Audaz relectura del cristianisno (9). Elegir es cosa nuestra. De cómo sacudirse un gran peso

Los dilemas son propios de capacidades limitadas. De hecho, los seres humanos nos enfrentamos a ellos constantemente. En un momento determinado, debemos elegir, por ejemplo, entre subir o bajar escaleras, soplar o sorber, caminar o estar sentados, pues nos resulta imposible hacer ambas cosas a la vez. Elegir es prorrogativa de nuestra libertad, esa cualidad valorada pero que nos fuerza a renuncias dolorosas. No duele lo que elegimos, pues tratamos de enriquecernos con el supuesto valor de su entidad, sino lo que desechamos al renunciar a algo que también apetecemos. De ahí que haya elecciones que resulten difíciles, incluso traumáticas.


Si de nuestro ámbito particular nos remontamos a las estructuras básicas de la sociedad, elegir bien es fundamental para un buen funcionamiento. En todos los ámbitos sociales es necesario establecer algún tipo de orden o jerarquía. Las elecciones políticas nacionales, autonómicas y locales, por ejemplo, son necesarias para un posible buen funcionamiento democrático.

Dios no elige, ama

En el ámbito teológico, la idea de elección es problemática. Nos desconcierta erigir a Dios mismo en su protagonista. No es cuestión de pararse aquí a ver las numerosas veces que las Escrituras se refieren a una elección divina y las que Israel se gloría de ser el pueblo elegido de Dios. Sin embargo, decir que Dios elige un pueblo o una persona demuestra claramente que tenemos de él una idea demasiado escorada hacia lo antropomorfo, la de un Dios fabricado a nuestra imagen y semejanza. Incluso en algo tan bello y reconfortante como llamarlo padre o abba, el deslizamiento de su imagen hacia lo humano es evidente. Llamarlo así nos ayuda ciertamente a formarnos de Dios una idea fecunda y provechosa, pero, hablando con rigor, deberíamos entender que, por muy rica que sea nuestra idea de padre, Dios es mucho más que eso.

La idea de elección divina supone la amputación de la dimensión teologal de los no elegidos, de los excluidos. Proclamar que Israel es el pueblo elegido equivale a decir que Dios se alinea con él y se olvida de los demás pueblos o incluso que los combate como enemigos. No cabe replicar el hecho cierto de que Jesús eligió a sus apóstoles, pues su mesianismo discurre por coordenadas humanas. Además, concebir la vida religiosa consagrada como una vocación de elegidos y, más, pensar que el día del Juicio final solo se salvarán los elegidos, es una barbaridad que ahorma a Dios en lo humano y mengua su omnipresencia benefactora. No cabe manejar a Dios como una herramienta a nuestro servicio y conveniencia. En un Dios serio no caben opciones, distingos, dilemas o acepción de personas. La encarnación del Verbo en Jesús de Nazaret no convierte a Dios en un hombre sino en un Dios encarnado. En la medida en que es un hombre, Jesucristo se comporta como tal.

Debemos concebir a Dios como un ser absoluto e inmutable, cuya operatividad es un acto eterno. Ello nos permite comprenderlo como un ser que lo es todo en todos. Nada puede someterlo al vaivén de tener que elegir, de renunciar a algo. Si pudiera repudiar una parte de su obra, sería inseguro, inconstante, voluble y hasta contradictorio, como nosotros mismos.

Su única acción, lógica y definitiva, es amar con un amor redondo a sí mismo, que lo constituye en trinidad de personas, y un amor eternamente fiel a toda su creación. Nada hay fuera del alcance de su gracia. Nada se sostiene fuera de su presencia. Realmente, donde está Dios está la totalidad, el cielo, la felicidad. La idea del infierno como total ausencia suya pretende hacer posible lo imposible.

Elección y tiempo

En nuestro limitado horizonte operativo caben preferencias de personas, pues carecemos de capacidad y fuerza para prodigarnos con todas al mismo tiempo. Nos la jugamos al elegir a un amigo, pues, de equivocarnos, puede convertirse en una pesadilla.

El concepto de eternidad como ámbito de la acción divina nos resulta incomprensible, pues vivimos inmersos en el tiempo. El pasado, tras dejarnos su poso, desaparece de nuestras vidas y el futuro no ha llegado, pero en Dios lo habido y lo por haber están presentes.

Dios no juega con nosotros

En el ámbito religioso, la idea de que Dios es como un archivo o almacén que contiene toda nuestra vida debería causarnos una gran alegría, pues en él sentimos y amamos a las personas queridas desaparecidas. Si miramos por los ojos de Dios, el paso del tiempo nada puede arrebatarnos.

Saber que Dios no cambia jamás de opinión nos da gran seguridad y sosiego. Que Dios sea un acto de amor inmutable produce intensa alegría. En este contexto, sentirse elegido desenfoca u oscurece el horizonte por el riesgo de, llegado el momento, poder verse excluido a causa de la propia conducta o incluso de sentirse indigno de tal gracia. Saber que Dios nos ama desde siempre y para siempre nos quita de encima la pesada losa de un futuro de frustración y dolor.



Israel elige a Dios

La historia de Israel como pueblo elegido de Dios es una historia que se escribe a la inversa. En realidad, es Israel quien se fabrica un Dios muy concreto y elige a Yahvé como fundamento de su condición de pueblo y como su guía a través de los siglos. Ahora bien, en la medida en que Yahvé es el Dios de Israel, resulta ser, además de una eficaz herramienta de cohesión social y política, un Dios peculiar, capaz incluso de odio, ira y sed de venganza.

Cuanto la Biblia dice sobre la elección es válido solo si entendemos que realmente Dios elige a todos los pueblos y a todos los individuos de cada pueblo. De otro modo, se desenfoca su mensaje evangelizador. Que Israel se tenga por un pueblo elegido, único, le ha acarreado y le acarrea muchos problemas.


La vocación religiosa

La corrosiva idea de elección, como base de un status privilegiado, llena de sospechas los santuarios religiosos, cuyos miembros, cristianos de relieve, dicen tener una vocación especial que los segrega de la comunidad de laicos, simples cristianos de base. La Iglesia es un organismo vivo, cuya cabeza es Cristo. De nada sirven un cuerpo sin cabeza y una cabeza sin cuerpo. En este contexto, ni siquiera deberíamos ver a Jesús, quien se humilló hasta la muerte de cruz, como elegido de Dios para no quebrar su misión salvadora.

Sentirse elegido equivale a tener un ego emocional elevado. A quien se tiene por tal no le basta valorarse como criatura de Dios, pues desea serlo de forma especial. En ese pecado lleva la penitencia de excluirse de la comunidad, de no ser ni alimento ni comensal en la mesa de la eucaristía que nos hace cristianos.

La Iglesia católica mira a los religiosos y a los presbíteros como consagrados, ungidos para una misión especial. Por ello, trata de ponerlos a resguardo de un mundo que, curiosamente, ha de ser salvado por ellos. Pero Dios reparte dones diferentes solo para el enriquecimiento de la comunidad, razón por la que no procede jerarquizar los carismas. Lo correcto es explotar los talentos recibidos, sabiendo que es mejor recibir uno y duplicarlo que dos y guardarlos. Debemos preocuparnos solo de trabajar en la viña del Señor sin prestar atención siquiera al salario.

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