La expresión de la religiosidad en los pueblos.
Tras unas vacaciones sufragadas por la generosidad de Prometeo y J.M. Barreda y dedicadas entre otras cosas sustanciosas a recomponer en parte las fracturas que la edad o el maltrato imponen, regresamos al deber auto impuesto de contender con la credulidad. Esperamos que en la buena lid siempre presupuesta.
Digo contender aunque siento internamente cierta desazón, la que produce la inutilidad del esfuerzo. Como si percibiéramos internamente la renuncia a cualquier posibilidad de entendimiento. Y no sé ya quién de los dos es el “Timtorra” o el “Rajao” de tal contienda. Por más que nos desgañitemos en el esfuerzo, ahí seguirá enhiesto el pedestal de la creencia, como siguen las cruces en los vértices geodésicos y el Corazón de Jesús en los altozanos.
Nos inunda el verano, aunque esté ya de caída y presintamos que la rutina feraz de la vida vuelve por sus fueros. Debe ser así, en la confianza de que el trabajo que sustenta vida sea a la vez vida que nutra y fecunde el diario quehacer.
Quienes tenemos la posibilidad, o suerte, de entroncarnos en la vida de pueblos pequeños podemos sentir de otra manera las vivencias o carencias de la religiosidad popular: fiestas del lugar que parecerían sin sentido sin la correspondiente misa y procesión; peregrinaciones a santuarios milagrosos; ermitas que se abren al menos una vez al año; discusiones acaloradas sobre el abandono en que muchos pueblos caen por carencia de “obreros de la mies sagrada”; templos necesitados imperiosamente de contrafuertes de todo tipo para no sucumbir a la carcoma del tiempo; abandono de prácticas otrora pletóricas de sentido...
La primera apreciación que salta a la vista es la edad de la feligresía. Ya de por sí los pueblos han envejecido en precipitada huida hacia su ocaso. En consecuencia, la asistencia a los actos que en el templo se realizan, el único lugar sobresaliente por grandeza y estructura que hay en el pueblo, es mayoritariamente de personas de edad provecta. El imperio de la biología.
Otra consideración lleva a preguntar por los motivos que inducen a los lugareños a asistir a tales actos sagrados en ese día especial y no el resto del año. El programa de festejos destaca aquello de “misa solemne” (en algunos casos por concelebración, en otros por acompañamiento musical de un coro con su rondalla). El templo se llena el día de la fiesta y languidece de feligresía el resto de los domingos.
Adelanto alguno de esos motivos: costumbre reiterada y ancestral; el hecho de hacer diferente ese día a los del resto del año; el poder engalanarse con vestidos de fiesta que sean la admiración de la concurrencia, sobre todo las mozuelas; obligación asumida por el cargo municipal que se ostenta; hacer algo en la iglesia como dirigir las ofrendas, leer, hacer las moniciones; haber proporcionados las flores que adornan el presbiterio; asistir a una misa no aburrida por aquello de que la música alegra el sentimiento...
¿Pero qué sentimiento? ¿Verdadero sentimiento religioso? ¿Ofrenda a Dios del año transcurrido? ¿Peticiones especiales? ¿Propósitos manifiestos? ¿Sentido de lo divino? Creo que estamos ante unas Sodoma y Gomorra redivivas en cuanto a devoción o fervor. Y no son suposiciones, son comprobaciones por gestos o comentarios constatados.
El sermón se suele llenar de panegíricos a la Virgen de turno o al Santo festero, de referencias ancestrales, de saludos a los veraneantes, de invitación a una nueva religiosidad y quién sabe a qué más. Preguntar por lo que ha querido decir el celebrante en ése su sermón especial o aludir a las lecturas obligadas es obtener respuestas preñadas de silencio. Nadie sabe lo que se ha dicho. Lo único importante es la asistencia, casi siempre pasiva y dormitada, a tales actos litúrgicos, tan letárgicos como reiterados.
No decimos que deban suprimirse estos carnavalescos ritos, que son algo necesario en el contexto de pueblos envejecidos y sin los cuales la presencia de una mole como es el templo no tendría valor alguno. Pero los hechos son los hechos y menester es reconocerlos: la misa festera, el rito en sí, ha conseguido llegar a su culminación, cual es el vacío de sentido.
Y dados los condicionantes, cuales son el envejecimiento de la población, la disminución de la feligresía y la carencia de servidores del clero, más pronto que tarde el repuesto de tales festejos vendrá por caminos que no pasan por la burocracia eclesial. Es un pasado perdido, un pasado al que quizá puso el primer cerrojo el “espíritu” del Concilio Vaticano II que pretendía la cercanía al pueblo.