¿Celibato obligatorio o sumisión opcional?

Aquellos polvos... ¿No provendrán los lodos de la pederastia, asunto tan acuciante y tan presente hoy en la Iglesia,  de un entendimiento nefasto del celibato? ¿Por qué la infravaloración del matrimonio y la exaltación tan desmesurada del celibato, que no deja de ser más que una fuente de conflictos psíquicos? 

En este tema del celibato, siempre presente y nunca resuelto, se pueden distinguir dos aspectos:
Uno, la exaltación que la Iglesia ha hecho del celibato abaratando, como en rebajas espirituales, la dignidad del matrimonio (lamentable que lo haga con argumentos “divinos”).

Otro, la ley del celibato obligatorio para los clérigos y sus deplorables consecuencias para quien consciente y responsablemente opta por el matrimonio.

El matrimonio (la palabra “esponsales” sería más adecuada) no puede darse sin la “fusión del eros y el ágape”. Eros, los cuerpos. Ágape, la psique. La psique se somatiza en el eros. Y el eros se funde en la psique. No hay que hacer hincapié en la “maternidad-paternidad”, no es necesaria (pensemos en uniones de personas que no han sido o ya no son fecundas), sino en la “esponsabilidad” (perdón por el neologismo), que es la capacidad de entrega, de donación, de liberalidad. Que con el tiempo se traduce en “re-esponsabilidad”.

El “amor” en abstracto no existe. Existen “personas que aman”. No es un don que se recibe. Es un “sentimiento”. No “te elige”; está dentro. Sí estoy de acuerdo en que puede realizarse de distintas maneras según las circunstancias de la vida. Incluso “des-amar”. Y ahí está la elección.

Ciertamente, la vida es un incesante elegir y reelegir. No sólo entre “una alternativa y su contraria”, sino entre infinidad de opciones.

Tanto el matrimonio como el celibato se presentan como “propuesta, respuesta y apuesta”. Todo ello supone una “opción”; por tanto, una elección y una renuncia. La pregunta del millón sería “¿De por vida?”

El celibato es una opción humana que eligen libremente algunas personas, creyentes y no creyentes, sin diferencia ni exclusión. Pero esta opción no es ni más ni menos meritoria, digna y noble que la opción matrimonial, aunque sea por motivos religiosos. El celibato no es inherente de ninguna manera a la naturaleza humana. Algunos lo pueden asumir voluntariamente, pero siempre como una forma de “ascesis”. No olvidemos que este fue el sentido que le dio inicialmente la Iglesia: liberarse de la carne; “el cuerpo incita al pecado”.

Se habla de “vocación”. Yo no creo que exista “llamada privilegiada” para nada. Nadie “llama” a nadie a un “destino” determinado. Es cierto que, desde el punto de vista religioso, se alude la “llamada de Dios”; pero eso es muy discutible desde el punto de vista humano. Implicaría un “determinismo” que anularía la “libertad.” Otra cosa es el discernimiento sobre el estado de vida.

Una de las razones que se esgrimen a favor del “celibato religioso” es que así hay una “mayor entrega a Dios y la completa dedicación a los demás”. Tamaño sofisma es insostenible por falaz.

Comenzando por la parte más débil, ¿qué “dedicación” a los demás tienen las órdenes de clausura? Sólo y exclusivamente orar por el “mundo” y elaborar algunos “menesteres” que les den para sobrevivir con los “dulces” dinerillos que obtienen.


Dejemos a un lado ya la absurda idea de que el amor a una mujer y a unos hijos resta “posibilidades” de entrega al servicio de los demás. El amor y el egoísmo no se miden por matemáticas, ni por tiempos ni por espacios.

Algunos confunden la “dedicación plena” (trabajo funcionarial) con la “disponibilidad absoluta” (servicio a la comunidad). No hablemos de dedicación “exclusiva”, porque las “exclusivas” sólo se dan en la “prensa del corazón”; en la vida práctica cotidiana no existe el exclusivismo. ¿Quién se dedica “exclusivamente” a una tarea? Ni los médicos, por poner un ejemplo similar. ¡Cuántos seglares compaginan su trabajo diario con el compromiso en sus parroquias! Y no por eso abandonan a su familia, sino que potencian su fe comprometida y su matrimonio.

“Vivir para los demás, entregarse al servicio del prójimo”, es, sin duda, una indiscutible actitud de cualquier persona, no sólo de los “ordenados in sacris”. Ahora bien, en el célibe, este amor y servicio, desde el celibato, son “genéricos”, como el de un funcionario responsable que atiende “servicialmente” al público o a los pacientes; pero luego, llega a su casa y se encuentra consigo mismo y con su soledad. Diríamos que su proyecto de vida es individual con proyección, eso sí, hacia los demás.

Sin embargo, el proyecto matrimonial es, en sí, comunitario; el amor es recíproco; el servicio a los demás es “centrífugo”, va de dentro hacia fuera, todo lo cual potencia más a la persona y a quienes conviven con ella.

El celibato eclesiástico obligatorio resulta anómalo y paradójico. Se fundamenta en las erróneas ideas de que el sexo es pecaminoso y de que los sacerdotes son “extraterrestres”. Por eso puede llegar a deshumanizar. La estructura totalitario-autoritaria de la Iglesia exige un clero “segregado” del resto de los creyentes, dominante respecto a los fieles y, al tiempo, controlado él mismo por la jerarquía.

Psicológicamente, el celibato impuesto es signo de dominio sobre las personas. Yo sospecho que es posible un celibato opcional (podría llamarse carismático), no necesariamente religioso, que, de hecho, enriquece a la persona. Pero la castidad impuesta y no vocacional, suele ir acompañada de serios problemas que llegan a vulnerar la dignidad del individuo y, sobre todo, su conciencia. ¡Cuántos sacerdotes descubren su predisposición y aptitud para el ministerio, pero no se sienten “llamados” al celibato! Y así, viven en una dicotomía angustiosa.

Resulta curioso. La Iglesia pregona que el matrimonio es de institución divina y, sin embargo, enaltece, instaura e impone el celibato que es de institución humana. Dios --¿Dios?-- nos dio el sexo para utilizarlo, como el apetito para comer, la sed para beber y el corazón para amar. Eso del celibato por el Reino de los Cielos, para mejor anunciar el Evangelio o para un encuentro más personal con Dios no es más que pura quimera.

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