporta en general la crudeza de sus vidas y, en la medida en que los medios nos dan cuenta de ella, edulcora el alto precio que se cobran esas vidas.

La vida es lucha


De tener conciencia de cómo viven los seres humanos, nos sentiríamos responsables de su precario devenir y nos veríamos compelidos a ser actores de la búsqueda de mejoras con esfuerzo y entrega. La deficiente calidad de muchas vidas humanas debería ser nuestro mayor problema. Siendo la Tierra el único hogar en que hoy por hoy podemos vivir, esa conciencia sentaría las bases para una fraternidad universal. Y, en lo que concierne al propósito de este blog, digamos que el cristianismo tendría que verse fuertemente compelido a propugnar y fomentar esa fraternidad.

Sabemos que vivimos en un valle de lágrimas, que tenemos que ganarnos la vida con el sudor de nuestra frente y que la vida entera es una cadena de fatigas. Muchas veces nos referimos a ella como un problema permanente, como una lucha sin cuartel. Quizá sin darnos cuenta, lo confesamos abiertamente cada vez que, al condolernos con sus familiares y amigos, deseamos que el muerto “descanse en paz”, con lo que significamos que toda vida es una continua guerra.

Fatigas y desolaciones

¿A qué fatigas me refiero? A las que nos causa un largo sufrimiento, difícilmente cuantificable, que brota de muchas fuentes. El nacimiento se produce mediante una expulsión violenta del bebé del vientre materno tras una dilatación pélvica dolosa que convulsiona todo el sistema nervioso de la parturienta. Nuestra andadura autónoma en este mundo se inicia, pues, con un primer paso muy doloroso. El largo proceso educativo que dura la infancia, la adolescencia y la juventud no tiene más camino plausible que el de un esfuerzo exigente. La madurez o vida laboral nos impone un quehacer pesado y rutinario. La vejez, vecina de la muerte, puede revestirse de tintes muy dramáticos cuando lleva aparejado un deterioro incapacitante. Cada dos por tres, la vida nos pega un hachazo al ir arrebatándonos a nuestros seres queridos. A todo ello hay que añadir la posibilidad de sufrir, a cualquier edad, innumerables enfermedades dolorosas.

Lo más descorazonador es que al enorme dolor que implica de por sí el hecho de vivir hay que añadir los estragos psicológicos que nos causa la desazón de ver que muchas de las calamidades que padecemos son obra humana. En vez de ayudarnos unos a otros, como dictamina nuestra loable obligación moral, nos dedicamos a amargarnos la vida mutuamente. ¡Qué gran error!

¿Alguien sería capaz de cuantificar el inmenso dolor que los seres humanos nos infligimos unos a otros? ¿Cuántos han sufrido lo indecible a lo largo de la historia a causa de los comportamientos humanos o incluso han muerto a manos de sus semejantes?

Me refiero a genocidios, guerras, guerrillas, terrorismos, crímenes organizados, homicidios, asesinatos, linchamientos públicos, drogadicción, alcoholismo, abortos caprichosos, esclavitudes sexuales, despojos y montones de otras barbaridades. Para poder vivir, nos imponemos unos a otros desorbitados peajes de vejaciones, torturas, tratos crueles y degradantes, desprecios y humillaciones. Desolación, desengaño, náusea y mierda son palabras que acuden a la mente espontáneamente al hablar de la vida humana. ¡Vergüenza de pertenecer al género homo de vivientes, el más depredador!

Hambrunas en tierra rica

Viviendo en un planeta que cuenta con recursos sobrados para que toda su población lleve una vida digna, la rapiña de unos pocos hace que muchos tengan que sufrir una denigrante pobreza. No es de recibo que unos pocos acaparen bienes como si fueran a vivir eternamente mientras muchos carecen de lo más esencial para sobrevivir.

No carecemos de recursos, pero estamos sometidos a un reparto empobrecedor por mezquinos acaparamientos especulativos. La primera y más sagrada obligación de todos los gobiernos debería ser que todos sus ciudadanos, de cualquier condición que sean, tengan lo necesario para que la vida nos les caiga encima como una losa. La naturaleza provee gratuitamente lo suficiente para lograrlo sin grandes sacrificios de nadie. Que todos los ciudadanos de un país tengan lo básico para vivir es el rasero por el que deberíamos medir la calidad del servicio profesional de los políticos.

Estado justo y sociedad solidaria

Los gobiernos no deberían pensar ni proyectar ninguna otra cosa hasta que todos los ciudadanos tuvieran comida, vivienda, vestido, habitáculo, sanidad y educación, mínimo imprescindible para una vida digna. Solo tras lograrlo cabría pensar en otras cosas. Lo presupuestos del Estado dan para lo que dan con los impuestos que se pagan y para el resto hay que contar con la colaboración del pueblo. Los ciudadanos podemos y debemos hacer algo más que pagar impuestos. Procurar a los ciudadanos lo mínimo básico es un objetivo de tal envergadura social que solo puede ser alcanzado de remar juntos, Estado y pueblo, en la misma dirección. Además de pagar impuestos, debemos sacarle partido a nuestro tiempo. Solo así cumpliremos el precepto moral insobornable de contribuir a la mejora de las condiciones de vida de todos.

Si para llevar una vida mínimamente digna necesito 100, pongo por caso, y no soy capaz de ganar más que 80, el gobierno debería ayudarme con los 20 que me faltan. Y si, por las circunstancias que fuere, la vida me pone en situación de no poder ganar nada, el gobierno debería darme 100, pues, aun siendo un parásito, tengo derecho a vivir. La vida de un ser humano, incluso la más deteriorada, vale mucho más que una autopista, una campaña electoral, un proyecto de investigación o toda una nación.

Pero la ayuda recibida del Estado para tener lo básico, trátese de veinte o de cien conforme al ejemplo aludido, me impone la obligación de contribuir con mi tiempo libre a las necesidades públicas en la medida de lo posible. El Estado no debería regalar nada por nada. La asistencia a las personas mayores, pongo por caso, y la limpieza de los montes de España requieren millones de horas de trabajo voluntario. Aunque no haya dinero para pagarlo, es un trabajo que es preciso hacer, pues debemos atender a los ancianos como Dios manda y limpiar los bosques para que no ardan y cumplan su función biótica.

Una gran catedral

La conciencia de la realidad de la vida humana, que nos lleva a ver a todos los ciudadanos como miembros de una sola familia, además de despertar en nosotros la natural compasión que provoca la precariedad y el sufrimiento ajenos, nos obliga a socorrer solidariamente a cuantos sufren carencias esenciales. En esa solidaridad se concentran las esencias cristianas. La humildad a que nos invita la contemplación del universo y la solidaridad que demanda el hombre son los nervios que estructuran la hermosa catedral del cristianismo.

Vivimos en un mundo de asco, en un paraje dominado por lobos, en un infierno de dolor y muerte. Pero, si somos capaces de abrir nuestra mente y nuestro corazón a los demás, la compasión subsiguiente nos ayudará a domesticar los lobos y a transubstanciar el asco en gozo, el infierno en paraíso, la muerte en vida. ¡Laudable propósito del que afortunadamente ya se ocupan muchos!

Quedémonos hoy con que el de la solidaridad a secas, sin sesgos ni condiciones, es el único camino que debe seguir la Iglesia católica para realizar su digna misión de salvación. Lo demás, hojarasca.

Volver arriba