EXTASIADOS ESTÁN.


Se maravillan los científicos --en el fondo ahitos de credulidad-- de que las cosas sean como son, de que algunas cantidades tomen precisamente los valores necesarios para que surja lo que surge, por ejemplo la vida.

Que si la intensidad de la primera explosión cósmica o de las reacciones nucleares en el sol, que si la constante de la gravitación G, es decir la intensidad con que se atraen las masas, que si la carga electromagnética E del electrón, que si la constante h Planck, que si la velocidad c de la luz... como si existiese una “determinación previa” en lo que sucede, es decir, un designio, es decir una “necesidad de Dios” (1).

Por más que las observaciones sean de “elevado nivel científico”, la respuesta primera no deja de ser de lo más banal: sucede que, siendo las cosas así, surge lo que surge. Con otras magnitudes sucederían otras cosas bien distintas. Así de simple.

La misma banalidad de cualquier patán crédulo que podría argumentar de igual modo respecto a una mesa cuadrangular:

¡Hay que ver, si esta mesa tuviese las patas más cortas y el tablero más pequeño ya no sería mesa, sería banqueta!

Para argumentar a continuación:

Pero Dios ha querido que las patas tengan setenta centímetros de altura y el tablero un metro de lado para que surja una mesa. ¡Bendita sea la providencia divina!

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(1) Confieso con sinceridad que no tengo ni idea de qué puedan implicar tales “constantes”, pero sí de lo que suponen para otras mentes más “maravillosas” por maravilladas.
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