¡Hay tantas incongruencias en los Evangelios…!

Cuando tomamos un libro, sabemos el carácter de lo que vamos a leer. Si el contenido es novelesco sabemos que la ficción estará presente en sus párrafos, aunque pueda reflejar hechos acaecidos realmente o que la situación geográfica pueda ser reconocida; si es un tratado histórico, le concedemos la venia de la verosimilitud y confiamos en que el autor no engañe en lo que aporta.

¿Pero qué sucede con los Evangelios? ¿Qué son, una mezcolanza de biografía, leyendas, hechos portentosos y relatos mitológicos? ¿Hay que dar crédito a lo que tiene visos de historicidad? ¿Y lo que es irreal o inverosímil no invalidará el resto?


No pueden pretender hacer biografía de un personaje introduciendo elementos que no son creíbles, como todo el elenco de milagros y apariciones; que se contradicen una y otra vez en relatos similares (los sinópticos); o que incorporan elementos mitológicos presentes en otras culturas del entorno. Pueden incorporar apólogos, descalificaciones o reseñas moralizantes (por ejemplo, el sermón de la montaña o las diatribas contra fariseos o saduceos), que no son obstáculo para la credibilidad posible de los datos biográficos.


Tomemos como ejemplo el modo como elige a sus discípulos y se forma el grupo apostólico de los galileos que van haciendo escuela por las tierras palestinas. ¿Alguien puede creer que las cosas sucedieron así? ¿Qué Jesús miró a los ojos de los elegidos y éstos al punto dejaron todo y lo siguieron? Ver los relatos en Marcos 1, 16, Mateo 8, 21 y Lucas 9, 61. Mateo y Lucas únicamente.


En primer lugar, la redacción de los hechos, sobre todo por parte de Marcos, es una copia de como Eliseo es reclutado por Elías (I Reyes, 19, 19). ¡Son tantas las veces que rebuscan en el Antiguo Testamento para encontrar precedentes o copiarlos! Pero pensar que la llamada de Jesús a sus discípulos fue tal cual queda reflejada en los Evangelios es de una ingenuidad que hiere la inteligencia.


Jesús se encuentra a orillas del “mar de Galilea”. Ve a Simón, a Andrés su hermano, y luego a Santiago y a su hermano Juan. Los primeros dejan las redes [y alguien se aprovecharía de tal abandono]; los segundos dejan a su padre con los jornaleros que tiene y siguen a Jesús.


Hay varias cosas que desentonan: primero, no hay testimonios posteriores de que las cosas fueran así [por ejemplo, en las Cartas o en los Hechos, por hablar de documentos similares]; por otra parte, no es concebible que esos jóvenes que siguen en pos de Jesús abandonen su familia y sus trabajos, así como así; añadamos lo dicho arriba, que el relato reproduce historietas bíblicas, desde Génesis 12, 1 [elección de Abrahán] hasta I Reyes. Jesús, el dios imperativo al que nada se le resiste y que despliega su voluntad absoluta sobre los hombres.


Pasando de lo anecdótico a lo general, encontramos en los Evangelios chapuzas expositivas que hacen poco creíbles los relatos. Cuando de hechos relevantes se trata, no hay información suficiente para corroborarlos, como si las anécdotas fueran verosímiles por el hecho de ser relatadas.


Asimismo, se aprecian en los Evangelios añadidos que presuponen instancias temporales acuciantes para justificar las mismas. El caso más grosero es el intento, en todos ellos, de exculpar a los romanos de la condena a Jesús. Pero también el interés en determinado momento por la primacía de Pedro, sin el rubor suficiente por ocultar la negación que éste hizo de su guía y maestro, al que había reconocido previamente como “el Mesías”.


Ese intento por adecuar el relato a lo que en ese momento interesa es fuente de anacronismos que sin empacho alguna admiten y supone contradecirse a sí mismos o entrar en confrontación con lo que en otros sinópticos se dice.


Y no vamos a insistir en el enorme número de inverosimilitudes que aparecen. Visto con ojos actuales, parece como si los evangelistas tomasen por tontos a los lectores. Cierto que, este sí, anacronismo, no se puede lanzar en absoluto contra los evangelistas, pero hoy sí se puede hacer lectura crítica de los Evangelios, lo cual lleva a darles de lado como fundamento de cualquier cosa digna de crédito, incluso como reflejo de la sociedad de entonces.


Eso sí, son relatos ejemplares, instructivos o sugerentes y han servido durante siglos para confirmar en la fe a los ya creyentes. En su momento, los relatos evangélicos fueron, como dice un autor, lo que ciertas personas en el siglo I quisieron que pensáramos acerca de Jesús. En el siglo I y sobre todo en los tres posteriores. ¿Pero hoy, tras su análisis crítico, de qué sirven si al leerlos o escucharlo cualquier persona informada puede responder que “eso se lo creen tus abuelos”?

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