Por la palabra de un obispo "fiel".


Es un hecho, la palabra del fiel, del simple y humano fiel, no es nunca garantía de verdad. Pero si el "fidelis" es un representante selecto y egregio de Dios, desde luego que lo es.

En la credulidad importa más quién lo dice que qué se dice. Es la tesis de autoridad en grado absoluto. Si el que lo dice es representante de Dios, es verdad. Si lo dice el fiel, será verdad cuando el representante de Dios, fidelis episcopus por ejemplo, la certifique.

El ciudadano y el rústico necesitan sellos que avalen lo que dicen, notarios que den fe del otro, testigos que garanticen que eso es así, compulsas con el original... El hombre, por principio, siempre es mentiroso. El hombre civil siempre necesita “otro” que dé cuenta de su verdad.

En cambio el representante de Dios se basta a sí mismo. Si se escucha al representante de Dios hay que creerle por necesidad. Así es la certeza que justifica la gran mentira.

Eso trae consigo la consecuente consecuencia de que la única manera de no soportar la ciencia divina sea alejarse de ella, no escucharla para no tener que contender con ella. En la contienda gana el doctor de la Iglesia, más si lo es en Teología Moral.

El mundo actual da de lado las “confraternizaciones crédulas”, las obligatorias y las meramente piadosas, porque allí sólo habla el que debe ser creído. El fiel se limita a escuchar y, por consenso de silencios, asentir a “la verdad”.

Pero se da el sangrante caso de que, de la certificación de la verdad absoluta como verdadera, la que hace relación a Dios, han pasado a la verdad que rige las relaciones humanas: un obispo no necesita registros de la propiedad, notarios, avales, garantías, cauciones, salvaguardias, él es la fuente de verdad.

Lo peor que le puede suceder a un obispo es que no tenga a nadie que le escuche. Por eso sufren tanto los vulgares "auxiliares".
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