Basta y de nuevo.
¿Comenzarán a remitir las aguas de mi naufragio pasado? Naufragué en religiones, en santidades, en oraciones, en meditaciones; naufragué en proyectos; naufragué también entre borrascas; todo fueron huidas hacia delante, hacia el mar abierto... ¡Pienso ahora en tantas y tantos, conocidos, tratados, comprendidos, que viven el día a día de la insatisfacción, ahitos de convicción pero engañados por visionarios megalomaníacos, que están arrastrando su vida por el sinsentido de creer en dioses vacíos! En el proceso me dije basta. Soy yo y mi yo podría superponerse ahora a sus dioses que no son los míos; soy único y social; mi vida es corta y hasta ahora pobre; busco estar satisfecho. ¿Puede ser esta búsqueda el inicio de la felicidad?
Yo nací y crecí creyendo, aunque nadie en mi familia me dijera nada sobre Cristo, Dios, la Virgen... ni me enseñara sartas de recitados ni me repitiera por las noches las verdades eternas. Dios estaba por todas partes, necesariamente en la escuela y, sobre todo, en las fiestas pletóricas de campanas, cuando la gente se vestía de otra manera y acumulaba suficiente poso para saber que el domingo y la fiesta siguientes serían lo mismo. Ese “dios” no tenía buena cara, se parecía al vecino refunfuñón y gritón de boina y cachava que infundía miedo.
Luego, sí, me enseñaron otro; tenía que ver más con el sentir de una madre, pero al hablar de madre tan sólo veía a la mía, por más que me esforzara en traspasar cualidades de una al otro.
Más tarde, creo que fue después de recibir la I Comunión –todavía la blanca y redonda oblea se llamaba respetusoamente “hostia”--, aquel “dios” pretendidamente amoroso, se evaporó dentro de un tropel de ritos: de cada rito salía un numen, una visión, un fantasma, un santo, un protector, un patrón; pero seguía sin identificar a tales númenes como padre ni como hermano y a tal virgen como madre; y resurgían de nuevo vírgenes y mártires de no sabría por qué, que no se parecían en nada a las chicas que yo conocía...
Después de tal invasión, arrinconado por la vida, aturdido, encontré un postigo zamorano por el que escapé. De aquella huída ya han transcurrido los veinticinco, año más año menos. Cuando pienso que llevo otros tantos sin confesarme –comulgar es más fácil dentro de cualquier compromiso social intra muros de los templos--, me acomete la tiritera de repensar la cantidad y enormidad de pecados que debo haber acaparado... aunque, para mis adentros y más en el fondo que en las formas, creo que soy una persona buena, como adicto al Antonio Machado que así se definiera.
Y en la consideración de aquellos que pretenden poner espanto contra incrédulos, ateos, agnósticos, infieles y descreidos a base condenaciones eternas y vidas depauperadas, torturadas o rotas, al preguntar seriamente a mis amigos si me ven triste, infeliz, deprimido, fuera de sitio, sin energía vital, sueltan la carcajada.