Y dicen que no.
Con frecuencia hemos hablado aquí del poder de las palabras especialmente en lo que hace relación a las creencias: los que sí y los que no. El poder de la palabra en la creencia es capital. No podía ser de otro modo porque toda creencia no tiene más valor que el de la palabra. Las creencias basan su poder en un mensaje repetido “ad nauseam”, que se adorna con más y más palabras de tal modo que la realidad, si alguna vez existió, queda enmascarada, escondida y velada.
En la lógica de un creyente, creer es el ideal de la vida. No se puede vivir “en plenitud” si no es creyendo. Nada hay más maravilloso que el plan de salvación de Dios para con el hombre. Ahí está la plenitud de la vida.
Sin embargo, desde el principio de los tiempos (de la creencia) los hubo que vieron las cosas con algo más de claridad, descubrieron al rey desnudo “avant la lettre”, se dieron cuenta del engaño encerrado en la palabra y opusieron su NO racional al SÍ crédulo.
Estamos pensando que el primer hombre que pronunció la palabra “dios”, al ver la pujanza y expansión de su idea, se sintió culpable del engaño que había propalado... pero ya no pudo dar marcha atrás. Se dio cuenta de que explicar los truenos como un cuesco de los dioses era una fábula... pero hubo quien se lo creyó y así lo difundió. El primer teísta tuvo que ser, a la fuerza, ateo.
Pero lo mismo antes que después, la palabra ATEO no dice nada. ¿Cómo denominar a quien afirma que el cuento de Los Tres Cerditos es sólo un cuento, que no es algo real, que es solamente una ficción, aunque que los niños sí crean que sea algo real y sucedido?
¿Y cómo denominar a quien explica lo que son los dioses? No niega a tal o cual dios, simplemente explica su entidad. El que llaman “a-teo”, a semejanza del que sabe lo que son los cuentos de niños, es una persona que pone en su lugar el concepto “dios” afirmando que es una ficción fabricada por los hombres. O en términos psicoanalíticos, un arquetipo del inconsciente colectivo.
Y sin embargo no existe una denominación para él. Desde el principio de los tiempos, ya se encargaron de que así fuera los detentadores del poder que no podían consentir que se corrompiera a la juventud (Sócrates el corruptor tenía que morir). Otros huyeron antes de la quema.
La expresión denigratoria “ateo”, en su sentido actual, no es la misma que en tiempos de los salmos y los profetas o en Grecia y Roma: en la antigüedad, ateo era el que creía en otro dios distinto al de la propia comunidad o el sostenido por la autoridad política.
Pero resulta un tanto curioso el hecho de que, como dios no puede hablar y quienes expresan lo que él podría decir son sus ministros, el ateísmo del que acusaban no era otra cosa que un enfrentamiento hacia ellos, los pregoneros de dios. “El silencio de Dios permite la palabrería de sus ministros”. Y la cosa se convierte en un problema político cuando el gobierno comunal queda asimilado al magisterio sacro: al ateo hay que apartarlo, encarcelarlo, torturarlo o matarlo, una gradación que la historia ha confirmado.
Con el cristianismo rampante la cosa, la palabra, subió de tono. Todo era creencia. La sociedad creía lo que le decían: Dios omnipresente por esencia y por potencia. El ateo, el que simplemente explicaba “el cuento de dios”, se convirtió en personaje asocial, un ser detestable, inmoral, inmundo, encarnación del mal.
Y luego la sarta de sinónimos: infiel, agnóstico, descreído, irreligioso, incrédulo, impío... Menos mal que, al menos, quedó la palabra “a-diós” como signo de despedida.
Pero vuelta a lo mismo: ¿cómo denominar a la persona que trata de explicar el origen y el concepto de “dios”? ¿A la persona que se siente libre para explicar, a quien es capaz de situarse frente al vulgo para aclarar conceptos, para relacionar dicho “dios” con el sentido mágico del sentimiento? ¿A quien relaciona dicho concepto con la capacidad fabulatoria de la imaginación?
No es alguien que “niegue”, es alguien que explica. El concepto dios, como decíamos ayer, no se puede negar. Existe y es. Pero quien trata de ponerlo en su sitio, en el mundo de las fábulas, no puede ser un negacionista, un “a-teo”.
Aquí lo hemos dicho con mucha frecuencia. Una persona que asimila y asume creencias es una persona “creyente”. Aquel que no funda su vida moral en creencias ni se rige por criterios impuestos por la creencia es una “persona normal”. ¡Y se ofenden! ¿Cómo que yo, por creer en algo tan maravilloso como el plan salvífico de Dios no soy una persona normal? Pues mire usted, señor creyente: la persona normal cree en lo que ve, asume lo que conoce, pretende regirse por lo que es verdadero. El creyente, en cambio, añade a su vida normal un cúmulo de fantasías que pretenden ser su horizonte vital.
Normal frente a creyente. Lo otro, las denominaciones al uso --ateo, impío, etc—no es otra cosa que asimilar al resto de los humanos a sus propias creencias. Dios y el Diablo en la misma hornada. Nosotros con Dios, los ateos con el Diablo. Sólo los creyentes, no las personas normales, pueden encuadrarse en tal categoría dicotómica: un creyente es a la vez “dios” y “diablo”. Los demás...