Ni el mal demanda dioses.


Este mundo es nefasto y que por tanto debe existir otro reino de felicidad. Este principio, esta convicción, se ha instalado en la mente de las gentes sencillas y tiene una gran consistencia práctica a la hora de justificar la necesidad de un dios que resarza de los sinsabores sufridos en este mundo "de paso".

A decir verdad es uno de los argumentos "racionales" para deducir la existencia de Dios.

Asimismo es una convicción que justifica el que en este mundo los sinvergüenzas de todo tipo son los que tienen más éxito en la vida, mientras los que obran bien suelen ser desgraciados. Necesidad "lógica" de resarcimiento.

A fin de cuentas es "la necesidad" de creer que tiene que existir otro mundo donde reine la justicia que aquí se niega a los humildes...

Si los crédulos, inducidos a creer por soflamas que hunden sus raíces en pasados más lejanos que la misma existencia de las religiones conocidas, pararan mientes en la irracionalidad de eso que creen, buscarían remedio a "todo eso" en el más acá, en vez de fiar su felicidad en quimeras.

Porque nunca un deseo, por más que sea generalizado, ha sido argumento existencial de nada, a no ser de la propia existencia del mal, menos para sostener la "lógica" existencia de un dios fuente de todo bien.

Esos hechos, en todo caso, debieran ser un estímulo para luchar, individual y socialmente, por la justicia, por la organización racional y humana de la sociedad, por erradicar modos de conducta perversos, por llegar a una organización social donde le hombre sea el centro y el fin y no el medio de que se valen otros para conseguir un provecho propio espurio.

Dejar esto en manos de un "dios", es dimitir de nuestro destino como personas. Cada uno, en el rincón del tiempo y de la vida que le ha caído en suerte, ha de generar dentro de sí y de su entorno estímulos para cambiar lo que les afecta negativamente.

Conceamos que el impulso religioso también puede ser un estímulo para tal mentalidad. No ha sido así durante siglos, enfeudada la religión en la clase dominante y en el poder real, propiciando con sus sermones fatalistas la sumisión a la autoridad y loando las virtudes inherentes a la pobreza. Hoy los vientos han cambiado, vientos que en muchos casos han sido letales para los mismos que antes defendían el poder constituido. Que se lo digan a Monseñor Romero.
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