A los creyentes les importa un bledo la historia.


Decíamos el día pasado que los textos sagrados pertenecen al género preformativo, es decir, que el relato crea la realidad que narra, cuando el mismo pasa por el filtro de las seseras crédulas. Pero no sólo los relatos, también las fórmulas sagradas son del mismo género. Las cosas suceden, son eventos, son acontecimientos reales por el hecho mismo de pronunciar lo que refieren. “El suceso coincide con las palabras que lo significan” (M. Onfray).

Por lo mismo, a los evangelios y demás escritos que denominan sagrados no les interesa la realidad humana ni tampoco tienen interés por la historia. Puede que lo que refieran coincida con lo real y que los eventos sucedan en determinado lugar histórico, pero no es necesario. Para ellos lo importante es convencer, que el lector u oyente se enamore del personaje, quede seducido por él, lo venere, admire o adore y, en consecuencia, siga sus enseñanzas.

Es en este aspecto en el que más se fijan los creyentes con un mínimo de racionalidad: les importa, sobre otras consideraciones, su mensaje y sus enseñanzas. No entran en si Jesús fue personaje real o no, aunque lo dan por supuesto. ¿Importan los argumentos a favor o en contra de su existencia? No, aunque también se valoran los que aparecen. Ésta es una parte importante de su apologética.

En el punto opuesto se encuentran aquellos que investigan la imagen real y creíble del personaje, desechando todo lo que pertenece a la fantasía. Consideran fundamental que tales enseñanzas provengan de alguien por supuesto histórico y sin género de dudas sobre su existencia. Si no, todo lo que de él provenga será invención pura de fanáticos posteriores, inventores y luego seguidores y propagandistas del mismo.

Debemos distinguir claramente lo que son dichos y hechos, tanto en los personajes reales como en los “performados”. Los dichos constituyen el mensaje que se pretende introducir en la nueva sociedad que ellos van a inaugurar. Los hechos son la autoridad, el prestigio, el poder del nuevo mesías que confirma los dichos.

Los creyentes inventan al personaje y dan categoría existencial a sus hechos. Sin embargo no se necesita tal invención para admitir y dar validez a normas, modelos, principios de vida, etc. ¿Por qué a los creyentes les hace falta esa figura fabulosa… creada como por necesidad? El “Sermón de la Montaña” no necesita un resucitador de la hija de Jairo ni a un convertidor del agua en vino.

Esos evangelistas y ese fabulador llamado Pablo de Tarso no engañan al pueblo porque eso es lo que el pueblo demanda y el pueblo cree que eso es lo real: a los que primero engañan es a ellos mismos al afirmar que es verdad lo que creen, pero con el agravante de que creen que es verdad lo que lo que afirman. Aunque en el mundo que les tocó vivir es posible pensar que no fueran conscientes del engaño que producían.

Sin embargo hoy sí. El obispo queda sobrecogido ante la posibilidad de que se profane una hostia consagrada porque está convencido de que “ahí” habita Jesucristo vivo. Cree firmemente en la presencia real de Jesucristo en la hostia y con ello crea para los demás la mismísima presencia. Pero, curiosamente, no extrae las consecuencias. Pregúntenselo al honorable arzobispo de Burgos, Fidel Herráez, y él sabrá responder.

Hoy y dentro del estamento rector, la vida real va por una parte y las creencias engañabobos por otra. El creer se encarna dentro de una esquizofrenia vital incomprensible por ilógica. Y tampoco llevan a las últimas consecuencias lo que creen. Lo que decíamos, creyentes a tercias, a quintas o a décimas. Los actos que conlleva creer en el algo constituyen una ínfima parte de su devenir vital y en el conflicto de intereses, los bancarios o los crédulos, priman los primeros.

Si lo que creen fuera vida de su vida, su único pensamiento sería aquél de los místicos del Siglo de Oro: “Ven muerte tan escondida que no te sienta venir, que la dicha del morir no me torne a dar la vida”. Pues eso, la muerte propia o de un familiar sería siempre motivo de regocijo y alegría. Es la puerta a la dicha futura.
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