Números necropiadosos.

Alguien, haciendo números, dijo en el siglo XVIII que las víctimas producidas por la religión, de forma directa o indirecta, bien por guerras religiosas o por la represión y la alianza con el poder, superan en número a las mayores masacres provocadas por conflictos estrictamente políticos sin estar implicada la religión.

Lógicamente no había pasado por el siglo XX, donde ideologías de todos conocidas han propiciado las mayores masacres de la historia. Aunque así no sea, da igual, el hecho es cierto en un porcentaje muy alto. Y es más cierto todavía cuando ellas, las religiones, debieran haber sido todo lo contrario, las que propiciaran el bien, el entendimiento, la solución de los conflictos por la práctica de la paz, las propiciadoras del desarrollo...

¿Han sido las iglesias, las confesiones religiosas, los credos en general capaces de digerir tan espeluznante verdad?

Quizá sí, pero en su devenir actual parecen olvidarlo. En el fondo y en los modos admiten y hasta defienden --véase lo que es el actual Islam-- que ello no es sino secuela inevitable de su inserción temporal y de la necesaria defensa de la fe.

La Iglesia es eterna. Lavar el pasado cuesta poco: petición de perdón a los quinientos o seiscientos años, que el tiempo no cuenta en la eternidad. Una forma sutil de asumir la historia saliéndose de ella. En términos científicos, un anacronismo positivo; en términos piadosos, una asunción de responsabilidad ante Dios, que también es eterno.

En cambio para la historia, para los contemporáneos, una engañifa escarnecedora. Y un alegato más, aparte de la irracionalidad de toda creencia, para sacudir el légamo viscoso de su injerencia social.
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