Miedo y culpa ¿superados? (1/3) ¿Es tan importante la fe?

.
Entiendo que creer o no es bastante secundario con respecto a algo más decisivo: vivir felizmente, disfrutar la existencia plena que anhelamos, llevar un tipo de vida que merezca la pena. ¿Tiene esto algo que ver con creer uno u otro credo? Ojalá que no.
Hubiera dicho que las religiones anti-vida se oponen a una vida plena, pero al parecer estamos de suerte: casi todos los cristianos que se asoman por aquí viven su fe como el mayor de los bienes, notan su efecto liberador, esperanzador y aun euforizante. Los efectos negativos, en cambio, se los atribuimos --o hemos sentido en propias carnes-- quienes defendemos habernos liberado de dogmas que arruinaban ese vivir cuando éramos creyentes.
(Dicho sea de paso, hay acólitos viscerales que consideran que ser ateo significa renunciar a toda satisfacción sutil, despreciar todo lo inmaterial, incluso el amor, el arte y la inspiración poética, por lo que rechazan instintivamente todo ateísmo -o paganismo- cual visión podrida propia de oscuros reptiles).
Sin despreciar los logros positivos que el creyente atribuye a su fe (asunción de sentido, necesidad de amparo y esperanza, vivencia de transcendencia, certidumbre unificadora, sensación de armonía interior o sentimiento de pertenencia a un grupo bienintencionado), reconozcamos otros efectos negativos no menos potentes:
1) el miedo a ese “más allá” que la religión (sobre todo las anti-vida) promete, no deja de constituir un factor negativo “externo” a contraponer a los anteriores; y
2) el sentimiento de culpa (incrementado por las exigencias de una religión represiva), o remordimiento fácil (propio de una conciencia escrupulosa), como factor negativo “interno”.
Consideremos su respectivo efecto anti-vital.
La religión anti-vida (autoritaria o represiva) suma el miedo al “más allá”, o a un Dios severo que juzga y castiga atroz y eternamente, que se añade al ya terrible miedo a la muerte que ni aun la persona que se considera dotada de fe logra disimular, si es que llega a sentirlo en menor medida respecto a la persona sin fe religiosa.
Al miedo al infierno se suma un factor de desasosiego no menos relevante: la culpa, el remordimiento; incluso el miedo a sentir su aguijón punzante y gestor de angustia.
Aclaremos. Existe un tipo de culpa común del que sólo se libra el psicópata. En terminología freudiana, se trata de un arrepentimiento “yoico”, basado en el principio de la realidad. Éste nos lleva a arrepentirnos, aun sin tener excesivos escrúpulos morales, de aquello que “no salió bien”.
A veces quisiéramos volver la moviola atrás: haber conducido más prudentemente, haber prestado oídos a aquella persona desesperada, haber acompañado al niño que iba a cruzar la carretera… Pero la moral “super-yoica” no depende de nuestro entender: nos la inculcan machacona (y, por lo común confesionalmente) en plena infancia, acorralando cualquier conciencia racional en pro de una superior y extraña (exógena, paterna) que se impone sobre el individuo con efecto enajenador (alienante).
En tanto, nuestra “moral yoica” depende de nuestro sentir “humano” y capacidad empática, y se gesta a partir del ejemplo de familiares y personas más cercanas, que representarán para nosotros modelos de actitud y conducta que estimaremos más o menos válidos; pero que podemos valorar sin presiones: “sintiendo” y razonando por nuestra propia cuenta; sin que nada sesgue ni torture nuestro ejercicio racional.
Nuestra moral “super-yoica” tiende a la rigidez y actúa por medio del remordimiento reflejo (y acrítico). Su cuantía es proporcional a la severidad del código que nos introyectan nuestros padres (y comienza a hacer su efecto hacia los 5 ó 6 años).
Dicho código no tiene por qué ser racional ni apelar en modo alguno al bien general ni al nuestro propio, sino a “lo que hemos de hacer” o, en las modalidades religiosas, a “lo que Dios nos exige que hagamos”.