El pasado sólo existe si sirve para el presente.


Ahí tengo, arrinconado, el libro --"En busca de nuestras huellas"-- que en 2005 publicara Hans Küng sobre el legado dejado por el cristianismo y las demás religiones en el mundo. Leído en su día con interés, subrayado y comentado en los márgenes... pero olvidado, vuelvo no tanto a él cuando a propósito de él.

La primera idea que nos viene a la mente al repasar interpretaciones del pasado es que a la sociedad postindustrial, atómica o informática, pero sobre todo urbanita, le han pillado los cambios con el pie al tresbolillo:
--carece de una simbología adecuada para los nuevos tiempos, incluso de una mitología ad hoc, donde el hombre sea el centro de una sociedad nueva nacida en un mundo y para un entorno nuevos;
--las comunicaciones han trastornado el hábitat agrícola y lo que éste suponía para la conciencia del hombre de sí mismo;
--el ciudadano vive en la sensación de “no encontrarse”, de no sentirse a gusto en el lugar en que ha nacido;
--el proceso de globalización que ha traído consigo el hábitat global, no es una “aldea” en consonancia con el hombre. Faltan parámetros para asumir todo eso.

Dicho el preámbulo, este asunto de las "huellas" de Europa parece ser algo dejado por imposible por los próceres católicos y cristianos, visto el sesgo laicista que han tomado los rumbos europeos. H. Küng pasó de consultor del Vaticano II a teólogo defenestrado, sin sitio en los cuarteles de invierno del otoñal, católico e ilustre polaco, hoy en vías de divinización, o sea, de arrinconamiento en el Olimpo vaticanista.

“En busca de nuestras huellas” tiene un título sugestivo e interesante, si no fuera porque es uno más de los que hacen recensión del pasado para buscarle un sitio en el presente. “La recherche du temp perdu” puede quedarse en pura nostalgia del que se niega a perder el pasado, cosa que no debiera ser obstáculo para raer lo viejo y lo inservible.

El pasado alguna vez se hizo. De hecho el pasado no existe sino como algo que fue presente en su momento. Por lo mismo, tal pasado no deja de ser un presente recordado y para mentes que carecen de criterios para el mañana, algo redivivo, algo a mantener aunque no sirva. El presente es un hacer que implica también rectificar pasados construidos. Trillar y aventar la parva con mulas, trillos y bieldos, denostando las cosechadoras que hacen lo mismo multiplicado por mil.



Lo que va quedando de ese hacer y deshacer llega a convertirse en tradición, dado que la tradición es la pervivencia de soluciones válidas a problemas reales, entre cuyos problemas están las vivencias más ocultas y persistentes de las personas.

Pero las tradiciones comienzan en algún punto merced a ideas felices de alguien. Y lo mismo que nacen fenecen, porque lo peor que le puede suceder a una tradición es convertirse en algo cosificado que se mantiene porque existe,algo cuya esencia es su mera existencia.

Entre lo viejo y lo inservible, las religiones están buscando un acomodo. Deberían asumir que la vivencia de tal pasado no puede implicar la pervivencia de lo que a todas luces está obsoleto.

Simplificando mucho las cosas, las religiones han sido hasta ahora soluciones sistematizadas que han querido dar respuesta a las inquietudes humanas sobre el cosmos, la naturaleza y el propio yo.

Y por lo mismo, lo quisieran o no, todas las religiones han ido cediendo terreno en los dos campos primeros –explicaciones del cosmos y de los fenómenos naturales-- ante el empuje de los avances científicos. Queda todavía un inmenso campo de cultivo que se niegan a abandonar: el yo, el psiquismo, las angustias nuestras de cada día.

Hasta la revolución industrial y, en muchos lugares hasta ayer mismo, las sociedades agrarias eran un apéndice del Neolítico, en dependencia absoluta de la naturaleza, de la luz, de la búsqueda de alimentos, dependientes siempre de la volubilidad de los fenómenos naturales. Quien tenga el recuerdo de haber usado en su infancia un candil para alumbrarse por la casa, podrá apreciar mejor de qué hablo. Hoy sólo los gallos madrugadores nos recuerdan que el sol va a salir...

Quizá quede algún rastro mental del neolítico en esa querencia por la naturaleza, como si de un sueño del paraíso perdido se tratara. Con el control de la agricultura, el Dios agrario ha quedado a su vez controlado, cuando no muerto por consunción, o sea por ineficaz.

A pesar de los anteriores pesares, siempre habrá un elemento permanente, estable e invariable: el hombre. Es la pervivencia de lo psicológico. ¿Hasta cuándo podrá chupar de esta teta la credulidad organizada?
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