Vivir dignamente es -¿qué otra cosa?- disfrutar la vida, aprovecharla. Pero este planteamiento, harto evidente, no halla un acuerdo tan universal en su concreción: saber vivir. Una de las más nobles metas de toda filosofía.
De no mediar cierto autoconocimiento básico, aprendemos a comportarnos por imitación (aprendizaje pasivo), generándonos automatismos conductuales que asientan sobre principios hereditarios (instintivo-reflejos) y presuposiciones varias, que nos procuran diversas adicciones -afán de poder, dominio o imagen social (fama), avaricia, consumo compulsivo o exhibicionista...- cuyos logros no nos satisfacen en profundidad (sino fugaz y muy parcialmente, dejando un regusto frustrante, cuando no desesperado)...
La satisfacción es otra cosa, tal vez más libre de compulsiones y acumulaciones-fetiche, y más relacionada con una vida inclusiva de autoencuentro, sencillez, amor, liberación (conquistada), estética y desprendimiento de lastre innecesario... De ello se ocupó la primera ética, tanto en su vertiente griega como oriental.
En cierto modo, una búsqueda –con sus frutos- universal (1) que, llegado el momento, contó con promotores señeros desde Europa a China, pasando por Egipto, Persia, la India...
Vivir, pues, del modo que cada cual entienda más disfrutable, no es tan fácil: exige cierta dedicación. Quizá sea relevante el ser honesto con uno/a mismo/a, dejando en paz a los demás, en tanto no interfieran (abusivamente) en nuestra vida. Y, más allá de la regla áurea, desprenderse de automatismos, hipersensibilidades, prejuicios... A la hora de ser críticos, ponernos muy en primer lugar como objeto de análisis.
Importa más saber qué queremos hacer –que incluye qué pensar y cómo hablar- que lo que creamos o dejemos de creer, que debiera ser una conclusión personal (por cierto que no tan voluntaria, meritoria, ni controlable, en tanto derive de nuestra propia experiencia, basada tanto en percepciones y datos como en el uso de la razón), perfectible y sujeta a variación.
Es esencial partir del respeto a uno-a mismo-a; tal es la actitud que nos mueve a respetar a otras personas, pues ejerce una comprensión integradora –igualatoria, comprensiva de identidad básica- que nos lleva a tolerar su existencia y su derecho igual al nuestro (las ideas deben ser otra cosa. Claro que son atacables. Pero no confundamos su abordaje crítico con la censura o el juicio moral personalmente condenatorio de quien las sustente).
No pocos maestros de ética han creído hallar un pulso vital, un orden cósmico al que podemos sumarnos íntima y desprendidamente: llámese “tao”, “logos”, “maat”, “amor”, “eros”, “dios”, “fondo”, "conocimiento”, “gnosis”, “sophia”... Su repercusión en nuestro interior sería vitalmente relevante: dotaría nuestra existencia de sentido pleno y nos daría una conciencia liberada. Del reencuentro saldría un hombre sano, libre, íntegro, feliz...
¿Pura utopía? Conocemos al menos el resultado relativo de afrontar con valentía las propias carencias y de no dejarnos engañar por las apariencias: sabemos que no somos la suma de los papeles que representamos, ni nuestras reacciones más o menos automáticas ni viscerales; tampoco el ideal moral que asumamos, ni esa persona a ratos obsesiva o susceptible que a veces aparece; ni sólo instintos, ni razón, ni pasión.
Tanto la razón desafecta como la emoción sin encauzamiento racional propenden a lo monstruoso: rememorando a Platón, somos nuestro único auriga posible; pero no podemos viajar sin nuestro carro ni sus caballos. Nos cabe decidir respuestas y evolucionar: somos ese yo capaz de elegir.
La liberación es, al tiempo, el camino y la meta: el norte. Pero nos tientan los apegos, y hemos de liberarnos incluso del apego al desapego: la propia intensidad de apetencia de felicidad puede dificultar su obtención. Podría ser mejor estrategia el dejarnos sentir, detener nuestro paso apresurado para ir comprendiendo, amándonos para amar, apreciar la realidad de la mano de nuestro recorrido vital, extendernos o ayudar a otros...
El contacto identitario –aunador- con nuestro fondo mental daría en una conquista de la felicidad –y enamoramiento de la vida- que ha sido descrita como “estado naciente” (Alberoni), “sabiduría”, “iluminación”, “satori”, “buda”, “despertar”... Se trataría de una experiencia de comprensión extensiva, bien opuesta al dogmatismo: la sabiduría trae de la mano la tolerancia.
Quien recurra a la amenaza, el insulto o la ridiculización de quien no comparta su vivencia o descubrimiento, o defienda otro enfoque, lejos de ser alguien sabio, sería un fracasado aspirante a filósofo. Aun quien se ofenda con facilidad, o considere altamente relevante el inculcar a otros sus propias creencias.
La intolerancia, al ser muestra de ignorancia y mezquindad, delata su carácter de falso maestro; tanto como su pretensión abusiva o exigencia de preeminencia en derechos, la sobreexigencia hacia otros, o el uso de diferentes varas de medir y sojuzgar. Si no queremos engañarnos y caer en las redes de las apariencias esclavizadoras, nos requerimos honestos y veraces.
Sólo la comprensión (abierta, atenta, desapasionada, sensible, “hacia dentro”, sosegada) puede llevarnos más allá y abrirnos a la verdad (que es, al tiempo, exterior e interior), al disfrute y a una mejor comprensión del mundo y de las personas que lo integran, que son bastante afines a nosotros mismos.
Tenemos muchas alternativas de fe y de moral. Bien está que así sea, y que difieran nuestras preferencias: no nos empeñemos en imponérselas a otros. No es tan relevante creer como buscar la verdad. La probabilidad de su logro –un quehacer progresivo y dinámico- no depende del azar o la suerte como de nuestra disposición a aprender, leer, dialogar, viajar con ojos y mente abiertos... De aprehender en disfrute sosegado y tolerante de la diversidad y su potencialidad enriquecedora. Hay lecciones en la historia, el arte, la literatura, las ciencias...
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(1)
La moral es anterior a la religión, incluso en la primera versión –animista- de esta última; aunque sólo fuera porque la conciencia del dolor –daño, sufrimiento- y la necesidad de convivencia familiar y grupal –con sus afectos, filias y conflictos-, son previas a la de mortalidad y a los anhelos que ésta despierta.