Triángulo amoroso: Éros, Philía y Agápe/ 14 - b FIN


El humanismo prometeico es secular, por fundarse en valores laicos, no sagrados. Su amor a los humanos es beneficiencia y benevolencia, como la philía en Aristóteles. Ama a la humanidad sobre todas las cosas y a los humanos por ellos mismos, no por amor al Dios monoteísta.

Su Agápe se dirige a todo el género humano, por encima de pertenencias a razas, culturas, naciones o religiones. Es universalista y no depende de una particular fe religiosa, cristocéntrica y etnocéntrica.

Es cáritas humani géneris, al modo cosmopolita de los estoicos, como defendía Cicerón. No depende de ninguna fe religiosa en un Reino de Dios trasmundano. Mira al cielo desde la tierra, no a la tierra desde el cielo cristiano.

Además, la “ética prometeica” no está sujeta a recompensas ni a castigos ultramundanos. Tampoco hay que amar al prójimo por mandato de la voluntad divina, como en la moral autoritaria judeo-cristiana, sino por lucidez racional, que implica filantropía y solidaridad con todo lo humano, incluyendo el mundo natural.

Se trata de un amor natural, que se basta a sí mismo, no sometido a una fe sobrenatural. Esta lucidez o luz de la razón es el fundamento del laicismo, a nivel antropológico o ético.

Por el contrario, la moral apocalíptica predicada por Jesús, demanda la fe y la conversión. El evangelio de Jesús es buena noticia para los que creen, pero muy mala para los que no le creen, a los que les espera el fuego del infierno.

La predicación de Jesús contiene amenaza e intimidación. El amor cristiano exige fe, pero ¿cómo se puede amar al juez escatológico, que puede emitir un veredicto de condenación eterna? Hay aquí una mezcla de amor, temor y temblor, como afirmaba Kierkegaard.

Además, desde el punto de visto lógico, la premisa de que “el Reino de Dios está cerca” no implica el imperativo de la conversión y creencia en el mismo. Y del hecho de que Dios me ame no se deriva el mandato de amarlo, pues el amor es siempre oferta libre, no obligación.

La fe cristológica, intolerante con los no creyentes, divide y excluye a los paganos, infieles, herejes, apóstatas, es decir, a los enemigos del Dios verdadero. Esa fe funda una moral dualista de buenos y malos, de amigos y enemigos, de salvados y condenados.

En la misma línea apocalíptica, Pablo afirma: “el que no ame al Señor sea anatema”. La fe es, pues, la premisa básica de la esperanza escatológica y de la caridad como virtud teologal. La caridad cristiana no es amor “puro”, desinteresado, pues se ama a Dios y al prójimo por la recompensa celeste.

Una moral de premios y castigos la sitúa el filósofo y psicólogo cognitivista Lorenz Kohlberg dentro del nivel preconvencional, en un estadio infantil de desarrollo de la conciencia moral.

Como conclusión, el amor en sus variadas formas, desde un modelo prometeico, monista y humanista, está libre de la conciencia de pecado, del resentimiento, del ideal ascético y del espíritu de sacrificio, así como del utilitarismo escatológico de la moral cristiana, que contempla el amor como el negocio de la salvación, donde unos ganan y otros pierden. Jesús ofrecía a sus seguidores una “paga” o recompensa en este mundo y en el otro la vida eterna (“misthós en toîs ouranoîs”).

El amor prometeico es simultáneamente alegría y sufrimiento, apolíneo y dionisíaco, como las dos dimensiones inseparables de la vida. El modelo prometeico concibe el ser humano como autónomo, autárquico y creador de sus propios valores, fundados en la lucidez de la razón natural, no en una fe sobrenatural, como don divino y gracia concedida sus elegidos.
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