Las palabras como dardos.

In memoriam Lázaro Carreter

EL PODER DE LOS NOMBRES
¡Los nombres, siempre los nombres! No hay hombre ni cosa conocida sin nombre. El conocimiento siempre es "verbo".El sometimiento de la Naturaleza y de la Historia comienza por la palabra. Precepto incluso del Génesis.

Hemos ganado poder "denominando las cosas" –ciencia, técnica, psicología...— pero seguimos con el poder verbal perdido ante lo que llaman "lo inexplicable". A pesar de que denominaciones pasadas estén ya hueras de contenido, no se han ocupado sus baldíos con el verbo condigno. Y los términos con carga despectiva, siguen ahí...

SINÓNIMOS.- Escarbamos en varios diccionarios de sinónimos. Para la palabra IMPÍO encontramos los siguientes: incrédulo, ateo, irreligioso, escéptico, librepensador, antirreligioso, pagano, profanador, indiferente, indevoto, teófobo, profano, laico, irreverente, irrespetuoso, apóstata, relapso, infiel, heterodoxo, sacrílego, satánico, nefando, librepensador, volteriano, blasfemo, impenitente, inhumano (¿?)... ¡Y quizá todavía se puedan encontrar más!

¿Puede alguien pensar el por qué de tamaña desmesura lingüística? No olvidemos que para expresar un hecho o nominar una cosa, debería bastar una palabra, a sabiendas de que hay otras para denominar matices del mismo hecho. ¿Pero tantas?

¡Cuántos términos peyorativos han acuñado las religiones para desvirtuar la esencia de lo que se entiende por "hombre que vive según los dictados de la razón", para conceptualizar hecho tan simple como fe frente a razón, credulidad ante racionalidad, piedad frente a ¡normalidad!, religión frente a vida civil...

INVENTAR PALABRAS ES INVENTAR COSAS.- ¡El misterio de las cosas! Tenemos las palabras para romper el misterio encerrado en la naturaleza, sí, pero las palabras tienen otro componente añadido, el de provocación, defensa o sugestión.

Entremos en el detalle. Al que cree en Dios se le llama “creyente” y al que no, “in-crédulo”. Un leve cambio de epítetos ya dejaría entrever una “sutil” diferencia a favor del que se ha despegado de credos si bautizamos “crédulo” al que cree, con toda su carga despectiva, siendo el que no cree “no creyente”; o, dando un paso más, al que “no cree eso” pero se guía en la vida por su sentido común, denominarlo con términos positivos, por ejemplo, “razonante” o "razonador".

Ellos, los crédulos, no hacen sino defenderse ofendiendo o quizá pensando que su mundo es todo el mundo, un mundo "maniqueizado" donde los otros son ateos, antirreligiosos, incrédulos, etc. Y, oh sublime palabra, "hereje" el felón y traidor que creían “de los suyos”. ¡Qué enorme carga peyorativa se encierra en tales vocablos!

Por todo lo dicho, es preciso inventar e inventariar términos adecuados tanto para ellos como para los otros. Términos pegados a la realidad, sin más calificativos. Al instalarse en la mente y en el uso y ser de dominio social, desvirtuarán todo el poder de ensoñación que tienen las palabras.

No hay intención de ofender, pero sí resaltar el manejo utilitario, evocador y sugestivo de la palabra, siempre en una dirección. Casi nunca las cañas se han vuelto lanzas en su contra. ¿Aceptarían nuestra oferta lingüística, denominando
al creyente, crédulo;
al devoto, santurrón;
al místico, iluminado;
al fraile o anacoreta, misántropo;
a la persona espiritual, espiritista;
al sacerdote, chamán o hechicero?
Y podemos añadir e inventar las de timorato, teísta, teófilo, deísta, credoide, teocredista, etc.

Si de las palabras pasamos a los enunciados, veamos cómo sonaría una definición reconvertida: dicen que Iglesia es la comunidad de todos los creyentes y santos. Pensada en otros términos la Iglesia sería la comunidad de todos los crédulos y santurrones entregados de forma fanática a prácticas espiritistas.

¡Ah, el poder de la palabra! ¡Hasta el Verbo se hizo carne!
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