La cárcel del creer

Dirán que ennoblece y engrandece a la persona, que llena y vivifica, que consuela y salva... pero la creencia no deja de ser un sucedáneo de la vida, un secuestro de la razón que da pábulo a fábulas, una metamorfosis mental que enajena la individuo en provecho de una casta, casta que hunde sus raíces en la misma prehistoria cuando la mente estaba en blanco para las más peregrinas explicaciones sobre lo que sucedía a su alrededor o en su interior.

Hay grados y grados en dicha enajenación: el más benigno está situado en el puro rito que apenas si roza la epidermis de las convicciones o meramente del sentimiento. El maligno --y todos conocemos casos-- secuestra de tal modo a la persona que ya no hay familia, ni amigos, ni hacienda, ni otro quehacer ocioso ni tiempo siquiera más que para "la causa".

Es muy difícil evadirse de las cárceles de la creencia, más si ésta es alimentada por una Teología creída y ejercida, sustentada por una Filosofía prisionera y por una Psicología que sucumbe y, en fin, nutrida por la práctica diaria “convencida” que pone rejas sobre rejas en la capacidad de decisión.

Y si todo ello se alza como pantalla ante el adolescente o el joven, pletórico de idealismo y ávido de vivencias espirituales pero crente de la suficiente instrucción y sin criterios educativos para juzgar lo que se le presenta ante sus ojos "maravillados", a la fuerza tendrá que construir su castillo interior para, dentro de esa cárcel, poder sobrevivir.
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