La historia doctrinal del cristianismo, navagación entre brumas.

La realidad no interesa, la historia se desprecia, lo normal interesa poco , lo maravilloso subyuga y encandila más... Ése es el género literario evangélico. El sentido común y la razón no son campo abonado para aceptar la curación por la palabra, los milagros sanitarios, la expulsión de demonios y similares. A lo más que llega la razón es a pensar en todo eso en términos simbólicos, alegóricos o meramente retóricos.

Hoy día sería la única forma de entender los Evangelios, sumergiéndose en ese contexto o con esa actitud. Hércules, símbolo de la fuerza; Ulises del ingenio y el talento; Jesús del poder de Dios en el mundo.

En este sentido podemos afirmar que los Evangelios no son sólo género narrativo o explicativo, son eso y algo más, son performativos: la palabra, crea. Como las palabras de la consagración o, en cierto sentido, el “yo os declaro marido y mujer”: al enunciar algo, lo crean. No les importa ni la verdad (racional) ni la verosimilitud sino el personaje.

Quizá nuestras estructuras mentales modernas no estén en condiciones de juzgar las pasadas. Los Evangelios no son ni verdad ni mentira: son lo que son, lenguaje apropiado para las gentes de su época. La traducción que de ellos se hace hoy, no es válida. Podría servirnos hoy una traducción simbólica, pero quizá ni eso.

Recuerdo, a la salida de misa en el pueblo, al labriego que “al fin había entendido lo de la multiplicación de los panes y los peces”. El cura había explicado el milagro en lenguaje supuestamente actual: la mayoría llevaba sus viandas, pero ocultas y cada uno para sí. La palabra de Jesús realizó el milagro de que todos pusieran en común lo que llevaban. Y sobró comida. ¡Voilà le miracle!

Y decimos que lo único que busca el evangelista es producir un efecto empático, convencer al lector u oyente de cuán extraordinario es el personaje al que se refiere para que sea aceptado.

Ni los cuatro evangelistas ni Pablo de Tarso pretenden engañar a nadie. Ninguno conoció a Jesús, aunque creen en su existencia real. Escriben engañados y engañándose a sí mismos, afirmando ser verdad lo que ellos creen y creyendo lo que afirman. Aplican a un personaje real ficciones irreales y construyen un personaje para la admiración y adoración.

No pensemos que esto es privativo de tiempos remotos. Una ficción repetida cobra consistencia; una verdad existe por la suma de errores repetidos una y otra vez. La mentira adquiere visos de verdad y se impone a fuerza de reiteraciones. Eso mantiene su virtualidad tanto hoy como en el pasado. 

La verdad de Cristo comenzó con unos relatos reiterados, aumentados y tergiversados una y otra vez; siglos y siglos estudiando las múltiples facetas posibles del “héroe de las mil caras”; propagación y veneración de asambleas, ciudades, naciones, imperios, el mundo entero. Algo que había comenzado por una predicación agresiva y fanática, la de Pablo, por la intervención oportuna del Estado, Constantino, se consolidó por decretos y decretos de Emperadores y Papas reprimiendo los intentos de resurrección del culto antiguo u otras creencias locales.

Pero la verdad que no es verdad sufre ataques continuos de la razón y de quienes no ven clara la cosa. Herejías en los inicios a troche y moche (el mero recuento de ellas les podría abrir a muchos los ojos), cismas doctrinales, inconcreciones, añadidos, pegotes, rectificaciones, sobreañadidos...

Y como consecuencia, un corpus catequético que se ha ido definiendo con el tiempo para hacer creer una historia unívoca. Al principio evangelios canónicos y apócrifos... ¡en el siglo IV! Visto al revés es más impactante: vivir en la herejía o al menos en la indefinición desde el siglo XVI hasta el XX.

Porque para llegar a Nicea (325), Éfeso (431) o Calcedonia (451) ¿qué verdades se habían predicado y qué verdades habían creído los fieles? Verdades emanadas de “crisóstomos” varios (no olvidemos que la mayor parte de las herejías tienen un origen episcopal: recordemos a Arrio y Nestorio, tan católicos y tan obispos como Eusebio, Osio o Cirilo de Alejandría) que predicaron lo que ellos consideraban “verdad”.

La conclusión a la que se llega es que gran parte de los fieles habían sido herejes “avant la lettre”. Primero les adoctrinan y luego les asesinan. ¡Menuda Iglesia amorosa!

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