Los tres pies del gato que buscan en los Evangelios.

A los primeros cristianos les importaba mucho que Jesús, hombre ajusticiado, fuera considerado “dios”. Y consiguieron el propósito de divinizarlo y que fuera creído y adorado como tal.

Los tiempos cambian, sobre todo en cuestiones de credulidad. En los siglos posteriores y sobre todo en los nuestros, a los cristianos les importaba demostrar como fuera que ese ser divinizado, Jesús, era hombre. ¿Cómo? Demostrando que los Evangelios son, también, documentos históricos.

El cristianismo adolece de una contradicción que a afecta a la propia esencia de su credulidad y que no ha podido resolver, centrada en el que es el eje de su credo, Jesucristo: afirma que Jesús es la encarnación de Dios, que “por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación se hizo hombre” y por otra, que se hizo hombre. Pero… de este hombre no se sabe absolutamente nada, no se puede decir nada históricamente seguro; el Dios que el creyente adora se hizo hombre, pero nada de lo que se dice de él es creíble. Lo que podría saberse de él, por los únicos documentos que se conservan, los Evangelios, no supera el filtro de los análisis literarios, históricos o arqueológicos al uso.

De ahí que el ámbito en que se ha movido la credulidad cristiana sea el de la magia, la superstición, la mitología y, en definitiva, todo lo que hace relación con la sensiblería. Fundamento histórico, racional, científico… nulo. ¡Y mira que lo han intentado!

Recordemos lo esencial de los Evangelios canónicos, supuestamente los verdaderos. Son cuatro y, al decir de los entendidos, de autoría desconocida, asignada a cuatro nombres a los que la credulidad atribuye pelos y señales. También deducen los entendidos que los originales fueron escritos en el último tercio del siglo I: Marcos alrededor del año 70; Mateo y Lucas, sobre el 80; Juan muy cerca del año 100. Tanto Lucas como Mateo, que más o menos copian a Marcos, sugieren una fuente común de la que no dispuso éste. La denominan “Q”, del alemán die Qwele /kvel.le/, que es como decir F de “fuente” o “D” de “documento”.

Se descartaron numerosos pseudo evangelios, plagados de historietas o recensiones de dichos sapienciales atribuidos a Jesús. Los cuatro canónicos difieren de aquellos en que tienen estructura narrativa y no caen en excesivas irracionalidades. Su ámbito de difusión fue el de ciudades de la cuenca del Mediterráneo. Mateo, por la cantidad tan grande de citas del A.T., sugiere lectores judíos que ya creían que Jesús era el mesías; Marcos se dirige a cristianos no judíos, gentiles, probablemente residentes en Roma; Lucas también escribe para cristianos gentiles, dicen algunos que del Asia Menor; Juan escribe para fieles que conocen las tradiciones judías, pero viven en un ambiente helenístico, posiblemente de la zona de Éfeso.

Pero, ¿qué tipo de obras son los evangelios? Por supuesto, nadie los considera relatos fiables, aunque se refieran a un predicador galileo. Participan un tanto del carácter de aquellas obras griegas que tratan de encumbrar al personaje del que hacen biografía, en este caso Jesús. Sin embargo, como el mismo nombre de “eu-anguelion” indica, son obras de propaganda.

No hay asepsia a la hora de narrar las prodigios de Jesús, de tal modo que sean históricamente creíbles. A los evangelistas les importa que quede clara la misión del Hijo de Dios, mediador entre los hombres y la divinidad, el que quita los pecados del mundo, el que guía al paraíso a quienes siguen sus enseñanzas y participan de su banquete eucarístico. Todos los hechos narrados y los mensajes transcritos de Jesús tienen una única finalidad, convencer a los lectores de que Jesús es Dios y es el que nos salva.

El resumen de todo el mensaje de los cuatro evangelios está claro en las palabras de Juan en 20, 30: “Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Éstas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre”.

Los Evangelios no son fuente fiable para conocer al sujeto, al individuo, a la persona de la que afirman “ad náuseam”, que fue real e histórica. No tratan de convencer respecto a su humanidad sino todo lo contrario, tratan de que se acepte su divinidad por medio de la conmoción, la sugestión y el afianzamiento de la fe. Las razones para desconfiar de ellos como fuente de información son evidentes. Veamos por qué.

Lo primero que resalta de tales relatos es la gran cantidad de milagros sanadores; otros puramente fantasiosos; otros simplemente taumatúrgicos, es decir, prodigiosos y misteriosos: nacimientos virginales, apariciones de ángeles, prodigios de la naturaleza, exorcismos, curaciones milagrosas, resurrecciones… En una “historia” donde aparecen tales hechos extra o supra naturales, la credibilidad cae por los suelos.

Añádase a eso la evidencia de que los Evangelios contienen copias más o menos fidedignas de leyendas o hechos extraordinarios que proliferaban en esa época, dando a entender que su héroe, su mesías, no podía ser menos que otros héroes.

En tercer lugar, es preciso subrayar los evidentes anacronismos que adjudican al pasado, al tiempo de Jesús, hechos que ocurrieron más tarde, cuando ya las comunidades cristianas se habían constituido y estaban malquistas con los judíos. Un evidente deseo de cortar con la tradición del Antiguo Testamento para hacerse universales.

En definitiva, si los Evangelios querían hacer ver que Jesús era un dios, lo consiguieron. Pero tal personaje no tenía nada de hombre. Con ello no hacían otra cosa que poner a Jesús a la altura de cuantos dioses o héroes pululaban en el Olimpo grecorromano o egipcio.

¿Y ahora, qué queda de Jesús? Creo que es como Jano: es hombre para celebrar la Navidad y para llorar con su madre en Semana Santa y es dios cuando el creyente se arrodilla ante el sagrario o recibe la comunión. Dos seres en un ser bifronte que no tiene nada que ver uno con otro.

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