Audaz relectura del cristianismo (12). No matarás. El terror, puro contravalor

Introducción

Tenía ya escrita esta reflexión para publicar hoy cuando se nos ha informado de que el papa, muy en consonancia con su línea de actuación pastoral, ha eliminado del Catecismo católico la pena de muerte. El tema me resulta particularmente atractivo por los años que, colaborando con AI, me dediqué a exponer en cuantos foros pude que la pena de muerte es una aberración social y política con muchos contras y ningún pro. Que la Iglesia católica se haya decidido al fin a eliminarla del todo va mucho más allá, pues pone en solfa cualquier escarceo clerical con la violencia y, de ahondar más, cuestiona seriamente la lectura que hace del evangelio la teología paulina, fundacional de la Iglesia, al valorar la muerte de Jesús como transacción comercial entre el Padre y el mundo. En ese marco cabe encuadrar la siguiente reflexión sobre el terrorismo.

Las cosas como son

Sin eufemismos ni componendas, digamos claramente que el terrorismo es una insensatez redomada. La sola palabra terrorismo se nos clava como rejón en el corazón, como puntilla de descabello. Sus evocaciones son tan dolorosas que jamás deberían pronunciarla labios humanos. Que siempre vaya embadurnada de sangre merece que la borren de los diccionarios. Lamentablemente, el horror que connota y el asco que provoca llenan a diario los medios de comunicación. Su solo eco tiñe de tinieblas el horizonte humano y acongoja los ánimos.

La muerte, salvo que en su dimensión teologal sea contemplada como la consumación lógica y normal de la vida, es lo más inmoral imaginable, el contravalor absoluto. Lo moral es precisamente favorecer la vida, la propia y la ajena. Ahora bien, el terrorismo siega vidas sin contemplaciones, la mayor parte de las veces de forma indiscriminada y por motivos que a la postre resultan banales. Con saña y frialdad, planea linchamientos que ejecuta sin piedad, como si los seres humanos fuéramos alimañas. De nada sirve revestirlo de ropajes políticos o religiosos, pues de todos es bien sabido que lo único que persigue es asaltar el poder y llenar los bolsillos. Dictadura y codicia van de la mano.

Sin atenuantes ni justificantes

Los terroristas, persigan supuestos objetivos religiosos o políticos, cometen un gran error al emprender un camino alfombrado de cadáveres hacia ninguna parte. Actúan sin ni siquiera el mínimo apoyo psicológico de luchar abiertamente contra un enemigo real en contienda bélica, pues lo hacen contra quienes precisamente dan contenido y sentido a la política y a la religión, hombres y mujeres dedicados a ganarse duramente el pan que comen.

La pretensión de justificar sus atentados so pretexto de luchar por causas nobles produce fatiga mental y provoca náuseas. Una sola víctima del terrorismo islámico, por ejemplo, vale mucho más que el gran Alá de sus invocaciones; un español andrajoso, vasco o de cualquier otra región, vale mucho más que el País Vasco, minúsculo territorio cuya independencia decía propugnar la ETA.

Más allá de las apariencias, el terrorismo siempre obedece al deseo de conseguir algún tipo de poder o dominio sobre los demás. El terrorista sabe que el terror paraliza las voluntades y aletarga incluso las fuerzas naturales de la autodefensa. La población aterrorizada solo se preocupa de huir, de escabullirse, de camuflarse.

Además, los terroristas juegan con ventaja, sabedores de que, por mucho que conculquen la ley, siempre serán protegidos por ella en caso de ser capturados: aunque arrebaten vidas de forma cruel y despreciable, están seguros de que la sociedad no puede aplicarles el diente por diente ni obligarles a tomar su propia medicina. Sus acciones degradan su propia condición humana hasta convertirlos en auténticas alimañas.

¿Santos o héroes?

Nunca y bajo ninguna circunstancia un terrorista puede ser valorado ni como santo ni como héroe, digan lo que digan y hagan lo que hagan sus fanáticos partidarios. Los terroristas que se inmolan en nombre de Alá son realmente unos ilusos, pues Alá, el más grande, jamás podría bendecir sus salvajadas. La supuesta felicidad que les procuraría su martirio, tanto más intensa cuanto mayor sea la masacre perpetrada, es un señuelo infantiloide.

En España asistimos atónitos, todavía hoy después de haber cesado hace años sus matanzas, al hecho de que algunos consideren héroes a los etarras encarcelados o huidos de la justicia. Craso error de funestas consecuencias, pues es un proceder que mantiene latente o aletargado un terrorismo etarra de baja intensidad. Quien aplaude el terrorismo se hace su cómplice.

Cabe decir lo mismo de quienes, situándose en terrenos de nadie, pretenden mediar entre los terroristas y los políticos de turno, como si se tratara de dos polos con intereses legítimos contrapuestos. Incluso quien saca partido a esa calamidad o recoge sus nueces del suelo, en desventurada frase sintomática, es su cómplice.

El terrorismo es un problema político peliagudo al no tener consistencia para sustentar siquiera el apoyo de un puente de mediación con vistas a favorecer el entendimiento. El dilema es tajante: o se está con la bestia terrorista, equivocándose, o se está con sus víctimas, cumpliendo un deber sagrado de humanidad.

Hay, pues, más terroristas que los que disparan o ponen bombas. Merecen tal calificación y el desprecio consiguiente quienes planifican atentados, quienes jalean a los terroristas y quienes, de alguna manera, defienden su status, coadyuvan a la consecución de sus objetivos o se benefician de su violencia. El dolor de las víctimas tiene muchos padres.

Paciencia inagotable de las víctimas españolas

El paso del tiempo no atempera el sufrimiento de los supervivientes y de los amigos y familiares de los masacrados. En el caso de España, los terroristas han contado con la suerte de que esas víctimas, tan anhelantes de justicia a pesar del pánico, no hayan sucumbido a un odio incurable y a una sed de venganza insaciable. Les habría bastado rebotar la pelota del horror y hacerla explotar en el entorno familiar y social etarra. Tiempos vendrán en que, tras reconocer y ensalzar el temple y la serenidad de tantos damnificados, habrá que homenajearlos por la madurez humana de dominar sus connaturales y comprensibles instintos de venganza. Los terroristas nunca sabrán el peligro que han corrido de haber despertado la bestia que anida en toda sociedad.

Tarde o temprano, todas las personas de buena voluntad condenarán sin paliativos ni eufemismos a tales verdugos de sangre fría, carentes de escrúpulos y sentimientos a la hora de golpear. Los terroristas solo han logrado ser los repulsivos actores de una dolorosa historia escrita con sangre. El suyo ha sido un gigantesco despropósito. Su lamentable historia es la de quienes han gastado su potencial humano en causar sufrimiento. ¡Triste corona la suya! Conseguir sus objetivos no conduce más que a universalizar la tragedia y llenar de sangre el cauce de los ríos.

Zapatero a tus zapatos

¿Qué pinta todo esto en este blog? De todos es bien sabido, para escándalo general, que una parte del clero vasco tiene las manos manchadas al haber acunado y alimentado la bestia. Amparados por ese clero, muchos etarras se cobijaron en sacristías so pretexto de defender la entelequia maquiavélica del independentismo vasco. Es hora de que tales clérigos, aunque en su sentir político comulguen con el independentismo, reconozcan su desvarío y carguen con su responsabilidad.

Nadie que confiese ser seguidor de Jesús puede justificar y menos apoyar ningún intento de quitar la vida a un semejante, sea cual sea la causa que se alegue. Juan pone en boca de Jesús que ha venido para que tengan vida y la tengan abundante. Jamás ningún terrorista logrará lavar nuestro cerebro hasta convencernos de que, abriéndose camino a hachazos, promueve o favorece la vida de nadie.

Los Evangelios no permiten andarse con paños calientes: lo que hiciereis a uno de estos pequeños, a mí me lo hacéis. El precepto solemne de no matarás no admite ni matices ni excepciones.

Con los pies en la tierra

Para que una parte de España se separe del resto y se independice, solo hay un camino abierto: luchar para que la Constitución reconozca su derecho a intentarlo y, solo tras ello, tratar de que una mayoría holgada de los habitantes de la región en cuestión quieran hacerlo. No hay más camino razonable.

Hay otros caminos, dolorosos y traumáticos, que no conducen a ninguna parte. Envenenar la convivencia ciudadana con sutiles procedimientos para conseguir la independencia a las bravas, camino emprendido por el independentismo catalán, no deja más salidas que la pobreza y el asco.

Empuñar las armas y golpear a capricho conforme a los procedimientos de la guerrilla, aunque sin enemigos declarados, no ha servido más que para enviar carnaza a la cárcel y sembrar sufrimiento por doquier. Cabría incluso, al margen de toda razón, levantarse en armas, pero ese sería un camino insensato de puro dolor, sin vencedores ni vencidos.

Quedémonos hoy con que, en tratándose de conflictos, de cualquier alcance y condición que sean, la Iglesia católica no tiene más misión que la de aunar voluntades, de evitar enfrentamientos y de procurar que todos tengan una vida digna. En los contextos de terrorismo, la misión clerical debe ser inequívocamente pacificadora y promotora de fraternidad. Los escarceos eclesiales con la violencia provocan escándalo y corrompen lo óptimo.

¡Loado sea Dios por la clarividencia que demuestra este papa con su significativo gesto!

Volver arriba