Santos a la medida y santos en desmedida.

El verdadero rostro de los que ellos proclaman “santos”, a veces a decenas o centenas de años de distancia, sólo lo conocen o han conocido quienes han convivido con ellos.

Decimos “el verdadero”, no el frabricado. Hay quien se ha echado las manos a la cabeza cuando han oído la sugerencia de proclamar santo a tal o cual con el que han convivido. El ejemplo más palpable lo hemos tenido oyendo los exabruptos de quienes convivieron con el marqués Escrivá de Balaguer.

Para los panegiristas, “su santo” es, cómo dudarlo, “santo”.

Tengo ante mí dos ejemplos de “humanidad”: el enorme caudal de cartas escritas por Santa Teresa y la recensión del epistolario de Santa Joaquina de Vedruna. Cartas dirigidas a familiares y benefactores; cartas que, con seguridad, han pasado la criba de la intra historia claustral. Es ahí donde se muestran con más claridad como eran.

Sólo relucen los asuntos terrenales: encomiendas, favores, donaciones, protectores, recomendaciones y, como cantinela de corrido, dinero, siempre dinero...

En el resto de sus escritos, en los que “organizan” vidas y haciendas, se muestran más “espirituales”, sí, pero también aparecen trazas evidentes de paranoia; siempre está presente, en todos ellos, el fundamentalismo más radical.

Las fobias, carencias y perversiones de su niñez quedan plasmdas en la madurez de su santidad; hacen gala del rigor más absurdo que sólo es producto de un vicio de la inteligencia... ¡Cuántas veces se han mirado más ciertas frases con manifiesta originalidad que los efectos letales causados en sus seguidores! Más en el estamento de féminas santificadas, o quizá de otra manera, que en el masculino: las “gracias” de la una, pasan a ser imitación en la que sigue y aumento ritualista en la tercera: véase la progresión que va de Teresa de Jesús, Emilia de Rodat, Joaquina de Vedruna o Teresa de Calcuta.
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