Desayuna conmigo 13 Crespón negro

Pesada mochila a la espalda

Cruces de la vida

El “crespón negro” que hoy adorna nuestra mesa de desayuno, tan característico de las antiguas liturgias de difuntos, nada tiene que ver con Querida Amazonía, exhortación que da cuenta del recorrido de un importante trecho del camino y alienta a recorrer todo lo que falta. Se refiere no solo a los temas fuertes que ahora atraen nuestra atención, como la eutanasia y la píldora suicida holandesa, sino también al recuerdo del suicidio de uno de nuestros más brillantes “románticos” por lo que su contundencia juvenil tiene de interpelante: el 13 de febrero de 1837 se suicidó en Madrid el escritor romántico Mariano José de Larra a la edad de 28 años, un suicidio tras el que se adivina una depresión fulminante causada, en parte, por la situación política de la España de aquellos momentos y, sobre todo, por el fracaso definitivo de una relación furtiva tras un matrimonio desventurado. Suicidio el de Larra por dos amores rotos al más puro estilo romántico.

Mariano José de Larra

Queramos o no abrir nuestros ojos al descomunal hecho de los suicidios en el mundo, la realidad palmaria es que muchos seres humanos, hombres y mujeres, se quitan de en medio ellos mismos. Y, a veces, lo hacen de forma muy violenta y cruel. Las cifras son astronómicas. Según la OMS, en el mundo se produce un suicidio cada 40 segundos, lo que suma casi ochocientos mil al año, unos cuatro mil de ellos en España. Los intentos fallidos se producen cada 2 segundos. Ello viene a demostrar que el hecho de vivir es para millones de personas un serio problema cuya única salida es la muerte. Esos son los hechos, tengamos o no el coraje de afrontarlos.

Los conceptos de “vida” y “muerte” llenan por completo no solo los códigos de conducta, sino incluso el mismo quehacer humano. La bondad y el bien obrar caen lógicamente en la parte de la vida, mientras que todo lo tenebroso y escabroso lo hacen en la parte de la muerte. También lo valoran así muchas mentalidades cristianas a pesar de estar muy familiarizadas con el concepto de “muerte de cruz”, el drama redentor de Jesús de Nazaret, y, sobre todo, con el concepto de la muerte, no como finiquito, sino como tránsito hacia otra forma de vida concebida como mucho mejor, vida supuestamente de “descanso eterno” o de “gloria”, por muy desconocida que nos sea.

Muerte de Jesús en la cruz

Por ello, la muerte viene a significar en todos los códigos de conducta una realidad penosa de la que hay que huir a toda costa. Porque la vida es nuestro bien supremo, su contraria la muerte se convierte en compendio de todos los males: “todo tiene remedio, excepto la muerte”, solemos decir ante cualquier contratiempo. Nada tiene de extraño que los códigos religiosos consideren la muerte voluntaria, la eutanasia y el homicidio, como un pecado horrendo contra el derecho divino a la vida y que los códigos civiles hayan venido penalizando la conducta de sus cómplices, pues nada pueden hacer ya contra los suicidas mismos. Las manifestaciones populares pidiendo libertades, que de cuando en cuando llenan los medios de comunicación y las calles de las ciudades, no pretenden que se valoren la eutanasia y la asistencia al suicida como algo bueno y conveniente para la sociedad, sino solo que se “despenalicen” las conductas de quienes ayudan a llevarlos a efecto.

Las polémicas actuales sobre el tema de la libertad de morir, en vez de aclarar los conceptos para optar por lo mejor con criterios fundados, producen un galimatías desconcertante. Conviene deslindar bien los campos. Las despenalizaciones pretendidas no fomentan de ningún modo que se liquide a los enfermos terminales a conveniencia ni que se facilite el camino a los potenciales suicidas, sino que no sean penalizados quienes, por imperativos dolorosos de la vida, se vean precisados a colaborar con ellos. De ningún modo se trata, como creen algunos, de hacer apología de la muerte de los enfermos terminales y de los deprimidos, de sacudirse de encima el pesado fardo de la religión o de mandar a Dios mismo a freír espárragos.

La compasión humana

La delicadeza de estos temas fuerza a hilar muy fino para no desbarrar. Tras haberme manifestado ya en este blog sobre la eutanasia, tratando de explicar por qué puede ser, en ocasiones, el mejor tratamiento paliativo y una manifestación muy exquisita de misericordia, apuntaré algo elemental sobre el “suicidio asistido”, tan en boga en nuestros días por la ya mencionada píldora holandesa para quien, llegado el momento, quiera hacer mutis por el foro de forma civilizada.

Aunque muchos hayan visto en estas aperturas la perversión del orden moral y un intento inaudito por borrar a Dios del mapa humano, puede que una medida tan expeditiva como la holandesa tenga la virtud de prestar un remedio más que aceptable al terrible problema del suicidio en el mundo. Dos razones importantes lo avalan.

Recuerdo de un suicidio

La primera se debe a que se facilita al potencial suicida la posibilidad de comunicarse con otras personas al planear su propia muerte, en vez de dejarlo abandonado a su suerte para que acometa un acto tan trascendental como salvaje en la más absoluta soledad. Tendría así, al menos, una posibilidad para reabrir las puertas de la vida que se le han cerrado a cal y canto. Procediendo de esa manera, seguramente muchos suicidas desistirían de su fatal propósito. Salvar, aunque solo fuera a uno de ellos, merecería la pena que la iniciativa holandesa se lleve a efecto. Esta razón cobra un particular relieve hoy al celebrase “el día internacional de la radio”, un medio de comunicación que tantas soledades combate, que tantas depresiones evita.

La segunda se deriva de la conveniencia de proceder, en asuntos tan turbios y crueles, de forma civilizada, humanizada. De otro modo, tal como viene sucediendo, el suicida que persista irremediablemente en su propósito se verá precisado a colgarse de un árbol, a descerrajarse un tiro en la sien, a tirarse de una terraza, a destriparse bajo las ruedas de un tren o a tragarse un montón de barbitúricos. Es esta una importante razón que se deriva tanto del hecho de que seamos animales inteligentes como de que también seamos compasivos. Del dolor, el menos. 

Potencial suicida

De sobra sé que la despenalización de esas muertes puede prestarse a todo tipo de abusos de los “vivos” (“vivillos”) para quitarse de encima las molestias que les ocasionan sus moribundos o para heredar cuanto antes los bienes del familiar suicida. Pero los abusos, que deben ser combatidos de otra manera, no deslegitiman de ningún modo el proyecto de despenalizar la ayuda a morir de quienes, por mucho que nos duela a los vivos, ya no ven más solución para sus propias vidas que la muerte.  Bienaventurados sean los que ayudan compasivamente a sus seres queridos a afrontar el acto más trascendental de sus vidas. Que nuestros arraigados prejuicios no cierren nuestros ojos al drama humano en que, llegado el momento, se convierten muchas vidas a nuestro alrededor y, en particular, al de los ochocientos mil hermanos que cada año no encuentran más alternativa que la de morir como “perros” abandonados a un destino crudelísimo. Si la muerte no es el final del camino, el amor nos exige que les ayudemos a recorrer también ese difícil trecho.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

Volver arriba