Ritos porque no hay otros.

El hombre tiene capacidad para asombrarse y maravillarse con cualquier cosa. Desde la construcción de una simple maqueta o la confección de un plato suculento, hasta los estudios profundos sobre las partículas atómicas. Ahí está siempre la realidad que desborda o la realidad que queda domesticada por el esfuerzo.

¿Para qué, pues, dejarse fascinar por “lo sobrenatural” que no es sino un artículo manufacturado, fabricado por espíritus que embebidos en imaginaciones se tornan insensibles a las secretas sutilezas de lo natural?  ¡Qué vulgaridad!, parecen decir.

Aquellos que predican las insondables profundidades del mensaje de Dios no son en realidad otra cosa que verdaderos profanadores de la realidad, realidad que se extiende no sólo a los vivos sino también a los muertos, carnaza ésta que bien sabe aprovechar la credulidad para montar sus mercadillos.  Si ya en otros tiempos ultrajaron, con paparruchadas pseudo científicas, la dignidad de nuestra capacidad de conocer, hoy mancillan hasta los recuerdos.

En este pueblo de tan pocos vecinos, tocaban a misa y era un día entre semana. ¿Todo para qué? Ah, el otro día murió alguien, sí, de coronavirus o quizá porque tenía 92 años y era la hora. Curiosamente se llamaba Gloria. De las gentes oriundas y que todos los años acudían a pasar aquí los calores, son ocho los que han cumplido con la obligación que impone la vida. Ocasión para que la iglesia se llene; ocasión para que el “páter” se sienta alguien, ahora que ha desaparecido de estos horizontes.  

Es preciso recordar y encomendar a los difuntos con oraciones y súplicas para que salgan del Purgatorio. Mentira: entre otras cosas para que el cura, perdido en la gran ciudad, no se sienta solo o se crezca como centro de atención cuando el recinto revienta. El rito funeral es el pretexto. Un rito amasado con ficciones, mortecino, huero, aunque todavía el submundo religioso puede decir que tiene vida entre los que esperan la muerte.

En las otras celebraciones las mujerucas pican y creen que han recibido la gracia santificante cuando lo único que han hecho ha sido ser condescendientes y hacer un acto de misericordia, a la par que llenan un poquito el día con un acto que se sale de los presupuestos.

Frente a todo eso que suena a hueco, a vacío, a intemporal, la vida que se desborda a chorros en el ocre de los campos, en el desayuno en lo profundo de la bodega, en la rebusca de setas de cardo, en la tertulia sin prisas cuando llega el “súper”, en la preparación del manjar de mediodía, en atiborrar la “gloria”, en arar ahora que la tierra está esponjosa... o en contemplar el afán de las palomas que a bandadas se esparcen por los rastrojos.

Y el cura les habla de la necesidad de superar la vulgaridad de cada día con pensamientos más elevados; de entrar dentro de sí mismos para contemplar a Dios... ¡Cuánto pensamiento hueco! Aun teniendo buena voluntad, nadie, ni siquiera las beatorras más beatas pierden un segundo del día en actividades que o bien les superan o bien les resultan extrañas.

Ya no funciona la doctrina dogmática, perdida en las nebulosas del cotorrismo, funciona el hábito ancestral de hacer en la edad más que madura lo que se hizo de niño. O... como no tengo otra cosa que hacer... O como ha desaparecido alguien...

Sólo las cosas diarias, el cuchicheo y el murmureo, o ayudar a la vecina, o arreglar un mueble desvencijado, o salir a la compra o contentar los caprichos del nieto... consumen las energías. ¿Vulgaridades? Pues séanlo. Pero vulgaridades que llenan y no distraen. Las otras son alienaciones que, pensadas en profundidad, comentadas en corrillo, no dejarían de ser monsergas o verdaderas burradas conceptuales.  Pero es que ya nadie comenta. Sí, “ten cuidado que suele venir la guardia civil, y si te ven sin antifaz...”

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