Seminarios y conventos perturbadores.
Ayer celebraba la Iglesia el "Día del Seminario" (siempre el domingo más próximo a la fiesta de San José). Me da la sensación de que poco les dice a los fieles una "celebración sui géneris" más. El año está lleno de oportunas celebraciones y "días ex profeso". La saturación conlleva desdén.
Que exista una especie de "universidad" para los formandos, es del todo lógico. No lo es tanto el que, para ello, tengan que convivir fuera del ámbito natural en que la vida de un adolescente o joven se desenvuelve.
En otros tiempos, y es algo que no lo tenemos tan claro, el encierro en reductos "de perfección" pudo tener su virtualidad. Socialmente y para el desarrollo de un país, conventos y cenobios no representaron nada: laboraron para su propia endiosamiento y engrandecimiento.
Desde luego hoy, el reagrupamiento de fieles solicitándose unos a otros la venia para engrandecer al Señor no parece ser lo más adecuado para el desarrollo de la personalidad. La palabra más adecuada para definir el resultado sería "alienación" (del latín, "alienus" de la que deriva la española "ajeno").
Ese mundo viciado de prácticas religiosas cuando se llevan a determinados extremos no sólo es dañino para los creyentes "del montón": vivir en ese mundo cerrado de cenobios y conventos les provoca quebrantos psíquicos insufribles.
Hemos conocido personas “encerradas” que debieran ser huéspedes de un hospital psiquiátrico; hemos visto peleles de la vida que se sienten impotentes para enfrentarse a un proyecto personal que les empujaría por otros derroteros.
Bien es verdad que también hemos admirado a otros, consecuentes con los principios adquiridos, que sufren por vivir entre comodidades teniendo y gozando de todo, no necesitando de nada, lo cual les produce indignación e intranquilidad.
Hemos oído expresiones de las que se deduce cómo, a una edad más que madura, perciben su fracaso personal, por entregar sus horas, sus días, sus años únicamente a acciones estériles, al rezo vano, a oír en confesión siempre las mismas simplezas y al sermón inútil que nada consigue; hemos comprendido a una monja que a sus 82 años quería abandonar, pero... “a dónde iba a ir”; personas que se ven a sí mismas como hipócritas crónicos; algunos hasta se sienten embaucadores y estafadores de la gente sencilla, mentirosos por obligación, como si tuviesen que presentarse ante los demás con una careta, sin poder gritar que ellos no son así; hemos visto cómo en la convivencia interna se muestran vacilantes, desfondados, perturbados por las frustraciones, con manías claras que, si a veces son productivas, en otras dan muestras de verdadera “perversión”, cuando no de crueldad sádica...
Son el carnaval hecho condición de vida y fuera de época.
Los datos estadísticos vertidos en publicaciones son lo suficientemente significativos como para inferir que el “status laboral y social” condiciona su situación personal. No son casos aislados.