El mundo sin Dios es un infierno ¿Y con Él?

Copio una frase que, aunque dicha hace años por Benedicto XVI, ha sido una recurrencia habitual en boca de todos los papas, especialmente los últimos. También Francisco.

“La experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un infierno, donde prevalecen el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, la alegría y la esperanza” 

“El mundo sin Dios es un infierno”. Fuerte, ¿no? Tanta rotundidad trastorna y remueve la albufera del pensamiento e incluso del sentimiento.

Habría que decir a Sus Santidades que moderen sus palabras o que las contrasten con la realidad. Porque lo que se dice es, simple y llanamente, MENTIRA.

Vayamos al grano. Los pontífices, como es su deber en estos tiempos de descreimiento, aseguran que todos los males enumerados -egoísmo, división, odio, desamor, tristeza y desesperanza- son causados por la ausencia de Dios. Con el añadido o prolegómenos de que esta constatación es una enseñanza que nos viene dada por la experiencia.

Cabría preguntar a Sus Santidades a qué experiencia se refieren. ¿A la suya, la mía, la de los santos, la de los condenados, la de los perseguidos, la de los perseguidores, la de los pecadores, la de los que sin pecar se sienten indignos, la de los bautizados, la de los que murieron sin bautismo, la de Galileo, la de Tomás de Aquino, la de los que aguantaron a la pareja que no querían, la de los que se divorciaron de la suya, la de los homosexuales marginados, la de los heterosexuales que los discriminaban, la de los que hacen caridad, la de los que demandan justicia, la de los pobres que pasan por el ojo de una aguja, la de los ricos que no van al cielo, la de los que lloran sin consuelo, la de los que son consolados...? ¿A qué experiencia se refieren los pontífices?

Yo tan sólo puedo hablar de la mía y no coincido con él. La época más insulsa, impersonal y alienada de mi vida fue cuando creía en dios, en su dios, en el dios católico. Fue durante mi niñez y adolescencia. Bien es verdad que todo se edulcoraba con la madre y el padre celestiales que nos aman.

A los catorce años y siguientes próximos mi bagaje vital se reducía a la creencia en un ser todopoderoso, un cielo para gozar y un infierno para penar. También una moral que me provocaba sentimientos continuos y alternativos de culpa, pecado y liberación.

Para tal liberación, necesariamente había que confesarse y ya era doble suplicio añadido tener que rebuscar en el arcón de la memoria culpas que referir (eso sí, había listados que ayudaban a ello), con el añadido de tener que contar periódicamente tales miserias a uno de mis educadores.

Y por adicionar algo más, se me había instruido en el desprecio e intolerancia hacia todo aquello que no fuese conforme con este pertrecho de creencias incontestables. Me viene a la memoria Voltaire... 

Esos primeros años de mi existencia cuerda, en los que creía ciegamente en dios, estuvieron presididos por el miedo, la culpa y la ignorancia. Ésta ha sido mi experiencia. Que cuente el Papa la suya.

Luego vino la experiencia intelectual de conocer el “glorioso” pasado de la Iglesia, que obviamos por no entrar en detalles de todos sabidos.

El egoísmo, el odio, el desamor, la tristeza y la desesperanza existirán siempre porque son sentimientos consustanciales a la naturaleza humana. Lo maravilloso es que el altruismo, el afecto, el amor, la alegría y la esperanza seguirán, también, anidando en el corazón de las personas, sean éstas creyentes, agnósticas, ateas o personas normales.

Y dios, con todos mis respetos, no pinta nada en que deje de ser así.

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